Por Jorge Gómez Barata
Bajo los efectos del trauma originado por la matanza en una escuela primaria de Connecticut, el presidente Barack Obama comisionó a su vicepresidente para estudiar los temas de la violencia y las armas de fuego para que en enero le ofreciera sugerencias a fin de impedir la repetición de eventos semejantes. En 45 días Joe Biden deberá encontrar opciones que no han aparecido en 200 años. Más fácil seria cuadrar el círculo.
Tal vez por comprender la naturaleza del problema, el presidente Obama asume que si hoy mismo se derogara la II Enmienda y se disolviera la Asociación Nacional del Rifle, ello no acabaría con las frecuentes matanzas y ha colocado el asunto de las armas de fuego en poder de la población en el contexto de la violencia, el auge del delito, los trastornos mentales, la cuestión de las drogas y el estrés multifactorial que padece la sociedad norteamericana aquejada por traumas y tensiones diversas.
Aunque la actitud de la élite norteamericana (no del pueblo) al defender la tenencia de armas de fuego a tenor con una interpretación extemporánea, rígida y ortodoxa de la Constitución es obviamente errónea, ese no es el único problema. Las armas no matan sino que lo hacen quienes jalan los gatillos, los cuales actúan por motivaciones diversas y bajo tensiones a las cuales muchas veces no pueden escapar, entre ellas el culto a la violencia y el alto número de desquiciados. Un siquiatra me comentaba que: “De alguna manera, a veces los perpetradores son también victimas”.
Cuando se adoptó la II Enmienda los rifles se cargaban por la boca, los proyectiles eran redondos, estaban separados de la pólvora y la ignición se producía por una chispa externa. Entre un disparo y otro transcurrían varios minutos y cuando soplaba el aire o era alta la humedad el arma no funcionaba; en general la efectividad no era mayor que los arcos, flechas y lanzas utilizados por los “pieles rojas” que confrontaron a los colonos y durante años les infringieron derrotas a generales tan afamados como George Custer, en ocasiones pusieron en retirada al VII de Caballería, incluso hicieron prisionero a William Harrison, futuro presidente de Estados Unidos.
Asociadas a contextos culturales y estilos de vida regidos por confusos códigos que rinden culto a la violencia, asocian al valor y la justicia con el aventurerismo y la venganza, experimentan un consistente auge del delito, del consumo de drogas y alcohol, abusan de medicamentos de efectos síquicos, y ven crecer sostenidamente enfermedades, padecimientos mentales y situaciones emocionales extremas que si bien no son exclusivas de la sociedad norteamericana, allí se potencian por el fácil acceso a las armas de fuego. Locos y desquiciados hay en todas partes pero no en todos los lugares tienen a su alcance un fusil de asalto.
Tal vez no exista en la historia jurídica norteamericana un absurdo mayor que la defensa de la letra de la II Enmienda, concebida para facilitar la autodefensa del pueblo y para la protección de sus derechos frente a la opresión en épocas cuando el Estado era insolvente para asegurar la seguridad ciudadana y que hoy ha perdido todo sentido.
Unir los datos acerca de las personas que en Estados Unidos padecen ansiedad y otras enfermedades mentales, el consumo de fármacos para tratarlas que se aproxima a los mil millones de dólares, el uso de drogas legales e ilegales con la facilidad para acceder a armas de fuego letales, es como unir cables eléctricos lo cual inevitablemente provoca cortocircuitos sociales de peligrosidad extrema.
Las armas que en tiempos fundacionales garantizaban las vidas y los bienes de los colonos y sus familias, hoy las ponen en riesgos. Luego les cuento sobre aspectos jurídicos del contrasentido. Allá nos vemos.
Fuente: ARGENPRESS.Info