Por Beatriz Paganini
Un día de febrero de 1937, GIULIANO, soldadito italiano de 18 años, entró con sus camaradas, desde Italia y pisó el suelo de España por la ruta de la costa marítima que unía Almería con Málaga.
La orden era MATAR.
Sólo MATAR.
Sin explicaciones ni motivaciones porque al soldado raso no había que explicarle nada de nada.
En la guerra, como todas las guerras, ganaba el más poderoso y bruto aunque el perdedor fuera el legítimo dueño de su razón, su suelo y su patria.
La primera vez, que fue de noche, él y sus camaradas tiraron cuando aparecían los bultos oscuros, negros.
Tiraron toda la noche porque en la guerra si no “matás, te matan”.
Al amanecer, tanto él como sus camaradas comprobaron que los “peligrosos enemigos” sólo era un compacto de seres humanos integrado, únicamente, por mujeres, niños y ancianos. Totalmente mezclados, a veces, entre carros, perros, burros o caballos.
El espanto posterior sería peor que el primer espanto porque ya no era la noche oscura, ahora se veían las personas entre los bultos desdibujados.
Pero debieron seguir con la orden: MATAR.
Y SEGUIR MATANDO, en los días sucesivos, a esos fugitivos desesperados PERSEGUIDOS por el ejército levantado en armas contra el gobierno constituido de la República Española.
La marcha de civiles españoles venía huyendo de Málaga hacia Almería haciendo el trayecto inverso al ejército italiano que contaba con la “ayuda” de la marina española sublevada y, a la cual se le sumó el Graff Spee alemán.
De aquellas jornadas aterradoras, GIULIANO recuerda, la figura del doctor Norman Bethune que se le presenta reiterada, como aquella noche cuando de pronto, se encontró en un destartalado camión transformado en ambulancia, apenas alumbrado con rústicos faroles y de un lado los soldados y del otro los que huían.
Pero todo cambió, como cuando se confunden los personajes en el teatro y de pronto los del coro se mezclan trasladándose de un lugar a otro del escenario.
Sólo tiene presente que estaba viendo con ojos azorados como ese médico heroico daba órdenes y todos le obedecían buscando fuego, agua o ayudando a levantar heridos.
No importaba de cual bando fueran.
Había que ayudarlos.
¡De repente un llanto!
Un grito: ¡Es una niña!
Otro grito: ¡Una bambina!
La enfermera que corriendo se acerca a Giuliano, dándole un bulto envuelto con trapos, al mismo tiempo que le dice:
– ¡Tómala!
Y Giuliano que la mira confundido.
Y la enfermera que le exige:
– ¡Tenla por el amor de Dios que el doctor ahora debe sacarle las balas a la madre!
Pasaron años…
Con el tiempo, Giuliano se dio cuenta que, sin llegar a ser una obsesión, tenía la necesidad de saber sobre los posibles sobrevivientes de aquella nefasta, inútil e inhumana masacre.
Se preguntaba cuando amagaba la tristeza:
– ¿E perché non mi vedro´ con miei propri occhi?
– ¿Y por qué no me voy a ver con mis propios ojos?
Corriendo el año 1951, recibió el llamado insistente, desde Argentina, de su tío Enrique para que se uniera a la empresa de construcción que había levantado en ese país.
Constantemente su tío no sólo se lo pedía en las cartas sino que le mandaba fotos de las obras en construcción de su empresa y recortes periodísticos que mostraban el surgimiento de ese país tan joven y virgen de toda guerra:
“Giuliano mio, io ti offro questo meraviglioso paese! L’amerai come la tua seconda patria”
“Giuliano mío, yo te ofrezco este maravilloso país, lo amarás como tu segunda patria”.
Por aquella época en Argentina, el Banco Hipotecario Nacional otorgaba créditos para viviendas a empleados públicos, maestros y particulares pertenecientes a la clase media surgente. Es decir hijos de inmigrantes que habían estudiado y tenían trabajos que les permitieron aflorar a esa clase que se transformaba en mayoritaria dentro de la nueva burguesía argentina.
