Una luz indómita en Virginia

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› Por El Lector Americano

(Burke, 6 de febrero de 2025)

Ya se hizo de noche, y estoy aquí… y pienso que curé mis heridas conociendo a muchas personas. Personas alegres, algunos fatuos, divertidas hasta el hartazgo, depresivas con luz propia, gente con pocas luces, y algunos detestables. Y con todos siempre tuve un punto de inflexión: siempre me confesaron un sueño, un deseo, un proyecto de vida, y una pena infinita. Con todos ellos siempre hilvané un poco con mi forma de ser.

Billy Wilder, el director de cine, cuando hablaba de su vida decía que se debía tener un decálogo personal para hacer historias. Que básicamente consistía en “no aburrir a los demás”, y ser sincero, incluso cuando no decías la verdad, y si lo hacías bien, mejor.

La vocación. Hay un día en que tu creces, y empiezas a decir: ¿qué pasa, dónde estoy, qué pasa en el mundo?. Y si estás rodeado de gente inteligente; o compartiendo la mesa con doce personas que hablaban de todo, y se escuchaban, pues bien, ahí un germen de ti.

Mi padre, atento a los detalles, y leyendo juntos el periódico, me preguntó: «¿Qué quieres ser cuando grande hijo?» Y yo le contesté: “Quiero hacer esto”… y apunté con mi dedo una página con varias columnas. “Ajá, me dijo mi padre, ¡Periodista!” … Luego me acarició la cabeza, y sus ojos se pusieron brillantes, y me pidió que le leyera una columna de noticias internacionales.

Una vez John Lennon dijo: ”a veces la vida ocurre mientras uno está ocupado haciendo ciertos planes”.

La autobiografía. Es difícil hablar mal de uno mismo cuando has hecho terapia psicológica: desde ese lugar aprendes a encontrar algo bueno desde lo malo. Como una autobiografía cruzada. Te ayuda, sobretodo si llevas afuera de tu país más de treinta años. También se llama catarsis, como cuando hacíamos un programa de radio de madrugada, La noche aprieta, donde contábamos historias de vida. También hablábamos de gente famosa, como de Omar Sharif o del nieto de León Tolstói. Hablábamos de cosas lindas por supuesto, de cómo es ser quién eres. Muchos años después, revisando la caja negra, te das cuenta que al final todas las historias que escuchaste y reconstruiste tienen la misma textura. Todas intentan, en vano, atrapar lo inasible de un sueño colectivo.

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Hacerse el vivo. A los veintidós años me curé una enfermedad que tenemos los latinoamericanos cuando no estamos en nuestra tierra: “hacernos los vivos”. Ser simpáticamente tramposos. Viviendo en Argentina 1986, perdí una libreta de identificación, sin la cual no podías hacer casi nada. Era una época de hiperinflación económica, de pos- dictadura asesina, entonces fui a una comisaría: “Mire, soy un estudiante, perdí mi libreta de identificación (con esa libreta conseguías descuentos en transporte y supermercados). ¿Y qué hizo el oficial? Abrió un cajón, sacó una libreta y dijo: “Tome, no la pierda más”. Así de fácil podías tener dos libretas, diciendo: “La perdí”. Pero yo estaba rodeado de gente que no tenían ni donde dormir, que habían perdidos hijos, amigos, y no iban a decir que los habían perdido…  Ese día me di cuenta, y me avergoncé, que habían otros compatriotas viviendo “de arriba” por tener dos o tres libretas. Fue mi primera lección moral, para no hacerme el vivo, y la adopté en todos los órdenes de mi vida.

También aprendí a tener gratitud, de reconocer al otro, de ser agradecido con el otro. Que nadie tiene obligación de darte una mano, y si lo hace, debes saber que lo hizo por fraternidad. Y generalmente el que da más, es el que menos tiene.

