La hermana Mónica

Por Marcelo Colussi


–»¡Hasta mañana, hermana!»–, –»¡Nos vemos, hermano!»–

Con rostros pletóricos de alegría los integrantes del grupo se despedían en la puerta del salón. Todavía algunos, dentro del templo, seguían entonando ya sin música de fondo, la última alabanza –pegadiza, contagiosa.

La iglesia evangélica «Camino del Señor», emplazada en el medio de aquella pobre barriada de arrabal era, como en tantos cultos en cualquier ciudad latinoamericana, un enorme depósito ahora adecuado a fines religiosos. Su rústica terminación, su iluminación mortecina, su techo de láminas de zinc, evidenciaban la humildad. Lo cual no aminoraba –por el contrario: incluso estimulaba– el fervor de sus feligreses. Obreras de maquilas, varones con pasados alcohólicos –ahora empedernidos abstemios– acompañados de todas sus familias, albañiles, algún que otro joven con antecedentes pandilleriles, se daban cita puntual diariamente a las 7 de la noche. Mónica, la hermana Mónica, jamás faltaba.

Siempre sola, bastante bien arreglada, con una edad incierta que podría oscilar entre la adolescencia tardía y la expresión de una vieja enfermera jefa que ya ha visto todo en la vida, la hermana Mónica era una de las primeras en llegar y de las últimas en marcharse. En realidad poco se sabía de ella. Vagamente, y eran más bien rumores, se decía que tenía una hija, pero no quedaba claro por qué nunca se la veía con ella. Algunos decían que la niña había muerto hacía ya años, y fue eso lo que la llevó a acercarse a la iglesia. El pastor –don Jorge, respetable señor canoso con alguna remota ascendencia alemana, vecino de toda la vida en el barrio– tampoco conocía mucho acerca de la hermana Mónica. No era ella de esas personas con un halo misterioso a su alrededor; tampoco llamaba la atención por alguna cosa en especial –su belleza, o su fealdad, su bondad o su maldad–. No; simplemente tenía un no sé qué en su presencia que, aún a su pesar, destacaba.

En la celebración del culto era particularmente entusiasta; pero no mística sino emotiva, conmovedora. Casi podía decirse que en todo lo suyo había algo de sensual. Sus movimientos, sus más inadvertidos gestos, la forma en que cruzaba las piernas: todo tenía un toque que no se correspondía con el de las otras mujeres que frecuentaban el templo. Lo cual no llegaba a ser motivo de especial preocupación, al menos para los varones asistentes. Y si bien no se podía desconocer esa sensualidad, esa exaltación que despertaba, nunca a nadie se le hubiera ocurrido asociar todo eso con algo «demoníaco» –actitud tan típica entre la población evangélica, por otro lado–.

El pastor Jorge, a su manera, la apreciaba. Había un tácito sobreentendido –con el pastor, con los demás hermanos y hermanas– acerca de su vida personal: de eso no se hablaba.

La hermana Mónica se había acercado a la iglesia unos meses atrás. No obstante habitar en las cercanías del templo, a unas pocas cuadras, no se la veía frecuentemente por la zona. Vivía sola, en una modesta casucha de madera. Nada había en sus hábitos que pudiera llamar la atención; nada especial, como tantas otras mujeres que trabajaban fuera de su casa. Salía temprano, decentemente arreglada y mochila al hombro, para volver al atardecer, con cara cansada, dirigiéndose directamente al «Camino del Señor».

Pero definitivamente había algo «distinto» en ella. A veces, con bastante frecuencia, luego del servicio buscaba generar una conversación con algunos miembros del grupo. Por lo general se dirigía al pastor y a los varones más viejos, que eran los de mayor antigüedad en la iglesia. Raramente participaban otras mujeres en esas discusiones. Estos encuentros, por la dirección que la hermana Mónica les imprimía, terminaban siendo una suerte de discusión teológica. Discusiones, claro está, a la altura de quienes intervenían: jornaleros, gente de escasa educación, más de uno de ellos analfabeto, pero no por eso menos intensas en emotividad, en ansias de develar los misterios planteados.

