Donde habita el amor

Foto Yanko Farias.

› Por El Lector Americano

(Burke, 14 de febrero de 2025)

Escribir a veces es un pretexto para sobrellevar de ver las costuras al mundo y de encontrarle algún sentido. En esa búsqueda, las historias que aparecen siempre son las mismas, pero en este caso la quise escribir desde otro lado: desde una chica a un muchacho. «Donde habita el amor«, es un relato inédito, y el resultado es por el desdoblamiento de un relato anterior, llamado «Promesas de verano«. Si aquel intentaba hablar de los estragos que todavía en mi generación provocaban los prejuicios y los estigmas en el juego del amor, también es un pretexto para reparar la educación sentimental. Esa que se pelea con la nostalgia de cosas que no fueron, siempre asistido por el humor y la subjetividad.

Al final uno habla siempre de lo mismo. Y en estos días fríos aquí en Virginia (y no me refiero solo al clima) en la vida de las personas siempre hay secuelas, precuelas y reversiones de relatos que buscan —a título personal— ser un referente en la impostura. Pensar en eso me ayuda a entender el núcleo de la ficción que disfruto como lector, y me alienta a buscar un nuevo arranque de todo lo que pueda llegar a escribir.

Donde habita el amor

Ayer me encontré con Roly, el chico que me dio el primer beso húmedo en una fiestita de quince, y a quien al día siguiente lo dejé sin ninguna explicación. Roly me encantaba pero me ganó la inhibición. Incluso hace muchos años escribí un cuento sobre eso: “La vergüenza de una chica”, que trata sobre el deseo, la presión de sus padres, y la frustración que coarta los deseos. Pues bien, a partir de estos pensamientos, y elaboración, siempre me quedó la sensación de que Roly pudo haber sido mi primer gran amor.

Pero este relato debe empezar así… Hace algunos años, estando en Roma con un amigo que también estuvo compartiendo mi adolescencia, buscamos a Roly por Facebook y le pedí amistad. A los dos días, él me escribió por Messenger “Caaaaarla… R… cómo estás!”. Nos escribimos un buen rato donde me contó algo de su vida, y yo un montón de la mía, y aproveché para mandarle el cuento que le escribí cuando lo conocí. Tardó unos días en decirme algo del texto, y después me escribió que sentía mucho que ese momento tan importante para mí se hubiera visto arruinado por la opinión de gente tonta. Lo sentí cálido, cercano, como si nos hubiéramos visto el día anterior. Y allí decidí que en realidad toda la vida había estado enamorada de él, y lamenté que además de viajar constantemente por el mundo, yo viviera en Ciudad de México, lo cual iba a ser difícil que nos pudiéramos ver al menos que yo decidiera volver a mi tierra natal, el Perú.

Foto Yanko Farias.

En los siguientes meses le mandé por mail todos mis relatos, artículos y reportajes, y él me mandó una libro suyo sobre los Porteadores, o cargadores, esas personas que llevan el equipo de campamento para los excursionistas que hacen el trabajo Camino Inca en Machu Pichu, y también ayudan a los turistas intrépidos a subir los montes andinos, y que no mueran inmediatamente en el intento. También me contó que se había licenciado en antropología, y yo le comenté que siempre quise entender las diferencias entre los pueblos originarios, y le pedí si me podía recomendar algunas lecturas vinculadas al tema. Me contestó que las pueblos originarios eran muy parecidos, y que no le interesaba marcar diferencias, pues él mundo ya estaba bastante dividido. Así confirmé que Roly era un fundamentalista precolombino de la Pacha Mama o algo parecido. Poco tiempo después dejó de contestar mis mensajes. Ni siquiera una respuesta a un mail en donde le elogié su libro sobre los porteadores del Perú profundo.

Pasaron cinco años y lo único que recibí de él fue una gacetilla de prensa por una presentación en Barcelona de un libro sobre el uso de la ayahuasca y la yoga tántrica que ni siquiera era suyo.