Esta medida socio-económicas provocó un floreciente desarrollo económico y social en el gobierno de Perón, aunque, lamentablemente su tendencia fascista empezaba a manifestarse en desmedro de la democracia.
Ya para Giuliano, habían pasado dieciocho años, y terminado el horror de Mussolini, a quien se lo hicieron pagar con su misma vida al final de la guerra.
Pero, no era así en España.
Porque aún se sufría la garra sangrienta, vengativa del dictador Francisco Franco por la gracia de Dios y del Vaticano.
Ya no había vestigios de la Santa Inquisición de la Iglesia pero reinaba la Inquisición política – religiosa con todos sus privilegios.
El Generalísimo y sus huestes estaban preparando otra monarquía a su gusto y medida.
La derecha sabía que, luego de la muerte de Franco, sólo reinstalando una nueva monarquía se lograría conservar todos los privilegios que ahora tenían los militares, la burguesía enriquecida, la nobleza tradicional y el clero.
En Italia, su patria, Giuliano superó el horror de la guerra, reintegrándose a la vida civil.
Un domingo, paseando por la acera de la Madonna del Orto, miraba distraído como “mirando sin ver”, tal cual es la mirada del caminante que disfruta su paseo sin rumbo prefijado.
Sorpresivamente, un rostro en un cartel impreso expuesto en una vidriera, lo impactó.
Se detuvo, ante la foto de un rostro conocido. Y leyó:
“EL CRIMEN DE LA CARRETERA MÁLAGA-ALMERÍA”.
La verídica intervención del doctor Norman Bethune, que se desplazó expresamente desde Valencia hacia Málaga con su unidad de transfusión de sangre para socorrer a la población civil que estaba siendo masacrada. Durante tres días él y sus ayudantes Hazen Sise y Thomas Worsley socorrieron a los heridos y ayudaron en el traslado de refugiados hacia la capital almeriense.
Quedó sacudido como si una descarga eléctrica lo hubiera tocado.
Se paró hipnotizado.
Sorprendido.
Volvió a mirar fijamente.
Era el noble rostro del médico que diariamente en medio de la guerra, les dió lecciones de heroísmo a él y a todo su batallón en las negras, tristes y salvajes jornadas de la carretera española.
Entró en la librería y compró el libro.
Volvió urgente a su casa, ávido de leer, saber, conocer.
Lo leyó casi sin interrupción.
Hubo frases que lo sacudieron emocionalmente:
“¿Cómo podíamos elegir entre llevarnos a un niño muriéndose de disentería o entre una madre que nos contemplaba silenciosamente con los ojos hundidos llevando contra su pecho a un niño nacido en la carretera hacía dos días?”
“Decidimos vaciar la ambulancia de todo su valioso contenido para crear espacio libre, y llevarnos primero a los niños y a las madres, pero luego la separación entre padre e hijo, marido y mujer se hizo demasiado cruel para poder soportarla. Acabamos por llevarnos a las familias con mayor número de hijos pequeños, y a los niños solitarios de los que había centenares, sin padres. Llevábamos a treinta o cuarenta personas en cada viaje durante tres días sucesivos a Almería, al Hospital del Socorro Rojo internacional, donde recibían cuidados médicos, comida y ropa.”
Leer, lo impactó hasta las lágrimas porque lo transportó a la realidad que había vivido, participado y, lo peor: matado.
Sí, él había matado, aunque jamás vio los rostros, su batallón había matado porque esa era la orden.
Ellos, los italianos, por tierra y, por agua la armada española con los barcos sublevados en el Puerto Mediterráneo.
En otras páginas leyó:
“La calle parecía una verdadera carnicería, llena de muertos y de moribundos, alumbrada solamente por el resplandor anaranjado de los edificios en llamas. En la obscuridad, los lamentos de los niños heridos, los chillidos de las madres agonizantes, las maldiciones de los hombres, iban elevándose en un solo grito masivo, alcanzando un tono de intolerable intensidad”
Leyó, la pregunta que se formuló este valiente médico:
“Ahora bien, ¿cuál era el crimen que esta indefensa población civil había cometido para ser asesinados de este modo tan sangriento? Su único crimen era que habían votado para elegir un Gobierno de personas encargadas de la más moderada mitigación de la abrumadora carga de siglos de codicia capitalista.”