Siempre giraban en torno a cuestiones éticas: ¿qué es el bien y qué es el mal?, ¿qué es actuar correctamente?

En realidad no podía decirse que fueran discusiones en sentido estricto. La hermana Mónica se limitaba a lanzar la interrogación (limitaba: ¡como si eso fuera poco!), escuchando luego ansiosamente, quizá esperando una fórmula mágica, una palabra reveladora que le iluminara el camino.

–»Y si, supongamos, alguien mata a otra persona sin querer, ¿eso es pecado?»–, inquiría de pronto.

Había en sus preguntas una mezcla de ingenuidad y de malicia. Pero una malicia disfrazada que no se dejaba ver inmediatamente. A ninguno de sus interlocutores se le ocurrían «malvadas» aquellas dudas. Quizá exageradas, obsesivas si se quiere, pero de ningún modo pérfidas. Tal vez para la misma Mónica aquello no tenía nada de malicioso; sin embargo había un algo indecible que para algunos –el pastor en ciertas ocasiones– resultaba escandaloso.

–»Por ejemplo: yo no quería hacerlo. Pero me vi obligada. Eso no está mal, ¿no es cierto? Si una hace algo malo porque la fuerzan, ¿qué culpa tiene? ¿O Dios no perdona en ese caso?»–.

Algunos de los hermanos –porque eran sólo los varones quienes respondían a sus requerimientos ético-teológicos–, cansados de esas indagaciones en general inconducentes, o quizá asustados por lo que todo esto despertaba («¿a quién se le pueden ocurrir estas barbaridades: si un bebé tiene o no alma, si una mujer violada tiene más derechos que una no violada?») comenzaban ya a eludir a Mónica.

–»Hermano Jacinto, le quería preguntar algo»–, comenzó Mónica en la puerta del templo cuando ya casi todos se habían retirado.

–»Sí, hermana, pero que no sea muy complicado. Usted sabe… yo no soy muy letrado»–, se defendió aquel humilde mecánico de cara curtida y manos callosas.

–»¿Qué se les debe hacer a las prostitutas?»–, sorprendió la hermana Mónica en tono suave, con una sonrisa inocente.

–»¿Hacerles…? Bueno, creo que hay que… ¿corregirlas? Sí, eso. Hay que corregirlas. Llevarles la palabra del Señor»–.

–»¿Pero es malo ser prostituta?»–, terció Mónica con seriedad.

–»¡Qué pregunta, hermana! Es que eso…, eso es pecado, porque eso no está bien. ¿No se acuerda lo que dijo el pastor los otros días?»–. El nerviosismo comenzó a invadir a Jacinto, más aún por encontrarse solo y verse llevado a un campo en el que se sentía sobre arenas movedizas.

–»Usted es varón. ¿Nunca visitó una?»– comentó Mónica con pasmosa naturalidad.

–»Mire, hermana, la verdad que no me parece bien que usted ande preguntado esas cosas, y por favor no se ofenda»–.

–»Si yo no me ofendo; simplemente querría que me conteste lo que le pregunté. ¿Fue o no fue, hermano?»–. Jacinto se ponía cada vez más tembloroso, en tanto la hermana Mónica –quizá a causa de ese nerviosismo justamente– ganaba en aplomo.

El rojo invadió la cara del mecánico. Desconcertado, no pudiendo ya contenerse y con una voz que pretendía no ser un grito, pero que terminó siéndolo, espetó: –»¿Y para qué demonios quiere saber eso, hermana?»–.

–»¿Será que fue, entonces? Pero creo que no es tan malo, después de todo. Mire, hermano, y por favor no lo repita: creo que hasta el pastor Jorge fue alguna vez»–.

–»¡Por Dios, hermana! ¿De dónde saca eso?»–.

–»Bueno, no importa; pero no me contestó lo que le pregunté antes»–.

