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› Por El Lector Americano
(Burke, 18 de febrero de 2025)
Me levanto, despierto y ando… y me pregunto: ¿Qué temperatura hay afuera? ¿Qué hora es? ¿Qué día es? ¿Llegó fin de año? Me levanto y me respondo tonterías…. cada vez más apurado por saber si tiene sentido pensar en el tiempo futuro -súper infradotado- que nos empuja a pensar en estos tiempos de cambios, a lo grande, en un país cada vez más pequeño y meridiano. También asustados por evadir sentirnos cada vez más chiquitos. El tema, hoy, ayer, mañana miércoles, es qué vivimos en un limbo —Estado-Nación— que nos obliga a preguntarnos qué pasara mañana. A qué velocidad nos volteará una ráfaga de los nuevos aires, en el que más de uno se quejará de que no entiende nada, de todo y los detalles de la velocidad de las cosas. Todo siempre variable e impredecible yendo de atrás para adelante, y otra vez después.
Y todos se preguntan si he sido yo el que olvidó primero. Si todo lo que cuento fue así en realidad. Y, uno, nosotros, y otro cada vez más desunido, parece más pegados a la crisis del viaje del tiempo, a los que veo aquí en Virginia, que parecen ya no saben en qué país de Alicia de las maravillas están viviendo. Y claro, ahora sabemos que debemos tener a mano una fianza, porque con el futuro nunca se sabe; aunque el pasado siempre conoció el desmadre, la verdad nadie se quiere recordar. De proyectos de futuro, de que algo extraño está pasando aquí en Burke, en Virginia, y en el resto del país antes de que los patos de primavera vuelvan de su vuelo invernal.
Entonces, con todo estas contradicciones espacio-temporal, de un pasado relanzado como suerte «del futuro ya llegó» que mira para atrás, y que no es ciencia ficción, que desglosa literatura para ablandar la cosa. Y es que en el pasado, como lo entendió Isaac Asimov en su epifanía: «Nuestro Tiempo Llegó”, lo degluta como algo que arrancó hace cuatro mil años en Grecia y se extendió rápidamente ayer mismo por Miami, o Disney Word. Claro, nada que ver como Paul Auster, historia del narrador y el narrador, que entendió el tiempo como parte del presente y el azar. O cierto pasado, según Ernest Hemingway, que dijo que nunca el tiempo está muerto porque siempre está presente. Y en el extremo ulterior, me topo con Marcel Proust, quien define al tiempo que: «no es tiempo perdido sino siempre un acervo del presente para adelante”.
Y a los ciudadanos de a pie, nos queda: «simplemente no creer en el tiempo», para movernos allí donde todos nos sentimos en casa agregando que, «el futuro nunca fue cierto, colectiva e individualmente, fue solo azar que se mueve, y que solito elige un pensamiento mejor”, y un pasado que no era tan bueno, ni tan tan poco, donde las demandas estarían mejor bronceadas en un futuro utópico pero sin utopía.
Con este futuro, según los medios de comunicación, el presente Es, lo que pasa está mal distribuido en horas. Algo así como decía los padres de la Iglesia, que siempre entendieron el tiempo como construcciones mentales para no perder el horizonte y la razón.
¿Todo tiempo pasado fue mejor? No sé, pero muchas personas, demasiadas, dicen siempre que no.
Y entonces, entre incendios Californianos, calores bestiales en Río de Janeiro, temblores en Grecia y helicópteros estrellados en DC, las visiones de una paz extraña en Ucrania e Israel, muy sin nada de culpas (¿otra vez fuga espacio-temporal?) y el mito de un gobierno planetario. O esos deshielos en el ártico norte, con osos polares cayéndose al agua, y gallinas con aviar o un nuevo meteoro que nos hará de goma —con el Cometa Halley nunca pasó nada—. Y parece que el año 2032 no habrá clases. O esos documentales que son redes sociales que sé lo que son. Que hablan del futuro y poco del pasado, porque dejaron de jugar con el tiempo que al final siempre resultó ser cíclico. Por eso que cierta promesa, de cierto presidente planetario —con firma electrónica encriptada del recontra espionaje— que cuentan que desclasificará los archivos sobre la muerte otro Presidente Planetario, que empezó guerras antológicas, pero hoy es un Santo, más bueno que el pan.