Giuliano se dio cuenta que si hasta ése momento el había sido el convidado de piedra, tal como son todos los soldados del mundo en las guerras, ahora debía volver, conocer, limpiar sus recuerdos y su conciencia.
Entonces Giuliano se dijo:
– ¡Certo andró in Argentina, ma prima passo per ALMERÍA!
– ¡Por supuesto, voy a ir a la Argentina, pero primero paso por ALMERÍA!
Pisando ya, el suelo español, Giuliano revivió la jornada de aquella noche que marcó a fuego sus sentimientos juveniles, como un antes y un después del despertar la conciencia puesta en situación límite o extrema.
En su caso fue la circunstancia en sí misma que lo puso como un peón en el tablero de ajedrez, porque él era sólo eso un soldadito o peoncito de ajedrez, no obstante lo cual, fue vitalmente importante.
Y, ahora, a dieciocho años de aquella jornada que motiva su viaje y su recuerdo recurrente, está paseando bajo el brillante sol almeriense que lo baña generoso con su luz y su calor.
Los malvones florecidos alegraban con sus colores las ventanas que, abiertas, dejaban salir los vapores de los cocidos de verduras, patatas, garbanzos y tocino que ya se estaban cocinando al mediodía, mezclados con el aroma de los gazpachos.
Niños corriendo por las calles.
– ¡Que te llama madre Juanito!
– ¡Y, acuérdate del pan, Dolores!
Seguía caminando, apreciando la vida cotidiana de un día cualquiera de paz. Nada que ver con las negras noches de febrero de 1937.
Se detiene escuchando la canción que se cuela por una ventana.
Na te debo
Na te pido
Me voy de tu vera
Orvídame ya
No te engaño
Quiero a otra
No creas por eso que te traicioné
No cayó en mis brazos
Fue el único beso
Que yo no pagué.
na te pido
Na me llevo
En estas paredes dejo sepultá
Penas y alegrías
Que te he dao y me diste
Bien pagá
te llaman la bien pagá
porque tus besos compré
y a mí te supiste dá
por un puñao de parné
bien pagá, bien pagá
bien pagá fuistes mujé
No te engaño
quiero a otra
no pienses por eso
que yo te engañé
no caí en sus brazos
le di solo un beso
el único beso
que yo no pagué
Bien pagá
te llaman la bien pagá
porque tus besos compré
y a mí me supiste dar
por un puñao de parné
bien pagá, bien pagá
bien pagá fuiste mujé
El brusco silencio, al terminar la canción, lo decide y golpea en la puerta que tiene delante suyo.
Luego de unos minutos, esta se abre y un par de ojos negros lo miran inquisidores.
– Sí, buenos días, usted dirá señó.
– Signorina io sono Giuliano e venivo….venivo per……
– Señorita yo soy Giuliano y vengo…..vengo por…
– La hermosa hembra que le había abierto la puerta, lo interrumpió…
– ¡Marcelo! ¡Vente aquí que ha llegao un paisano tuyo!
– Ella se llamaba Carmen.
Ella había nacido en la carretera entre Málaga y Almería.
Ella había llorado por primera vez una noche de febrero en el 37 y él también había llorado cuando la enfermera fortuitamente se la puso en sus brazos.
Dieciocho años después, se vieron cara a cara, pero el destino ya los había marcado aquella noche, en la carretera de Málaga, dado que algo más noble había podido ser posible gracias a un médico canadiense llamado NORMAN BETHUNE quién hiciera más por la Humanidad que Mussolini, Hitler y Franco juntos con las inequidades de sus putas guerras.
Beatriz Paganini escribe desde Santa Fe, Argentina.
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