Hasta que un sábado, sin muchos planes, me apareció un mensaje suyo diciendo que iba a estar dos semanas en Ciudad de México y que le avisara para que nos tomáramos un café o algo así. Le contesté inmediatamente que sí, que era mágico volver a vernos. Lo agendé en mis contactos, y unos días después, desde un número desconocido, me llegó un “¡Carla soy Roly!” al que le contesté inmediatamente. Al rato, pactamos un encuentro: siete de la tarde: librería Porrúa en el Bosque de Chapultepec, que tiene comida orgánica en la zona de Polanco, que abre desde temprano y que conozco porque una amiga vegana me llevó allí. Cuando llegué al parque, librería café/restaurante, empezaba una clase abierta de elaboración de chocolate artesanal así que tuve que escribirle a Roly que había que cambiar el punto de encuentro, mientras le explicaba a un flaco orejón que no, que no estaba en ese lugar por el inicio de su curso de chocolate casero. Volví a la calle y empecé a caminar tratando de encontrar un café. Recordé que el Museo de Antropología, casi al frente del Parque, tiene un restaurante/café algo “fresa”, pero que está bien. Un lugar muy lindo para comer comida mexicana, pero “finelli”. Un clásico de la bohemia mexicana joven, que tiene un salón vidriado con el menú traducido al inglés. Debo decir que fue Roly quien eligió esta zona de la ciudad porque venía de otro encuentro con una amiga. Él estaba parando en Condesa, en el departamento de un amigo, donde no pudo dormir ninguna de las tres noches que llevaba en Ciudad de México, porque esta es una metrópolis gigante, y se vas de visita a ver a alguien, es más fácil pasar la noche allí. Roly estaba parando en el mismo edificio de Condesa donde yo tuve una cita años atrás con un novio que después resultó ser gay. Me resultó curioso este detalle. Estando juntos, Roly arrancó quejándose del ruido, la contaminación y su insomnio en Cdmx. Una conversación álgida e intrascendente pero la llevé con tolerante amabilidad. Estuve a punto de comentarle la coincidencia del edificio de su amigo y mi fallido noviazgo con el chico gay, pero decidí hablarle de eso después que habláramos del cuento sobre mi primer beso húmedo con él. Charlamos un rato largo sobre nuestros últimos cuarenta años hasta la actualidad. Me contó que entre el millón de tareas que tiene, edita libros de autoayuda para una editorial con sede en Cataluña, y que lo acababan de contratar para escribir un libro de autoayuda con el Cuzco como locación. Que había pedido doce mil euros, a propósito, para que decidieran no darle el trabajo y así poder dedicarse a terminar su grado doctoral, pero que los de la editorial aceptaron su precio. Mientras escucho su éxito editorial, le hago un guiño de complicidad mientras trato de sacar la cuenta de cuánto son doce mil euros en mexicanos, pero no sé bien a cuánto cotiza el euro en Polanco, a las diez de la noche. Tampoco sé cómo hace Roly para convencer Iva editorial. En cualquier caso es un buen billete. Pero -y esto lo digo de onda- su discurso de escritor exitoso no tiene nada que ver con su apariencia: jean sucios, pullover mitad peruano/mitad escocés, y una gorrita de guerrillero, de esas con una estrella roja al medio, gastada con visera deshilachada, metida hasta las orejas que no se sacó nunca dentro del café/restaurante. Su cabello se le salía del gorrito revolucionario a la altura de las orejas, y se le asomaban unos rulos que le daba un parecido el payaso Cepillín: a lo mejor se había quedado pelado, pensé. Me cuenta que vive a las afueras de Barcelona, Badalona (“Bada”, dice él todo el tiempo) y que le va bien, que no es un pobre sino que es dueño de un terreno de más de tres hectáreas, como me lo repitió tres veces. También me contó que forma parte de una brigada contra incendios forestales de un pueblo que no debo conocer porque no es muy turístico, y que sus habitantes son todos de izquierdas y unidos: que durante la pandemia se siguieron juntando a pesar del aislamiento. Después me dice que en Madrid y Barcelona están todos locos, y yo asiento, y digo “re locos” aunque pienso que prefiero el DF antes que cualquier pueblo donde todos sean súper unidos y “buena onda”. Le pregunto qué hace allá y me dice “¿lo que me quieres preguntar es de qué vivo?”, y entonces me siento una desubicada, y me doy cuenta que la cita se está yendo por el caño muy rápidamente. Además me acabo de dar cuenta que Roly tiene una especie de tics nervioso que me saca toda la parte erotica que pretendía tener con él: chasquea con su lengua, y las babas se le filtran entre los labios, y por momentos se parece a esos perros babosos que uno ve por allí. Además no para de hablar de él: de su tesis sobre la comunicación moderna donde no habrán secretos que esconder en el mundo. También habla de sus viajes, su familia desperdigada por el mundo, y le da largo y tendido a su reciente separación después de dieciocho años de matrimonio. Esto último me interesa pero no me da pie para preguntarle nada. Igual me cuenta que su ex es peruana, que se dedica a las constelaciones a través del humo de la bosta de los guanacos, y que se volvió a su país por seis meses. Esto me da para pensar que quizás no están viviendo una separación sino “un tiempo de reflexión” pero no se lo digo. Después me pregunta sobre mi vida. Ahí me entusiasmo un poco. Pero no, no arranca mi participación en este encuentro, porque empieza a recordar a los compañeros de la secundaria, y si volví a ver a alguien alguna vez en estos casi cuarenta años, y me dice que tendríamos que organizar un encuentro con todos. Y así, hasta que la cita se termina, y se cae a pedazos cuando el mozo nos deja la cuenta porque están cerrando la caja, y Roly no hace el mínimo gesto para pagar. Espero cinco minutos y al final saco mi tarjeta de débito y se la doy al mozo sin mirar cuánto es. Y entonces Roly dice “¿con eso estás pagando todo?” Hace un mínimo esfuerzo por darme su parte y lo freno con una mano. “No, no, por favor, la próxima invitas tú, me es deprimente andar dividiendo cuentas”, le digo.

