Fin de año, hora cero

Foto cortesía Yanko Farias

Por El Lector Americano

BURKE, Virginia, 31 de diciembre de 2024.- Si ustedes están leyendo esto, ya saben dónde estamos, o en qué mes estamos: en una de las fechas más álgidas de todos los años de gente. O eso que algunos llaman los Días Felices: o esa Dimensión espacio-temporal que abarca la Navidad, Año Viejo/Nuevo y la llegada en camellos de Los Reyes Mágicos. En lo que —se supone— todos flotamos en un mundo feliz a base de pan dulce y mucho trago, y «ho-ho-ho y el jingle-twinkle-twinkle». Con mucha fiesta, la Navidad se presenta como una manifestación ciclotímica, hormonal, y por siempre adolescente. Algo así como si fuese la edad del Pavo.

O la Navidad como pretexto para reunirse con gente que no vas a ver por el resto del año; o como índice de crecimiento del presupuesto por gozar una noche larga. O si no, la Navidad que nos obliga a repasar una y otra vez la idea de la felicidad (que pensamos durante once meses y tres semanas). Por eso la expresamos en tercera persona del plural: “Felicidades … se les quiere mucho”. Como si no bastara con el inalcanzable y revoltoso rebusque de la felicidad, junto a la idea de varias felicidades, del gozo automático y replicante. Como esa de la sonrisa como mueca, la de las risas nerviosas, la de colores para buscar en el arbolito lo que pedimos y no nos regalaron. Los días en las que se sacan conclusiones de lo sucedido en los últimos doce meses (a veces en toda una vida) y se promete uno, otra vez, la imposibilidad de creer en algo que nunca creímos. De querer ser ricos, a través de billetes de lotería, o de última hacernos asesino serial con un corazón Dexter.

Pero, más allá de variaciones y apreciaciones públicas y personales, al final siempre regresamos a las fuentes universales de los cuentos de Navidad o de fin de año. Del tipo Charles Dickens, los cuales nos ayudan a huir de la tiranía del miedo de empezar y terminar algo para reinventar memoria en cada uno de nosotros.

Foto cortesía Yanko Farias.

El árbol mágico

Esta es la historia de un muchacho que se escondía en un árbol de su casa cuando estaba triste. De cómo un día subió a su árbol por vergüenza cuando su padre le habló, y le dio un sermón sobre las maneras de ser hombre y no cagarla. Allí, el joven sentado al borde de la silla, y su padre en la punta de la mesa, llamándole «huevón», cuando esa palabra aún tenía algún significado. De que no le reprochaba que tuviera revistas con chicas desnudas bajo el colchón, sino su descuido de que se las haya encontrado su madre. Y el chico, mirando de reojo su árbol mágico, desesperado, solo quiere esconderse entre sus ramas para elevarse por encima del mundo. De cómo a veces la adolescencia, funciona como un lugar de felicidad, pero esa tarde la dicha no era así. Algo que comprendió solo cuando volvió a su casa natal, y se reencontró con la puerta desde donde le llamaba su madre; el rincón donde enterró a su perro; y afuera, en el jardín, su “deja vu” ceremonial de su árbol mágico erguido entre otros árboles más nobles. Allí el niño de antes, y el hombre de hoy, se encontró que la sabia de una ramas que lo protegieron. Y otra vez el recuerdo de su padre diciéndole “huevón” por las revistas que encontró su madre. Y cómo es que ese árbol le trasladó a otras partidas y a otros regresos. Como la de ese inolvidable personaje del escritor Sherwood Anderson, del libro Winesburg, Ohio, que decide emprender su marcha, diciendo: «Bueno, hasta ahora no me he movido, eso es verdad; todavía no he salido de aquí; pero ya voy haciéndome mayor. He leído muchos libros y he pensado mucho. Voy a intentar a ser algo en la vida».  La salida hacia adelante.

Foto cortesía Yanko Farias.

Y cómo el fragmento de un libro extraño le recuerda al chico de antes, y de que al final todos tenemos nuestra Navidad privada, y un plan que cumplir. Algo que no necesariamente es la verdad absoluta en nuestra vida, pero sí el origen del costado de una verdad que siempre pasa inadvertida para los otros. Pues bien, en este giro narrativo florece este pequeño relato de El Árbol Mágico. Y ahora que se acaba el año, y comienza un nuevo periplo, el relato del árbol sirve como pretexto para evocar otras infancias, otros caminos que se cuelgan de  noche con otras interrogantes. Porque cada fin de año siempre tiene un argumento alterno hacia nuestro propio corazón. Porque podemos borrar o confundir las huellas de una vida, pero siempre la vida estará colgando de algún árbol que llevamos a cuestas. Y hoy, a más de cuarenta y cinco años de caminar sobre mi propio rastro, me doy cuenta que simplemente es difícil borrar ciertas certezas cuando trasladas a palabras un pedazo de vida. De hacerse algunas preguntas:

¿Soy yo aquel chico o es mi imaginación quien lo ha creado a imagen y semejanza de mis nuevos deseos?

¿Qué hay de mí en aquel muchacho que tiraba piedras a orillas del Río Mapocho?

¿Seré hoy los ojos inquisidores de mi madre o la desazón de mi padre?

Poco importan las respuestas: porque el árbol sigue allí y la ventana de mi habitación todavía deja entrar el Sol. Como esa historia de mi padre que se salvó de morir en un naufragio, y tal vez ahí, en ese lugar remoto de su memoria al cual nunca pude acceder, también podemos encontrar su propio Árbol Mágico del cual nunca me habló.

Como esas fotos que fijaban un instante de nuestra felicidad, y que hoy los teléfonos inteligentes han multiplicado hasta la banalidad. Pero igual miramos esas imágenes, como si nos pudiera revelar ese secreto que nos ayude a sobrellevar lo que falta en nuestro viaje de vida. Que un día, quizás, al volver sobre nuestros pasos, todos volvamos a encontrarnos con nuestro Árbol Mágico de la ancha memoria.

A lo mejor este es el sobresalto de una revelación. Que lo que da cuenta no es solo del árbol, sino lo que hemos hecho de él. Como los deseos de cada uno de nosotros todos los fines de año del comienzo de otro…

Feliz año cero.

 

 

 

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