Juegos adolescentes. Mi mundo lúdico con mi prima Pepa en una playa desierta de Concón. Juntos nos reíamos de casi todo, hasta compartíamos un idioma que sólo nosotros hablábamos. Una tarde jugábamos a los muertos. Simplemente nos habíamos “morido” bajo unas plantas de tunas que habían por el lado boscoso de la playa. Estábamos tirados en el suelo, panza arriba y muertos. Yo sentí que empezaban a picarme las hormigas, pero no me moví, porque estaba muerto. Ella también sintió el ardor, pero tampoco se movió. No sé cuánto tiempo pasó hasta que decidimos resucitar. Lo que sí me acuerdo es que no sé cuántos días tuvieron que pasar para que se nos fueron todas las ronchas del cuerpo.

Esta postal con Pepa me transporta a esos tiempos en que jugar era una cosa seria y la muerte podía ser, todavía, un juego maravilloso.

El amor. Yo estaba de novio con una chica muy encantadora, y se me iba la vida pensando en ella. Pero un día de golpe me di cuenta de que si me casaba con ella iba a dejar de hacer todo lo que quería. Ella y su familia, eran a la antigua, y cuando yo hablaba de mis sueños de ser periodista, no les gustaba nada, y un día me dieron una patada en el tuje. Al final quizás fue una decisión sensata, pero me dolió un montón, porque la madre de la chica me dijo que yo era un tipo sin futuro. Yo -como rebelde y pendenciero que era- le dije a la vieja que no veía mi futuro sacándole oxígeno a mi vida, y me fui llorando sin que me viera. Después me enamoré de alguien que quizás hubiera dejado el periodismo, un brazo y una pierna sobre la mesa con tal de casarme con ella. Pero la chica tenía novio y nunca supo de mis pretensiones. De esto ya han pasado treinta y cinco años. Después me enamoré una vez más, pero dejé de decir mis sueños. Nunca me consideré un tipo guapo, pero con esa chica que nunca le confesé mi amor, aprendí que al final lo que importa es que uno se quiera bien. Y saber que ser cómico es una forma agradable de ser bonito, como me confesó esa misma chica cuando la vi años después.

El paraíso está acá. Yo quiero que el cielo sea igual para todos: quiero esperar el bus, el metro, y que pase, quiero tener trabajo, y que me dé para vivir dignamente. Quiero que mis amigos sean felices, que desaparezcan los viejos vinagres y no los jóvenes, y que haya paz. Para mí eso es el paraíso, sin angelitos tocando el arpa o una corneta. Aunque me hubiera gustado haber pasado menos esfuerzo en la vida. Muchas veces casi aflojé, y de no ser periodista, me hubiera gustado ser Psicólogo, o Investigador de crímenes pasionales.

Ahora que estoy más adulto hago siempre un chiste para soltarme: porque hay dos cosas que odio en este mundo: la injusticia social y las personas aburridas y solemnes. Pero, fuera de broma, odio la desigualdad y la xenofobia. 

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El dinero. Sin ser cínico, creo que el dinero es el veneno del mundo. En todas las cosas malas que pasan en el mundo, siempre está el signo peso, los morlacos. Yo nací en una familia trabajadora, y solidaria como pocos, y fui testigo de cómo mi vieja hacía milagros con poco dinero. ¿Y después qué? Todo igual, todos trabajando, a veces mucho más contentos, a veces no tanto.

La muerte El misterio de la muerte me remite a mi padre. Un día antes de que mi viejo se fuera de este mundo, nos habló a los cinco hijos, y cuando me tocó a mí, dijo: “aquí está el menor, el que eligió el camino más largo, y ahora que estoy listo para irme al otro mundo, tengo curiosidad de saber hasta adónde va a llegar su largo camino”. … Después nos contó una vieja anécdota de su vida junto al mar, y nos pidió que apagáramos la luz.

Cuando falleció, lo lloré por un año en la más absoluta soledad lejos de casa. Un domingo se me apareció, me abrazó y me dijo: “Ya está bien hijo. Siga adelante, firme y digno”.

Hay un tema de Serrat, “Juan y José”… y siempre que lo escucho, imagino a mi viejo diciéndome: “Qué cosas, hijo, tanto rodar y estamos otra vez en donde lo dejamos… Pero a ti, hijo, ¿quién te quita lo bailado? … Y gracias muchacho, por llevarme a bailar».

Después en el camino me encendió de amor, de amor sagrado, y seguí mi ruta.

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