“Volveré” y seré migajas…

Por Carlos Alberto Parodíz Márquez

«Rober» es hombre de familia numerosa. Una especie que se extingue por distintas razones. Lo acompañan, cuando «sale a la cancha» y haciendo «pogo», la «vieja», «Fer» y «Roo».

Entre todos, como ahora, cuidan de las tres tortugas «ninjas»: Juliana, Manuela y Eduviges; la gata «Lulú», el perro «Valentín», la perra «Miri» y esta multitud, es parte del decorado de «Villa Cuerno», dicho con orgullo. Más vale no preguntar porqué…

-El hombre mira al sudeste y camina erguido, como oteando el futuro- me anticipó Yon y de mañana, que es su habitual forma de molestarme, una de esas pero de inicios de milenio.

-Según se mire, le trae suerte ser homónimo de Sandro y jefe de personal, otra rareza, la del personal, digo-, fue el toque de humor vasco, brisa con olor a centolla.

-Tiene un dato difícil y me interesa conocerlo- agregó, omitiéndome, como siempre, a la hora de salir.

-Lo encontramos al mediodía y eso nos va a convenir-, deslizó por el tobogán de las dualidades. Pensé en la habilidad que tiene para llegar a la cocina sin que lo inviten y a tiempo, casi como Baglietto y Vitale, cuando zigzaguean por la música, como dos bengalas locas.

Las callecitas de Villa Cuerno tienen un qué se yo “¿viste”? Mucha gente amurallada, como en otros ghettos parecidos de geografías virtuales, aunque algunos tengan rejas de oro y pistas privadas.

De algo están seguros, de su inseguridad y los dueños de esa inseguridad vagan, perdidos, en el humo trasnochado y en las «blancas y radiantes» veladas de esquinas suburbanas. Muchos chicos «puestos» y de la peor manera, pese a que hay gente ocupada y preocupada y nunca dueños del alboroto.

Apoyado en la ventanilla del Alfa gris, me sentí el vigía lombardo que mira pasar la película de una realidad que no quiere ver.

-¿Te pagan por las boludeces que escribís?- fue la mordedura letal del vasco. Hice lo que mejor sé, me mantuve imperturbable. La lluvia de noticias se convirtió en catarata de palabras. Uno se impregna, pero no resigna. Suelo pensar en una «colada» de plata, que la alquimia de la vida convierte en historias, para legitimar costumbres espartanas.

-¿Como vas a justificar que pasamos a la clandestinidad por tres semanas?-, me sorprendió y la incredulidad fue luz amarilla titilando en el futuro. No quise preguntar. Menos averigua Dios. La casa de «Rober» tenía esa tenue fragancia donde la cocina es prioridad.

Formados a la mesa rectangular y casi frontera, el hombre presentó y ordenó al clan respetuoso. Suena leve y hace escuela. Yo tenía la mirada perdida en el horno desde donde venía la fuga apetitosa. La comida francesa y el sabor agridulce, nos pierde sin remedio.

Yon, irreverente, arremetió contra la bodega suspendida, donde dormían el sueño del vino y pasó revista a la pequeña formación de botellas de tinto tres cuartos, hasta detenerse en un Merlot que puso a plazo fijo en el aljibe del patio y esa temperatura sutil, de los sitios elegidos. Un paisaje idílico, salvo el vasco, acero templado a la hora de murmurar.

Sólo alcancé a escuchar -Salta y el coronel está viejo-, susurro en el bosque, emitido por «Rober»; mi resignación es un espejo cristalizado pero con contrafondo. La familia del dueño de casa, frecuencia modulada de los interlocutores del vasco, es inocente, por lo menos del territorio de las murmuraciones.

Tres botellas y dos cote’s con puré de ciruelas después, nos fuimos. La vida es dura. Dios nos cría y el viento los amontona, me confesó un Tolteca, enemigo íntimo.

Yon, que arrastra como el Paraná hacia el Plata, puso proa a Ezeiza. La estación aérea era un shopping de despedidas con el multicolor paisaje de pañuelos más o menos húmedos. Nosotros, habitantes de tierra arrasada. Kosovo, sin bombardeo, todavía.

El vasco prestidigitador, con el celular sin pasado pareció co-ordenar lo incomprensible. Yo seguía fascinado con tanto argentino dando la espalda al país, para irse de compras con boleto de ida por una esperanza.

 

Yon me recapturó con un codazo y otra hematoma de premio.

-Vamos al sector militar- me dijo con la naturalidad de quien va a Punta Lara. No cualquiera cruza la pista, como lo hicimos. Pero no lo puedo contar, porque estamos en el horario de protección al lector.

Los aviones militares tienen algo en común, parecen incómodos galpones voladores.

Acomodarse es pretender jugar al Ludo sobre un camino de ripio. Los dos tripulantes, enmascarados por los cascos con radio auricular, lucían exclusivo modelo verde, pero sin identificaciones.

