En la época de la dictadura militar Andrés vivía con miedo. Como -por diferentes razones- casi todos los argentinos. Es que antes había escrito en un diario de izquierda del que mataron a casi todos los que en él escribieron. Él se salvó porque firmaba sus artículos con otro nombre. Así que, cuando pudo, se exiló en Brasil.
Y fue ahí que empezó a conocer ese nuevo universo digital. El mundo de la internet. Y fue por la internet que se reencontró con un antiguo amigo con el que se intercambiaba e-mails continuamente, con noticias o comentarios sobre política y cosas personales.
Después de la dictadura Andrés volvió varias veces a Buenos Aires. A participar de encuentros, congresos. Recorrer lugares, que era como recorrer su historia.
Pero le fue pasando una cosa extraña con su amigo. Cada vez que iba a Buenos Aires le daba cualquier pretexto para no encontrarse. Que estaba enfermo, que tenía un compromiso de trabajo. Siempre alguna razón por la que no podían encontrarse. Verse.
Lo que, con el tiempo, fue siendo un enigma para Andrés. ¿Por qué ese que creía su amigo de tanto tiempo no quería encontrarse con él? ¿Verlo?
Hasta que una vez, mirándose al espejo, tuvo la respuesta: se vio casi pelado, con el poco pelo que le quedaba blanco, y su cara arrugada. Ahí se dio cuenta de que su amigo no solamente no lo quería ver así sino que tampoco quería que le vea la cara de viejo que debía tener.
Era mejor, entonces, ver palabras y no caras.
Gustavo E. Etkin escribe desde Bahía de San Salvador, Brasil.
Fuente: ARGENPRESS CULTURAL