El hombre sin intermediarios

Por Edgar Borges

El otro día, una mujer, desconocida para mí, me detuvo en la calle y me preguntó: “¿Usted es escritor?” Yo le dije: eso creo, pero, ¿cómo sospecha usted eso? A lo que la mujer respondió: Me lo dijo una vecina. Yo, un tanto extrañado, le dije “ah, qué bien”, y partí, pero la mujer, con cierta curiosidad, me siguió para preguntarme: “¿y qué escribe?” Ficción, afirmé. Y ella, con una convicción que me provocó pánico, dijo: Ciencia ficción, ¿no? La mujer se fue, convencida de que Julio Verne y Julio Cortázar, por ambos llamarse Julio, escribían lo mismo. Yo me quedé ahí, en plena acera, pasmado, pensando en los enredos que, en pleno siglo XXI, sigue generando la literatura para la mayoría de las personas. Para mí, desde niño, la ciencia ficción es un género y la ficción es todo, lo primero es un órgano y lo segundo es la vida. Pero ahí estaba, de nuevo, debatiéndome entre mis convicciones y las de los otros. No obstante, rato después, cuando por fin me eché a andar, otros asuntos, aún más asombrosos, me hicieron pensar que hoy, paradójicamente, los problemas de comprensión van más allá de diferenciar entre ficción y ciencia ficción…

Tenemos un problema de saturación. Hemos saturado la palabra y todo cuanto más allá de ella habita. Le hemos cerrado las puertas a las sensaciones. Alguien dice “¿Cómo estás?” y otro le responde “¿Cómo estás?”. El hombre que entró al ascensor me dijo hola con la misma indiferencia como, al mismo tiempo, tomó de la mano a su compañera. Hombre, hombre. Ascensor, ascensor. Dijo, dijo. Hola, hola. Mano, mano. Compañera, compañera. Alguien tendrá que escribir un réquiem por las palabras que alguna vez nos dijeron algo.

Al salir del ascensor, sabía lo que tenía que hacer. Tenía que escribir una novela que tratara sobre un “autista mediático”. Tenía que lograr dibujar la vida de un hombre silencioso, retraído y contemplativo, cuya necesidad vital fuese descubrir el sentido de las palabras. Más tarde, poco antes de entrar al edificio donde vivo, me detuve a observar a un indigente que buscaba cosas en un vertedero de basura. Lo anormal, en medio de tanta normalidad absurda, era que el hombre, a pesar de que basura era lo que sobraba, no encontraba nada que calmara su búsqueda. Por ello, le pregunté: Oiga señor, disculpe, ¿qué busca? El sujeto se volvió hacia mi con cara de pocos amigos y, entre dientes, me dijo: “busco la palabra mierda”.

Aquel hombre, con aspecto de investigador de desperdicios, de mierdas o de palabras, me hizo pensar en la figura de un investigador. Ya tenía el tema: la palabra, y el personaje: el investigador. Ahora me faltaban los actores. Bien, cuando llegué a mi casa y, percibí que al igual que en todas partes, todos lanzaban palabras al viento:

“Qué tal, qué tal. Cariño, cariño. Papá, papá. Vida, vida. Corazón, corazón”.

… pensé que el actor de mi novela (novela, novela) tenía que ser yo mismo. En mi ficción me acompañaría la familia; los amigos; la señora de la ciencia ficción; el hombre del “hola en el ascensor” y su mujer “toma la mano para nada”; el indigente de la “mierda” y todo aquel que se me cruzara en el camino y en el no camino. No obstante, mi mujer, haciendo las veces del mundo que me rodea, como si leyera las intenciones que, hasta entonces, sólo anunciaba con la mirada, me advirtió que no confundiera la realidad con la ficción. Lo mismo me dijo mi madre cuando niño, pensé. Yo, como el niño en rebeldía, le respondí que ese asunto de la realidad hace tiempo que había sido expulsado de mi camino. Hoy, el hombre que hace malabarismos para escribir, cambió la realidad por las realidades y, cada vez que la sociedad se le pone pacata, hasta opta por hablar de ficciones. Si alguien necesita historias redondas para creer que la vida es un guión centrado y predecible, bien, se le entiende, cada quien tiene derecho a seleccionar su bálsamo para el dolor. Por mi parte, hace tiempo asumí la fragmentación como el juego que marcaría la ruta de mis posibilidades. Después de todo, de la pantalla a la vida, la realidad asumió la ficción, se estrelló y quedó dispersa en innumerables realidades.

Minutos más tarde, cuando me quedé solo en la biblioteca, comencé a abrir libros como loco. En ese abrir y cerrar libros, me detuve en los de Peter Handke. Y fueron dos las frases que me dieron las pistas para completar las piezas protagónicas de mi nuevo trabajo:

“… pronunció una frase muy larga, tan larga que sólo cabía en otra hoja, en otro libro, en un libro sólo para ella”. Del libro “Lucie en el bosque con esa cosas de ahí”.

“La sensación de que alguien se mueve por el mundo como una persona dormida que quiere saber la hora (porque se tiene que levantar enseguida) y mira el reloj una y otra vez en sueños pero nunca en la realidad”. De libro “El peso del mundo”.

