Por Alfonso Villalva P.
En verdad, eras tan imbécil, que estabas parado allí, bajo el ahuehuete viejo, esperando que ella te tomara la palabra y se fugara contigo. La viste salir de misa de nueve, precisamente el día de navidad, con sus padres y una señora que lucía, a golpe de vista, solterona y vagamente parecida a la madre. Sentiste como te miró, como clavó sus ojos azul acero en los tuyos, durante varios segundos que parecieron una eternidad, y después, contemplaste la manera dramática en que bajó la mirada y siguió a los suyos con resignación, con la mirada fija en el piso, como si fuese un condenado por la Santa Inquisición que seguía la procesión con su sambenito bien ajustado, en un auto de fe del Siglo XVIII.
Apenas se lo propusiste una semana antes, precisamente en esa misma circunstancia de la salida de misa, en la que te habías ingeniado una forma para hacerle llegar tu propuesta, de puño y letra: “Mira, vente conmigo y nadie te amará igual. Descubriremos juntos nuestro destino, y trotaremos por el mundo sin programa hecho, simplemente siguiendo nuestro instinto, nuestra pasión y el rumbo autónomo de nuestros pasos. Libérate de lo establecido, y toma conmigo el riesgo de vivir la vida, de hacer nuestro un atardecer, de entregarnos bajo el manto de las estrellas. Vamos a soñar juntos, de una vez por todas. Piénsalo. Estaré esperándote a la salida de misa de navidad”. Ni siquiera te habías molestado en firmar al calce, pues según tu propia percepción, ella sabía que nadie podría escribir algo como eso, salvo el tipo de pelo largo que no le quitaba la vista de encima durante el rito dominical.
Recordabas muy bien el rubor en su cara cuando terminó de leer el mensaje. Buscando con sus ojos grandes entre la multitud que se arremolinaba a la salida de misa, entre sugerentes mendigos, vendedores de chicharrón con salsa y uno que otro globero; hasta que dio con tu mirada, con esa expresión que vacilaba entre el fuego ardiente y la indignación por tu atrevimiento. Nunca habían cruzado una palabra, no sabías siquiera su nombre, pero estabas convencido que este era uno de esos casos en los que ese tipo de detalles eran absolutamente marginales, irrelevantes, había algo de alma gemela y tal, que tu pudiste detectar en ella desde la primera vez que cruzó su mirada con la tuya.
Aunque no te había sido posible hablar con ella –siempre estaba custodiada por el viejo pelón, y por las otras dos señoras con cara de buenos modales y amargura creciente-, sabías ya algo de ella, merced a los reportes de tu servicio de inteligencia –consistente en tu cuate Braulio y sus contactos-. Todo salió en una noche bohemia, mientras componían juntos una canción, y le mencionaste el dato a Braulio, y el te dijo que conocía gente del rumbo de la iglesia a donde habías ido a dar algún día mientras hacías tu aburridísimo estudio de las pilastras barrocas en la arquitectura colonial. Y dos semanas después, precisamente regresando de lo que se te había convertido en costumbre –acudir a esa iglesia a misa de nueve, para esperar pacientemente en el atrio; para, al menos, verla salir, andar un poco-, que te reportó Braulio los resultados de sus investigaciones, con la seriedad del caso, como quien pertenece al ejército y da un parte de novedades a su superior.
La biografía no resultaba, como lo imaginabas, muy interesante. En realidad, sonaba aburrida, simplista y muy paradigmática. Una secundaria de clase media, un par de besos en la boca con el chico de la fama local, una preparatoria sin sobresaltos, salpicada con dos o tres anécdotas cuya ñoñería te podría poner los pelos de punta cualquier mañana de manías, de esas que acostumbrabas tener después de una noche de creación. Universidad privada y muchas pretensiones sociales de la familia a la que pertenecía.
El tema de los amoríos, según el reporte de Braulio, se encontraba totalmente ausente a nos ser por el dato anecdótico, insípido, del noviete aquél que le hacía visitas domiciliarias de seis a ocho, de martes a sábado, y le llevaba rosas rojas o claveles blancos en sus cumpleaños, con la bendición de los padres y, aparentemente, la presencia eterna de la otra señora, una tía o algo así, que vivía con ellos.
Mientras recordabas el parte de Braulio, la viste caminar tras la pequeña procesión que encabezaba el pelón ese, y te lamentaste por el escandaloso desperdicio. Y murmuraste, y maldijiste, porque en esa última mirada sentiste su magia muy dentro en el alma, supiste una vez más, que ella era una mujer que podría ser tu bandera, que poseía un cuerpo al que podrías someterte como vasallo por el resto de tus días, porque sabías de sobra que su feminidad sería una fuente inagotable de inspiración, de creación, de belleza, de fortaleza para poner cara de hombre ante la vida, y surcar tu destino.
Y la viste caminar con ese devaneo tan suyo que te hacía desvariar, sabiendo que se marchaba la mujer de tu vida, con la que pudiste haberte hecho dueño de la mar y de mil atardeceres tibios y reconfortantes, y viste con rabia como tu pasión se iba al carajo mientras ella decidía seguir amordazada por los lazos del atavismo que la sostenían del cuello y la cintura, y la arrastraban directamente a la frustración y a la negación de su derecho a sentir, a ser mujer de verdad; en tanto la visitara un noviete insulso, que le propondría matrimonio y le entregaría, como Dios manda, su cheque cada quincena, sus chistes convencionales, su instinto breve y egoísta cada semana, y un maldito clavel el día de su cumpleaños, para serenidad de sus padres, como venganza, quizá, de la maldita tía solterona que, antes de subir al auto, te echó una mirada fulminante de desprecio, y quizá, hasta de envidia.
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