Por Juan Diego García
Con avances y retrocesos parece que toma forma un proceso de negociación política del conflicto armado colombiano. El más reciente, la disposición de las FARC-EP a liberar a todos los militares que ha capturado en combate y su renuncia a conseguir fondos mediante el secuestro de personas adineradas. También el otro grupo guerrillero – el ELN- está dispuesto a sentarse a la mesa del diálogo.
El gobierno de Santos entiende que se trata de gestos positivos aunque insuficientes; por su parte los amigos de la paz en el país saludan éstas y parecidas decisiones de la insurgencias, mientras los enemigos abiertos de cualquier solución negociada persisten en condenar de la manera más enfática toda salida que no sea el exterminio físico de los guerrilleros y, de paso, de toda aquella persona que en su opinión forma parte del entramado social y político de la insurgencia (algo que en la práctica resulta extensivo a cualquier manifestación de descontento social, sin excluir tampoco a la llamada “oposición legal”).
Ahora toca al gobierno concretar los gestos que le corresponden. Juan Manuel Santos puede empezar, por ejemplo, revisando la situación de los casi ocho mil personas privadas de la libertad, que incluyen insurgentes (unos 600), activistas sociales y un sinnúmero de gentes humildes acusadas de colaboración con los guerrilleros y casi siempre víctimas de los conocidos como “montajes judiciales”. Una revisión rigurosa de los procesos penales pondría en libertad a un elevado número de estos prisioneros políticos víctimas de ilegalidades y manipulaciones groseras de las mismas leyes del país por parte de jueces, fiscales e instructores.
El gobierno también puede (y sobre todo debe) atender las denuncias sobre la situación en las cárceles. Entidades de toda solvencia han denunciado en reiteradas ocasiones las terribles condiciones en los presidios del país, convertidas en un verdadero sistema de exterminio de la oposición que Santos bien puede cambiar si es que existe voluntad política. Sin tener que efectuar el tan temido “intercambio de prisioneros” que otorga a la guerrilla un reconocimiento que el gobierno rechaza, mejoras sustanciales en la situación carcelaria serían un gesto positivo. Hay una lista concreta y muy razonable de exigencias por parte de los presos y las presas que el gobierno puede satisfacer, si realmente quiere avanzar hacia la paz.
La reciente decisión de las autoridades de impedir a una delegación internacional la visita a los centros penitenciarios no hace más que acrecentar la certeza acerca de la veracidad de las denuncias de internos, familiares y asociaciones de apoyo a los presos políticos. Si no fuesen ciertas, ¿Qué teme el gobierno?.
Pero sin duda el mayor gesto que facilitaría avances sólidos en el camino hacia la paz no es otro que el control efectivo de la violencia paramilitar.
A estas alturas solo cree en la desmovilización de los paramilitares quien necesite estar convencido o tenga el propósito avieso de engañar al respecto. Múltiples hechos demuestran cómo los grupos armados de la extrema derecha continúan operando y ofreciendo a ganaderos, terratenientes, grandes empresarios (nacionales y extranjeros), “capos” del narcotráfico” y políticos locales los mismos servicios criminales de siempre, esto es, terror generalizado para restar apoyo social a la insurgencia, apropiación masiva de tierras (se habla de más de seis millones de hectáreas robadas), desplazamiento de población campesina (arriba de cinco millones de personas), control político e institucional de regiones enteras (una presencia decisiva en más de 400 de los poco más de mil municipios del país), eliminación de toda protesta de las comunidades avasalladas “por el progreso” (minería, plantaciones, obras públicas, etc.) y exterminio sistemático del sindicalismo, todo ello en armonía con lo que el gobierno (éste y los anteriores) entienden por “confianza inversionista”.
Éste resulta sin duda uno de los mayores retos si es que Juan Manuel Santos se propone sinceramente pasar a la historia nacional como el presidente que trajo la paz. Reducir a la extrema derecha (en todas sus manifestaciones) es condición indispensable para que las promesas que haga el gobierno a la insurgencia tengan una mínima credibilidad.
Pero debilitar políticamente a Uribe Vélez y a la burguesía mafiosa que lo respalda (sobre todos esas “clases emergentes” tan ligadas en el imaginario colectivo al negocio de tráfico ilegal de drogas, el robo del erario público y otras formas “capitalismo salvaje”) constituye un problema de enormes dimensiones, en parte porque la vieja oligarquía (de la cual Santos es un genuino representante) se aprovechó de ello permitiendo su ascenso y consolidación y ahora no saben cómo obligarla a que acepte un papel menor, más discreto, para lavar la cara descompuesta del sistema; en parte porque la violencia cruda y las prácticas de guerra sucia no son una especie de rueda suelta, de comportamiento excepcional que no comprometen a las instituciones sino, por el contrario, parte fundamental del orden social, económico y político del país, hoy y desde siempre.
Solo con revisar así sea someramente la historia de la cuestión agraria, del sindicalismo, del tratamiento de las minorías (indígenas y afrodescendientes) o de la actividad política de oposición popular, queda de manifiesto cómo la violencia acompaña de manera permanente los procesos normales de la economía y las formas habituales de la participación política.
A la natural dinámica violenta del capitalismo que disuelve sin miramiento alguno las formas tradicionales de organización social y económica aparece en la historia de este país -como una constante- la violencia física, la masacre, el desplazamiento obligado y la expropiación forzosa, la persecución cuando no el genocidio, es decir, que los procesos económicos van siempre acompañados de formas extra económicas, y no precisamente para introducir algún grado de equilibrio de tipo democratizador en las nuevas relaciones sociales. Podría afirmarse que se trata de convertir en permanentes las formas extremas de “acumulación primitiva del capital”, haciendo verdad una vez más que este sistema nace enlodado en sangre “de los pies a la cabeza”.
En este país tal forma de acumulación salvaje existe desde siempre y explica en buena medida una violencia armada de los sometidos como respuesta legítima a la violencia de los opresores.
Ahora es el turno de Santos. El gobierno debe realizar un gesto de suficiente entidad, ojalá seguido de nuevos gestos del movimiento guerrillero y de otros tantos de las autoridades, en un proceso que conduzca hacia el final del conflicto armado y posibilite a la sociedad colombiana echar las bases de un orden realmente democrático.
Por supuesto, éste no es un camino de rosas y se van a producir necesariamente avances y retrocesos, pero si estos gestos de parte y parte se producen con el respaldo masivo de la población, es posible abrigar esperanzas. Tienen razón quienes señalan que la llave de la paz no la tiene el gobierno de forma exclusiva (como se desprende de las continuas afirmaciones del presidente Santos).
En realidad, la solidez de este proceso depende de una masiva movilización ciudadana que aliente los gestos por la paz y arrope las decisiones que conduzcan al fin del conflicto. Ayuda mucho también el apoyo internacional. Son demasiados los enemigos que conspiran y actúan contra la paz.
Aquí solo se ha indicado al más inmediato (la extrema derecha) pero ésta no actuaría a sus anchas sin un apoyo explícito de los grandes gremios económicos, la mayoría de los políticos tradicionales – atrincherados firmemente en un sistema político corruptos e ilegítimo – y los militares, pieza fundamental en todas las manifestaciones de violencia en el país (legales e ilegales).
Sin que falte, por descontado, Washington que reiteradamente se ha opuesto a todo arreglo pacífico y tiene la principal responsabilidad (como inductor y financiador) en la existencia, desarrollo y consolidación de la guerra sucia en Colombia.