Foto Yanko Farias.

Mientras nos levantamos de la mesa me hace una pregunta rara y torpe: “¿nos vamos?”.

Salimos a la vereda y le pregunto qué se toma, y me contesta que va a caminar hasta la parada de un camión que vaya por Avenida Reforma. De irnos juntos, podría dejarlo, pero eso no se lo digo porque decidí que quiero llegar rápido a mi casa. Entonces Roly suelta: “Sabes que cuando pasó aquello del beso entre tú y yo, al día siguiente vino a buscarme a mi casa un chico, Pablo Bolchevique, con otros cuatro tipos. ¿Tú estabas de novia con ese chico? Yo lo podría haber encarado a golpes pero pensé que los otros me iban a moler a golpes mí, así que dejé que me pegara”. Noté un tono de reproche y le dije que nunca me había enterado de eso, qué era horrible. Roly siguió mirándome. “¿Tú eras novio de ese chico?” Le digo que no, que no me acuerdo, que capaz me había dicho “quieres salir conmigo o algo así” o nos habíamos mandado alguna carta, pero que estaba segura que un beso gordo y húmedo nunca le había dado.

Cuando llegamos a una esquina con la Avenida Reforma, le señalé a Roly por dónde tenía que cruzar para llegar a la parada del camión, entonces se levantó viento, y nos dimos un abrazo, y nos alegramos por el encuentro. Claro, los dos sabíamos que no era cierto, y nos prometimos repetirlo pronto.

Ya de madrugada, no tenía ningún remezón en mí cuerpo. Y allí mismo cambié de parecer con esta cita y muchas cosas, sobretodo por las letanías. Como si nada, una estrella fugaz apareció de repente, y atravesó el cielo, y pedí dos deseos. Y como si hubiese cruzado un umbral, me di cuenta que el amor no es infinito. Que cuando uno no se anima a cruzar, es difícil que nazca otro mañana… Me puse a reflexionar sobre esto, y recordé… ¿Quién dijo que no se puede vivir solo del amor? ¿Quién fue… a ver… quién pudo haber dicho algo así?

Digo, esto, y la verdad me contradigo, pues yo misma nací después del amor, y por eso estoy aquí. Ahora, es cierto, algo siempre tiene que venir, algo debe llegar, porque cuando hay ilusión es más fácil que pueda regresar lo inolvidable. Por eso el amor de juventud es tan duradero. Pero también es cierto que el tiempo se encarga de ponerte barreras en el camino.

O —como dijo Leonard Cohen—  “a veces no hace falta ver para creer”.

Pero eso es importante que algo recóndito tenga que volver, y algo mágico debe llegar.

Si no es así, entonces estamos hablando de libertad, y eso es otra cosa.

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