Por Inmaculada Calderón
En este frío mes de febrero, en el que todavía las tardes son cortas y las temperaturas no animan mucho a salir, a tenor de todos los artículos que en los diversos medios, especializados o generalistas, han aparecido con motivo del bicentenario del nacimiento del gran novelista inglés Charles Dickens, he vuelto a revivir con nitidez una escena que andaba perdida en los recovecos de mi memoria.
Sucedió una tarde muy parecida a estas en pleno invierno, a la vuelta del colegio. Estaba sentada en la sala de casa de mi abuela con un libro entre las manos y el corazón encogido.
Las desventuras de su protagonista, un pequeño huérfano, habían llegado a tocar mi fibra sensible y, al mismo tiempo, no podían dejar de despertar mi rabia. Sin embargo, lejos de querer cerrar aquel viejo volumen y devolverlo a su estantería, mis ojos no se despegaban de sus renglones mientras devoraba con avidez páginas y capítulos.
Oliver Twits había logrado lo que sólo una obra maestra puede conseguir: conmover a la vez que interesar a la jovencísima lectora que yo era, descubriéndome al mismo tiempo una dura realidad a la que una niña criada por una amorosa familia era completamente ajena: la sordidez de la explotación infantil.
Con ese es el fascinante poder que poseen los clásicos, que son un polo de atracción que no desgasta con el tiempo su capacidad para seducir a lectores de cualquier edad, los cuentos y novelas de Charles Dickens, escritos en origen para captar la atención de un público adulto que esperaba con impaciencia las sucesivas entregas, reúnen también todos los requisitos necesarios para que niños y jóvenes se conviertan en sus receptores, por más que no fueran sus originales destinatarios.
Tenía Charles Dickens una especial habilidad para plasmar y transmitir los sentimientos infantiles así como la sensación de rechazo y desamparo. Los niños viven en un mundo de adultos que los engulle y ante el que no pueden reaccionar, ya que les es incomprensible, sintiéndose ellos mismos incomprendidos.
Esto hace que sus novelas y relatos calen de manera especial en los más jóvenes, quienes, salvando las distancias, pueden, en un ejercicio de refracción, identificar su propia perplejidad en la de los personajes, y despertar una espontánea empatía con su desfavorecida situación.
Para niños y jóvenes que afortunadamente no padecen las condiciones de vida de un Oliver, o de David o Pip, estas novelas suponen un acercamiento a una realidad, la de la explotación infantil, que por desgracia todavía está presente en muchos rincones del planeta, pero al mismo tiempo, ese acercamiento tiene lugar por medio de unas historias magistralmente narradas que les enredarán y atraparán su atención hasta la resolución final de la trama.
Por otra parte, en los relatos de nuestro autor los protagonistas, muchos de ellos seres desvalidos y víctimas inocentes de una situación de injusticia estructural, tras pasar por dolorosos avatares que incluyen el abandono y la explotación, la utilización y la miseria, salen adelante con su esfuerzo y consiguen regularizar su vida al lado de buenas personas, alejados de aquellos que representaban la maldad y la opresión, quienes generalmente también obtienen su merecido.
Como ningún hilo narrativo suele quedar en suspenso, el seguimiento de estas tramas supone para el lector un ejercicio de catarsis muy apropiado para niños y jóvenes que ven en el texto reflejadas y colmadas sus aspiraciones de justicia, como en Grandes esperanzas, David Copperfield o el antes mencionado Oliver Twist.
La rabia y la tristeza que embargan en los primeros momentos a los lectores se ven compensadas con finales felices en los que la fortuna se encarga de resarcir con creces a los personajes.
Mas no sólo encontramos en la fecunda producción del novelista inglés obras que reflejan la crudeza de la naciente sociedad industrial, sino que también hay otras con las que chicos y chicas pueden pasar divertidos ratos, como Los papeles póstumos del Club Pickwick en la que, con una técnica muy similar a la de los actuales cómics (situaciones disparatadas, comicidad, retrato caricaturesco de los personajes y recreación en los pequeños detalles), narra el autor extravagantes aventuras contadas con una vivacidad y un dinamismo que no da lugar al aburrimiento; o el conocidísimo cuento, versionado en infinidad películas y animaciones, Canción de Navidad, en el que por medio del artificio retórico del espectro y los saltos temporales el avaro Scrooge se transforma en un ser generoso y amable. Estas obras pueden constituir una muy recomendable sugerencia para niños y adolescentes.
Nunca está de más que las jóvenes generaciones se acerquen a autores que ya podemos considerar clásicos, claro está que este acercamiento debe llevarse a cabo de una forma que sea grata y amena a este tipo de público, buscando aquellos textos que mejor puedan conectar con su sensibilidad.
Y no cabe duda que con los de Charles Dickens pueden establecer ese diálogo interactivo que hace que el lector se sienta partícipe de la obra, pero en algunos casos, sobre todo en edades más tempranas, será necesario realizar una labor de adaptación del texto para acercarlo a su nivel de comprensión.
Sin embargo, estoy convencida de que los adolescentes pueden disfrutar el placer de la versión original, y que incluso sería divertido hacérsela llegar del mismo modo en que los contemporáneos del autor tenían acceso a sus novelas: por entregas, dejándoles con la miel en los labios, enganchados a la espera de un nuevo capítulo.
Todo esto, complementado con el manejo de versiones adaptadas a otros formatos como películas, cómics o incluso videojuegos, hará que niños y jóvenes descubran los valores, literarios y humanos, que encierra la producción de un autor que goza de plena vigencia en nuestros días.
A buen seguro que Dickens, que ya realizó en su tiempo una gira por los Estados Unidos haciendo lo que hoy llamamos “animación a la lectura”, estaría feliz de ver cómo sus personajes cobran vida en la imaginación de los jóvenes del siglo XXI.
Inmaculada Calderón escribe desde España.
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