El Fuego interior

Foto Yanko Farias.

› Por El Lector Americano

(Burke, 2 de febrero de 2025)

Hay dolores que solo se miden en el cuerpo. Por eso el hambre duele, porque siempre van de la mano de la pobreza, que también mucho más, y por lo mismo, genera rebeldía. Y si te pones a darle cabeza a esos dolores caes en cuenta que la muerte duele más porque su camino en muchos casos es un eco del conjunto de los dolores anteriores. Y todos estos dolores tienen intensidades y olores distintos, a veces te dejan sordo, son molestos y escandalosos hasta el punto que después de sentirlos, no te queda otra que taparte la nariz.

Hace muchos años olí la muerte de mi viejo cuando estaba en el hospital, un lugar idílico allí junto a la Cordillera de los Andes. Digo un lugar idílico porque no era un hospital público, sino exclusivo. Pero igual, estando allí, todo el tiempo, con ese olor a hospital, a morfina, llega un momento en que tu cuerpo y mente se incorporan al dolor. Un dolor que pica en tu cuerpo, un olor que no te deja respirar… que te deja cansado y solo logras escapar recordando una buena época, cuando la salud de tu viejo era cierta.

Dolores y olores: a veces la pobreza huele así. Me refiero a ropa vieja, gastada al tacto, brillante de desgaste viejo, que brilla de tantas limpiezas urgentes, de años de postergación y necesidad. Por eso el mundo Shopping discrimina a los mal vestidos. Al hambre le pasa igual. Porque el hambre huele, y también la pobreza, porque aprieta y solo te permite seguir respirando solo con sus tiempos de reloj de arena, con ese espacio suficiente para que el muerto de hambre desee todos los días que mañana las cosas le vayan mejor. Porque el hambre pone la mano en la boca y te la va destapando de a poco, como cuando algo solo es urgente, cuando no das más, cuando te empiezas a ahogar. Hasta un bocado, y el dolor de hambre cede, pero solo un poco, porque más tarde aparece de nuevo… Por eso los pobres siempre tienen hambre. Aún cuando se coman tres o cuatro panes de un zarpazo; o varios vasos de leche en un colegio pobre, el hambre siempre aprieta. Y ese gesto hambriento retumba en mi memoria; “Date Farías… date (date es dame…)… Farías, hace tres días que no como!… las cosas andan mal en mi casa…”. Así me susurraba a los gritos un compañerito de escuela cuando tenía ocho años. Yo desayunado  en mi casa, yendo a la escuelita bien dicharachero, Pablo Miranda Mella me rogaba pan. Y y aunque éramos de la misma edad, él siempre me pareció más grande que yo… siempre muy flaco, huesudo, con un dejo de cara ratona, con su ropa gastada y húmeda, sin la mirada de ternura de niño la cual había perdido hace rato.

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Foto Yanko Farias.

Per saltum: Cuentan los relatos pos Segunda Guerra Mundial, que los soldados ingleses que liberaron los campos de concentración en las afuera de Berlín, en la Alemania nazi, se vieron desbordados cuando los sobrevivientes del campo de concentración se le venían encima para pedirles comida. Les empezaron a dar chocolates y leche condensada, y los sobrevivientes se morían atragantados. Sucumbían a la comida. Y claro, allí comprendieron los soldados ingleses que los muertos/vivos no se les puede dar mucha comida de golpe. El cuerpo explota por dentro, se estresa, sucumbe a la abundancia. Una abundancia que nunca es gula.

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Pobreza y desesperación. Según los datos de UNICEF, el hambre que arrecia en los países en guerra, al final convierte a la necesidad en un estilo de vida. Que al final la gente se acostumbra. Por eso cuando los pasado a hambre describen su sensación la caracterizan como un dolor de garganta pero en el estómago. Con otoñal letanía, sorda y constante… de viento suave que mueve las olas de los árboles, el polvo y la conciencia de personas casi sin necesidad de desespero para revertir lo inasible.

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Escribo estas líneas un 21 de septiembre de 2021/ y reviso en 2 febrero de 2025, a las 10:00 de la mañana después de un opíparo desayuno.

Estoy en el maldito siglo XXI escribiendo sobre el hambre. Un asunto tan terrible que aquí en Virginia parece que necesitamos negarlo para seguir viviendo.

Creo que Jean Paul Sartre decía algo como: “frente al hambre, nada merece ser hablado”. No, no era Sartre, no, me equivoqué. Fue Bertolt Brecht, y me lo contó Pedro González, un amigo que supo alimentar a mucha gente en campamentos (barrios marginales, chabolas, pueblos jóvenes, villas miserias… etc.), en la década de los ‘80 en Latinoamérica.

También era Juan quien concluía cualquier conversación, incluso hablando sobre árboles y cambio climático, que decía que si hay algo infame en el mundo de hoy, es saber cuando alguien pasa hambre, y te haces el que no sabe.

Cuando Pedro me habló de esto, él estaba esperando a ser atendido en una fila en una oficina de desempleados en París.

A veces  una conversación adquiere dimensión especial de acuerdo a lo que hace el otro …

Por eso a Pedro González nada le asusta porque su vida adquirió más mística por todo lo que vio, y lo que sigue viendo…

A Pedro también le gustaba decir lo que decía Sócrates: “un pueblo con hambre no presta oídos a la razón, ni se interesa por la justicia, ni se inclina a rezar. Aún cuando en el Medio Oriente: en Gaza, Ramallah, y en Túnez, se reza cinco veces por día, y el hambre siempre está”.  Pensar en esto a veces adquiere cierta dimensión.

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Foto Yanko Farias.

Tarde aprendí que es difícil involucrarse en el dolor ajeno si eres un expatriado. Sobre todo si eres un alto funcionario de la ONU y te pagan 200 mil dólares por año, con todos los gastos pagados.

Es contradictorio, o más bien avergonzante, ser expatriado y tratar de entender el frío, el hambre, o la muerte, cuando no tienes memoria directa con eso. Porque las necesidades solo las puedes comprender si las viviste en directo. También si aprendiste que nunca debes darle la espalda a la madre del hambre, que desde ahora y antes, siempre ha sido el egoísmo y la indiferencia. También saber que el hambre del mundo es un problema político, y tiene solución. Y todos saben que una ciencia abstracta como lo es la economía, sabe que la mitad del mundo “vive” con dos dólares por día.

¿Duermo bien? A veces, pero en mi retina auditiva siempre me retrotrae a los olores y dolores de la vida, la muerte, el hambre, y el recuerdo de un niño llamado Pablo Miranda Mella. Un niño que un día me dijo: “A mí me dicen muerto de hambre, pero la verdad muy pocos saben del hambre que siempre tengo yo”.

[julio de 1975]

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