Fría, impenetrable, casi gozando ante la perturbación de su interlocutor, continuó: –»No sé por qué a los varones les da vergüenza reconocer que a veces van con prostitutas. Y si eso es lo más normal del mundo, todos lo saben. ¿De qué vivirían si no las pobres?»–.

La lógica desplegada por la hermana no admitía réplicas. Cuando la escena ya parecía llegar a límites que Jacinto no soportaría, llegó el pastor invitándolos a ir saliendo del templo.

–»Hermanos, ya va siendo hora de irnos; o acaso, hermana, ¿está muy entretenida hoy con sus reflexiones?»–.

Para Jacinto esa llegada fue providencial; para Mónica, intrascendente.

–»Bueno, hermano: otro día me lo contesta»–, y así dio por terminado el encuentro.

Los tres salieron juntos del templo. Jacinto vivía aproximadamente en la misma dirección que la hermana Mónica, pero era evidente que quería evitar a toda costa caminar junto a ella. El pastor notó su nerviosismo.

–»¿Algún problema, hermano?»–, preguntó.

–»No, no… ninguno»–, respondió atropelladamente Jacinto.

–»¿Sabe lo que pasa, pastor? Es que le estaba haciendo algunas preguntas al hermano Jacinto, y creo que… no sabía muy bien qué decirme. ¿Usted que piensa, pastor: las prostitutas tienen el perdón de Dios?»–.

Jacinto pareció respirar tranquilo.

–»¡Otra veces con sus indagaciones filosóficas, hermana! En verdad que usted es complicada; pero sí, Dios misericordioso y todopoderoso perdona a todo aquel que se arrepiente»–.

–»¿Y de qué tiene que arrepentirse una mujer que trabaja como prostituta? Porque tal vez hace eso pues no sabe hacer otra cosa, ¿o es pecado ser prostituta, pastor?»–, razonó Mónica.

La forma en que la hermana inquiría y la solidez de los argumentos presentados dejaba pasmados a sus interlocutores. El pastor Jorge, tal vez en otras circunstancias, hubiese respondido con dulzura. Pero ahora, viniendo la pregunta de quien venía, y sintiéndose conmovido más en lo personal que en los asuntos de fe, dijo tajante: –»¡Hermana… no sé a dónde quiere llegar con todo esto!»–.

–»Mire pastor, en realidad yo ni sé a dónde quiero llegar. Simplemente lo pregunto porque me intriga. ¿Y saben qué pensaba además?»–, agregó con ingenuidad: –»es una duda que siempre he tenido: Jesús, que era varón, ¿habrá visitado alguna vez una ramera?»–.

Los rostros de los dos hombres se contrajeron. Se hizo un tenso silencio, que podría haber durado una eternidad, quebrado finalmente por el pastor, que agregó con aire paternal:

–»Bueno, mejor nos vamos todos que ya es tarde, ¿no les parece?»–.

–»¡Sí, sí… vayámonos!»–, agregó enfático Jacinto, aún tembloroso.

Situaciones como ésas no eran raras con Mónica; al contrario: pensar en ella era casi sinónimo de ese tipo de experiencias.

Un día de tantos, el hijo mayor del hermano Jacinto –muchacho veinteañero, robusto y bien parecido que concurría muy esporádicamente al templo– se dirigió a su padre con tono entre serio e infantil:

–»Papá, tengo que contarle algo… pero, usted no me tiene que regañar, ¿de acuerdo?»–, comenzó tímidamente José.

–»Bueno, adelante. ¿Pero por qué tanto misterio?»–, se apuró a responder Jacinto, limpiándose la grasa de las manos.

–»Es que… ¿vio la hermana Mónica, ésa que va siempre al culto? Bueno, parece que es mujer de mala vida»– dijo el muchacho no sin cierta vergüenza.

–»¿Y cómo es que tú sabes eso?»–, preguntó sorprendido el padre.

–»Bueno…, las cosas siempre se van sabiendo»–.

–»¿A qué te refieres? ¿Por qué de mala vida? ¿Qué es lo que hace?»–.

