La casa sin risas

Por Nechi Dorado

Desde mucho tiempo atrás, sobre la casa, se había desplegado una sombra que parecía envolver todo. La mujer buscaba en qué cajón de recuerdos podía estar escondida la sonrisa, que ya ni recordaba como era, tiempo atrás, cuando fuera la luz que iluminaba todo.

Arrastró hacia su presente, la risa de los niños, las voces de los que ya no estaban, las flores del jardín, los perritos corriendo entre el césped del parquecito, los gorriones haciendo nido entre las tejas rojas que cuando llovía, parecían convertirse en el tobogán de las gotas que terminaban estrelladas contra el piso formando charcos, en los que ella solía encontrar formas. Y todos reían de sus encuentros.

-Mirá, hay una rana en ese charco, decía.

-No mami, es un murciélago, encontraba el mayor con aires de suficiencia.

-No, un camioncito con vaquitas, explicaba el del medio, buscador compulsivo de camiones.

¡-No, no, no, es un cócoro! decía el más pequeño refiriéndose a un helicóptero.

Y reían y la tarde se llenaba de sol, pese a la lluvia. Pese a las figuras dispares que aparecían en los charcos.

Pasaron los años y sólo el menor siguió encontrando risas aún entre las tristezas.

La sonrisa no estaba en ningún lado, últimamente.

En su lugar, una enorme tijera oxidada daba la impresión de cortar el manto tibio que caía sobre la mesa del comedor, enmudeciendo la cena. Empalideciendo la noche, convirtiéndola en una masa informe sin rostro y sin voz. Sin aromas y sin calor.

Sin embargo, estaría apoltronada en algún un rincón, casi dormida, estaba segura de ello porque la alegría nunca fenece a pesar de los esfuerzos por ensombrecerla, que hace la intolerancia, el estrés, la realidad más descarnada en un mundo que se va desgajando de a poco, como oxidado de tanto consumir basura.

¿Estará tan dormida que parecería muerta si la encontrara? Pensaba, mientras la ansiedad la precipitaba hacia la búsqueda.

Cuando al fin creyó hallarla, en su lugar halló un rictus de amargura. Lo tomó entre sus manos acariciándolo, tratando de darle el calor que había perdido, soplándolo suavecito como para devolverle la tibieza. Lo sacudió también, casi desesperada llevando hacia arriba la comisura transfigurada.

Sobre la mesita ratona en el centro del living, impactó un trozo de mampostería desprendido desde la araña del techo, cuya luz bañaba los recuerdos de esos tiempos pasados, rajando el cristal que protegía la foto de los niños posando un primer día de clases muy lejano. Los tres juntos, compartiendo infancia.

Allí estaba la sonrisa, atrapada en los rostros pequeños. Por ahí, pensó, el sacudón aleje la sombra que cada noche inunda nuestra casa.

-Si regresa ese ayer, siguió pensando, revivirá la alegría, volverá la luz de la comprensión y todo será como era entonces.

Mientras tanto, la casa, se desgarraba entre nostálgicos tiempos lejanos. Afuera hacía frío, adentro, más.

Pero ella, la mujer madre indoblegable cuando de búsquedas se tratara, siguió sosteniendo los pilares como para que la casa se apoyara en sus espaldas firmes, fuertes, demorando su derrumbe total, sobre todo, si pudiera afectar a sus retoños.

La casa era el símbolo de la decadencia de una familia inmersa en la locura de un mundo alienado que late sonidos de tristeza.

-Nada que no se pueda modificar, murmuró casi sin voz, mientras buscaba entre las hierbas del jardín un pasado al que se negaba dejar agonizando.

Llovía esa tarde de invierno, los charcos volvieron a crear formas. Sólo ella se hizo el tiempo para observarlos. Los demás seguían inmersos en sus propias vidas, la rutina y los problemas de la calle robaron lo que quedaba de esa historia de amor y compañerismo.

La enorme tijera oxidada, nuevamente, daba la impresión de cortar el manto tibio que caía sobre la mesa del comedor, enmudeciendo la cena. Empalideciendo la noche, convirtiéndola en una masa informe sin rostro y sin voz. Sin aromas y sin calor.

Ella volvió a poner los huesos de su espalda tratando de impedir la agonía del pasado.

Nechi Dorado escribe desde Buenos Aires, Argentina

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