Por eso mi esfuerzo que siempre uno tiene por conmemorar los treinta y cuatro años de la muerte de Freddy Mercury (1991, el año que se agenda como una suerte de Freddy es lo más, que celebran mejor los muchachos de Río de Janeiro, más curtidos y resistentes con los pantalones de cuero). Como si se tratase del principio de una victoria, y no el final de una larguísima derrota, el tiempo no tiene olvido.
Y con el avance de la Inteligencia Artificial (a veces generadas por des-inteligencia emocional) que re junta el saber del ayer para usarlo mal con los ignorantes del mañana. O como cierto multimillonario que le vendió al mundo la idea de una aldea, y ahora quiere comprarlo para llevárselo a Marte. O cierta prensa que dice que si “haces bien las matemáticas, estás te ayudarán para jubilarte a tiempo con ganancia». Como esas páginas de Instagram (¿vieron la de consejeros espirituales que hay?), que preguntan: «¿Por qué usted no baja de peso…o acaso le atormenta dejar la birra?». O como esa serie argentina «Envidiosa», una versión de amores que matan acompañada con ensalada de verdades verdaderas, como “Gente como uno», con Shirley MacLaine. O esas cumplidas predicciones astrológicas que están para cumplirse. O las visiones cósmicas, y vintage, de esos magnates del billete corto. Y, sí, ahora con 60 años, como nuevos 30: te da por trasnochar con desenfreno, del todo vale, y todo aquello inconfesable que —no del todo consciente ahora, y antes tampoco— parecen girar a ciertas revoluciones de vida centrifugando de preliminares revoluciones verde/oliva.
Y así, ante semejante vértigo y marea de musarañas, al final busco refugio en los documentales. De esos que comienzan con un orden crónico del tipo, ¿dónde naciste? Porque ese es el entorno del saber: el comienzo de todo es poder sentir con qué se sostiene un personaje para que, en verdad, sean los protagonistas los que cuenten. Por eso después leo, siempre a tiempo: a Stendhal y a Celine.

La novela de Stendhal —aventuras a cabalidad— es La Cartuja de Parma y transcurre en los nublados albores de la Revolución Francesa siguiendo -de lejos en el Tiempo– al libertino Celine, el de la bien empoderada como decadente Viaje al fin de la noche, tan parisina y atormentada por malparidos machos. Todos despechados mientras se deslizan por camas y salones de una depravada sociedad. Y, sí, atención: esos panfletos que condenan a un Celine algo fascista se parecen demasiado -en virulencia y contagio- a los tweets de hoy y ahora, en X o Twitter. Y el año 1775/1935 se parece directamente a este 2025. Y lo que en principio parecía proponerse como libro de acción histórica a novela de (malas) costumbres, luego se enrarecen con palabras fuera de tiempo y de lugar (el destaque fascista de Celine) y servicios de espionaje arcaicos en La Cartuja, y viajes de noche, y encuentros con un alienado gobierno que maneja un millonario ultra rico, muy rubio oxigenado.
Y después de leer a Stendhal, darte cuenta que el autor, una vez más, en su afiebrada costumbre, examina el pasado y sus circunstancias pero siempre se dirige a los lectores del futuro, tirando para el siglo XXI, para así definir a este autor a tiempo pero con destiempo.
Y así leyendo, me traspaso a Netflix y termino colgado en una serie de caza de nazis, Jaguar, que -a diferencia de las películas sobre la Segunda Guerra mundial- esta comienza con una sucesión interminable de búsqueda/venganza, casi un cortometraje en sí mismo, con múltiples déjà vu, donde de pronto alguien dice: «La única manera de garantizar a cierta gente un futuro mejor es darle un presente espantoso».
Y —vuelvo atrás— y llego hasta la tercera semana de enero de 2025, y de pronto me doy cuenta que el mundo Burke viene, semana tras semana, con mucha carga. Con mucha semana presente, y de ahí en más, solo nos resta buscarle la vuelta al tornillo para pasar lo mejor que se pueda este año.
Siempre en tiempo presente.
Y yo que me creía Jon Donson…