Algo incómodo, un poco sorprendido por esa pregunta, no supo bien cómo continuar. Ante esta reacción, su padre lo alentó a hablar:

–»¿Será que quieres decir… que es prostituta?»–.

–»Sí, papá»–, se limitó a responder José, algo turbado.

–»Y bueno»– agregó el hermano Jacinto, –»tú sabrás lo que dices. Pero yo no puedo decir nada de ella. Lo único, que es muy preguntona. Aunque ahora que recuerdo, los otros días me insistía sobre qué pensaba yo de las pu… digo, de las prostitutas»–.

–»¿Y qué le contestó usted, papá?»– se alegró José, pasando del rubor a la curiosidad.

–»Uy, no empieces tú también con preguntas, por favor»–.

José, honesto y trabajador muchacho de barrio, sin novia, no terminaba de ingresar plenamente en la iglesia protestante. Iba a veces, más por complacer a sus padres que por propia convicción. Como tantos jóvenes de similar condición con los que se movía a diario, había crecido en la tradición católica, habiendo sido testigo del cambio que se operaba en la creencia de sus padres en los últimos años, quienes –como tantos otros– habían pasado a abrazar recientemente el culto evangélico.

Sin ser entonces un convencido en los asuntos de fe se permitía ciertas licencias que, de saberlo el pastor, seguramente le recriminaría. A veces, de tanto en tanto, bebía con sus amigos. Bailaba, y en ocasiones –bastante esporádicamente– iba a prostíbulos.

Cuando salía en tren de diversión, y más aún cuando quería visitar «casas de citas» –nombre que le provocaba gracia a José: ¿a quién se citaba ahí?– lo hacía lejos de su barrio.

Unas tres semanas atrás había conocido un lugar, al que lo llevaron, que le llamó especialmente la atención. Era en el otro extremo de la ciudad. Se trataba de un agradable localcito, un café-internet y casa del libro, pero en el que también se «daban citas». Citas amorosas, claro.

Combinación particular: una cosa no quitaba la otra, y todo hecho con elegancia, con un estilo atractivo. A José lo fascinó. Tanto, que decidió volver.

Había estado una noche, pero le dijeron que atendían todo el día; por tanto quiso ir una mañana. Con cualquier excusa un martes no fue al taller de mecánica en que trabajaba –que no era el de su padre– y, solo, se fue al lugar en cuestión. Emocionado por el ámbito de picardía, de travesura en que se sentía mover, José se ufanaba de hacer en plena luz del día algo que asociaba casi invariablemente con la noche. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio a la hermana Mónica en la casa. Ninguno de los dos se dirigió la palabra; incluso hicieron como que no se habían reconocido. Pero fue evidente que ambos sabían uno del otro.

José no sabía si debía contar el episodio; le provocaba una sensación de vergüenza muy particular. Pero finalmente se lo comentó a Miguel, su mejor amigo, quien no era evangélico y jamás había concurrido al «Camino del Señor». Al contárselo más grande aún fue su sorpresa: Miguel ya había ido varias veces con la hermana Mónica –que en aquel contexto no era conocida por «hermana» precisamente. Pero la sorpresa no terminaba ahí; lo llamativo era que, a solicitud de ella misma, no usaba ninguna medida de protección al tener relaciones sexuales.

Esto había sido muy raro para Miguel. Como casi todos los jóvenes de aquellas barriadas, y más que José, era asiduo visitante de lupanares; con todas las trabajadoras del sexo con quienes se había encontrado, en todos los casos la primera exigencia por parte de ellas era el uso de preservativo. Miguel ya estaba acostumbrado a eso, encontrándolo absolutamente natural. Es más, teniendo alguna idea –no mucha– sobre enfermedades de transmisión sexual, y fundamentalmente sobre el SIDA, le parecía necesario tomar ese tipo de recaudos.

Por este motivo fue que quedó sorprendido cuando la misma Mónica –casi con un tono de exigencia– le hizo saber que no usarían condón. En la primera ocasión Miguel aceptó de buen grado; quizá por el ancestral machismo heredado, esas cosas confusas y nunca puestas como tema de autocrítica en las cabezas masculinas, hasta le pareció fantástico.