La obra de Peter Handke me abre puertas hacia las sensaciones. Incluso, cuando se pretende limitar (o satanizar) la posición política de Handke al tema de la guerra de Los Balcanes, termino pensando que tal pretensión encierra un ropaje que tiene la fina intención de cubrir la ruta más profunda que tiene la obra de Handke. Y es justamente la palabra como vía de descubrimiento constante, la palabra como ventana que se le abre a la mirada.

… ”Lectura: sésamo en el pecho, ábrete”. Peter Handke.

Ya con las piezas protagónicas de mi trabajo, y para pesadilla de mi familiares, tanto como de amigos y transeúntes desconocidos, me convertí en un personaje de mi novela. La novela se llamaría “El hombre no mediático que leía a Peter Handke” y en el reparto me correspondería interpretar al buscador de palabras. Para entrar en la piel del personaje, día tras día trabajé el comportamiento del indigente buscador de la palabra “mierda”. El proyecto de libro sería algo así como la aventura de una investigación y, en lugar de capítulos, tendría 32 puertas. Las palabras, en la historia, deberían ser como puertas abiertas hacia una imagen despejada y común a todos.

El hombre no mediático no sabe si comprende, en toda su profundidad (o simpleza) la noción de imagen que maneja Peter Handke en su literatura. Lo que no quiera decir que no sospeche ser un observador de esa imagen. A veces siente que habita en esa imagen, en solitario pero en busca de otros observadores. (El trabajo debe indagar en la significación de la imagen Handkeana. Pero la búsqueda debe ser espontánea, más que búsqueda debe ser un descubrimiento. El hallazgo debe ser contado en primera persona y en presente. Una narración, como la vida misma, en constante presente. El hallazgo debe ser él; la imagen, para Handke, no es un tema, tampoco es un condicionante. No es una llegada. No es un límite. No es una pantalla, no es la proyección controlada por alguien. No es una teoría. No es una definición escrita. Entonces, ¿qué es la imagen para Peter Handke? Sospecho que es el más allá de la puerta. El más allá de la puerta individual que lleva a un espacio común a todos. Esa imagen, acaso una sensación, ha sido secuestrada y en su lugar han colocado una imagen postiza. Quizá la necesidad del Handke viajero sea encontrar su imagen verdadera. La imagen).

El hombre no mediático no sufre de angustia ni de ataques imprevistos de prisa. Su lentitud visual le permite ver detalles inexistentes para la mayoría. Sin embargo, él tiene serios problemas para relacionarse con el resto. Su particularidad lo aleja de los otros. Y esto, a pesar de que aún no le representa desequilibrio, opera como una bomba alojada en su existencia (y que podría activarse en cualquier momento). ¿Qué hacer? ¿Cómo detener el inminente peligro que amenaza con implosionar su yo? ¿Él o los otros? Él desearía que el resultado fuese él y los otros, pero sabe que sostener su particularidad no es tarea sencilla. A veces amanece pensando que en esta historia alguien morirá de pronto: semejante suceso ocasionaría un final que nadie espera. Y algo le dice que la sentencia lo señala a él. Quizá la única salida sea encontrar una forma de liberación para los otros. (En esto de la liberación el comportamiento del sujeto debe ser lo más alejado a un salvador, él es extraño, particular, pero es hombre). Una y otra vez sus observaciones le llevan a creer que la única posibilidad es encontrar un lenguaje intermedio entre él y los otros. (La historia debe sembrarle al lector la duda sobre quién es el autista del cuento: ¿él o los otros?).

El hombre no mediático había aprendido a leer con los libros de Peter Handke, era normal que como mecanismo de defensa utilizara su literatura: “Me ejercité para reaccionar súbitamente por medio del lenguaje ante todo lo que se topaba conmigo y me di cuenta de cómo, durante la vivencia, también la lengua cobraba vida en esa inmediatez y se volvía transmisible; un momento después ya habría sido la lengua cotidiana, que de tan familiar no dice nada, la desamparada lengua del ‘ya sabes lo que opino’, la lengua de la era comunicacional”. Peter Handke. “El peso del mundo”. Que la literatura salva, de eso no tenía duda él, pues su mujer socióloga se lo había demostrado.

Por el camino, El hombre no mediático construye frases y las relaciona con las situaciones que observa. Como si pretendiera vivir la realidad a partir de la palabra. Una frase, una posibilidad.

… La niña del salto huye de la madre nerviosa (y del padre pared).

… El fiscal de tránsito es en realidad un escritor disfrazado.

… En la mirada de la mujer del marido obstinado hay una petición de rescate (en su cuerpo también) para quien se atreva a liberarla de su secuestro.

… Como el zapato nuevo que, pasada una semana, te sigue molestando.

… Dos hombres discuten alterados en la puerta de un bar. La camarera, que parece más filósofa que camarera, se asoma y le dice al sujeto de la barra (el que cada tarde se sienta sólo para contemplarla): “Entre dos personas que defienden la verdad, ¿quién tiene la verdad?” Entonces, la camarera, ya de partida, le deja la respuesta al perplejo varón: “Pues, muy simple. La verdad la tiene quien la está buscando”.

… La señora del pan tiene una fealdad interesante (belleza por descubrir).

…Y en la ruta se dice (me digo) El hombre no mediático: Que en el camino cuando alguien me vea no se haga una historia de mí.

*(Palabras de Edgar Borges en la Feria del Libro de Sevilla 2012).

Edgar Borges escribe desde España.

 

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