“Look” para gente de bajo perfil, parece. Reparé en la rareza, mientras miraba reparar (sin redundar) en un hangar cercano, cajones de madera rectangulares; como inquilinos, se veían muy prolijos a la hora del estibaje. Cuando el estomago, por omitir otras partes, rebotó contra la garganta, acepté que volábamos hacia el norte, lo supuse, por el «hocico» apuntado a contramano.

El “chaco” salteño fue elegido por su parecido con el «Beni» boliviano, donde la gente de Suarez supo cambiar gobiernos desde esa selva, para agilizar «el trafico» que le llegaba desde Colombia, escalando a Buenos Aires, todo por mucha más plata, después de «cocinar la pasta base».

La «coca», no es la vecina del barrio, pensé, por las dudas.

Yon se mezcló en un campamento donde había caras achinadas, mezcladas con otras oscuras, figuras de mimbre, color de favelas y rubios de pelo corto, todos de verde oliva y caras pintadas.

La OEA aquí no deliberaba, preparaba, por «las deudas», el nuevo invento del hermano americano, GBI (guerras de baja intensidad) con la excusa colombiana; chilotes, paraguas, bolitas, curacas peruanos, yankis, brasucas y los nuestros, entrenaban para reprimir a cuenta de mayor cantidad.

El vasco en una tienda alejada, escuchaba a un «ficce», alto y flaco, de anteojos y birrete al hombro; en la mesa «de operaciones» el mapa parecía, con sus trazos de colores, «las venas abiertas de América Latina», que supo explicar Galeano.

-Parece que «Deathbird», no tiene nada que ver con entrenar «gurkas» argentinos; está viejo para eso. Esto no es su estilo. El pasó la escoba en Somalía, Yemen y otros sitios- contó el vasco de regreso al tronco guarecido donde estuve sentado.

El inglés O’Hare iba rumbo al recuerdo. De sargento a coronel, casi como el «Brujo», pero este robando para la corona de verdad.

-Lo de Balsa puede ser otra cosa, por ahora; «Rambo» sabe de un judío mucho más «eficiente» en eso de entrenar, cuando volvamos, lo vemos-, me sacó de la cavilación, por supuesto sin saber para que quería saber.

-Estos, aquí, se preparan. Tienen la excusa perfecta. Pueden y van a llegar para «disolver» cualquier revuelo-, la mirada celeste del vasco venía envuelta en sombras tormentosas, que ví en otros años duros.

«El octeto» de países «beneficiados con la protección», bien podían jugar otro sudamericano pero seguro no sería de fútbol.

-Lo que pasa aquí mejor no aclararlo porque se nubla- completó mientras se puso el chaleco, un antiguo compañero de vigilias resumidas en trincheras leales, a las propias.

-Vamos a volar bajo, para pasar por Cafayate-, anunció orondo, seguro de que no dispongo de derecho a réplica y es cierto. Una pista corta, en medio del bosque me pareció una guarda verde en la ventana de Dios.

La avioneta liviana una paloma en busca de la paz. Yo tenía congojas suficientes para cerrar el almacén de desconsuelos. Despegar en estos aparatos se parece al vuelo repentino de la mariposa negra, que la mujer dorada espera encontrar.

-Nos merecemos un recreo- fue el entusiasta discurso de Yon. La bodega convertida en anfiteatro era una propuesta tentadora. Miré a la gente arrobada con la música y supuse que siempre hay otro país, uno de los que mandan y otro de los que sueñan.

-Dos helados de torrontés- pidió el vasco y me quedé helado, pero de sorpresa. Las que te da la vida. La azafata que los trajo, caminaba como la brisa de octubre en una cañada; tal vez era el paisaje montañoso, la crueldad de las estrellas envidiables, llenando de plata y luz, el sitio; lo cierto es que la velada fue un regalo atemporal, casi diaguita.

Tres copas después, sólo tres y casi al borde de las tres semanas microfilmadas, vimos pasar homenajes a la mujer, nos enteramos del reconocimiento a Evita y volví a preguntarme si ella y ellas lo necesitan; si es así, algo anda mal.

El camino al Guemes, donde abordaríamos algo en línea, casi normal, nos devolvió la postal de Salta, bucólica si uno mira la montaña y se pierde en el verde.

Ajena y resignada si la mirada para en la gente. Algo sin embargo, sobrevive, la dignidad que preserva la raíz. ¿Será suficiente para alimentar la esperanza?

Evita se los dijo «volveré y seré millones».Yo, un hombre moderadamente escéptico, a tres mil metros de la vida y después de oír los discursos del poder de turno y también del permanente, me refugié en la lágrima traviesa del vasco cuando le respondió al anuncio de la «capitana».

-Yo volveré y seré migajas-, pensé en los gorriones argentinos pasar esa noche de cunitas descartables, esperando, siempre esperando…

Carlos Alberto Parodíz Márquez escribe desde Alejandro Korn, Buenos Aires, Argentina.

 

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