Pero en una segunda oportunidad –y de hecho fueron varias más– la angustia comenzó a carcomerlo, a tal punto que para las siguientes visitas él mismo forzó a usar protección. Mónica terminó por aceptar, aunque no muy a gusto.

–»Es raro, ¿no es cierto?»– compartía Miguel su reflexión con José. –»Si todas las putas se cuidan, y hoy día con eso del SIDA más todavía… ¿por qué será que ésta no lo hace?»–.

Luego de haber aceptado aquella primera vez una relación sin medidas de seguridad, Miguel quedó profundamente preocupado; tanto que decidió hacerse una prueba para determinar si era portador de VIH. Para su tranquilidad, no estaba infectado. Pero la duda lo seguía carcomiendo. –»¿Por qué hacía eso la tal «hermana» Mónica?»–.

Las revelaciones de José a su padre no llegaron a estos detalles; solamente se limitó a comentarle que la compañera de culto también ejercía la prostitución.

Un día cualquiera de semana, Josefa, la promotora de una organización de apoyo a trabajadoras del sexo y personas contagiadas con VIH, haciendo su recorrido de rutina por prostíbulos y áreas «rojas» de la ciudad, se encontró con Mónica.

–»Hola, Mónica, ¿cómo van tus cosas?»–, preguntó sonriente.

–»Aquí andamos, jodiendo gente»–, fue la respuesta agria y cortante.

–»¿Jodiendo gente…? Pero ¿a qué te refieres?»–.

–»Bueno, a mi me jodieron, me pegaron el SIDA… Entonces ahora yo jodo a otros»–.

–»Sigo sin entenderte, Mónica»– confesó sorprendida Josefa con sus folletos sobre protección de enfermedades venéreas en la mano. –»¿Cómo que jodiendo gente?»–.

–»Pues sí, mujer. Hace unos meses ustedes mismos me dieron la noticia que me había contagiado con esa babosada del SIDA, ¿o no fue eso lo que me dijeron? Y de ahí que me fui con los evangélicos, desesperada como estaba»–, dijo lentamente Mónica, con aire calmo.

–»¿Que nosotros te dijimos eso…? ¡No! ¿De dónde sacaste ese disparate?»–, increpó alarmada la promotora.

–»Pero si fueron ustedes los que vinieron vez pasada a darme la noticia»– agregó Mónica, dicho lo cual su expresión comenzó a transfigurarse.

–»¡Madre de Dios, querida mía!, si nosotros jamás te hemos hecho un examen. ¿Te tomamos sangre alguna vez acaso?»–.

–»No…»–, balbuceó Mónica, confusa, sintiendo que algo terrible comenzaba a consumarse.

–»¿Entonces de dónde sacas que tienes SIDA? ¿Alguien te hizo una prueba alguna vez, fuiste a un hospital, te dieron algún resultado?»–, preguntaba Josefa apremiante, autoritaria.

–»No, pero…–» La expresión que iba tomando Mónica era desesperante.

–»¡Cuatro meses de estar cogiendo sin cuidarme, y ahora me dicen que no tenía SIDA! ¿Por qué, por qué? ¡Muéranse todos! ¡Muéranse!»–.

–»La que se va a morir eres tú si continúas en esto»– dijo la promotora.

No sin resistencias de sus padres, José finalmente terminó casándose con la hermana Mónica. Al igual que Jacinto, su progenitor, o más que él, se hizo un fervoroso evangélico. Mónica dejó la prostitución.

Con diferencia de seis meses murieron uno y el otro, ambos con SIDA. La niña que dejaron, que por rarezas de la biología no nació infectada, ahora la cuidan Jacinto y su esposa. La llevan todos los días al «Camino del Señor». Con su corta edad Mónica ya canta los himnos de alabanza para alegría de sus abuelos y regocijo de los hermanos. El pastor Jorge está encantado con ella.

Marcelo Colussi escribe desde Guatemala.

 

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