Historia de un mago

mago-galera y mago

Por Marcelo Colussi

Cada vez que abría el diario Clarín ofrecido por la aerolínea un rato antes del descenso en el aeropuerto de Ezeiza se prometía lo mismo: que ése sería el retorno definitivo, que ya no más viajes, que suficiente de andar por el mundo. Y siempre, irremediablemente siempre después de las presentaciones y del ya rutinario paseo por el centro de la ciudad de Buenos Aires terminado el trabajo, siempre volvía a salir al extranjero.

Secretamente Eduardo sabía que no se iba a quedar nunca en Argentina. Hacía ya más de veinte años que vivía fuera de su país natal y la desconexión era demasiado grande. Además, la fama y el éxito cosechados fuera eran irrepetibles en su tierra. Aunque no se atrevía a hacerlo manifiesto, eso era en definitiva lo que más lo fascinaba. La tía solterona que tenía en Avellaneda no era suficiente aliciente como para hacerlo retornar. Y su soltería era igualmente llevadera en cualquier parte del mundo.

Cuando días atrás desde su casa en New York había hablado por teléfono con Alberto Berrini -el presentador televisivo más famoso del momento en toda Argentina- para arreglar la entrevista, en forma discreta le sugirió que con alguna pregunta hiciera hincapié en ese «nuevo gran truco» que estaba preparando.

La fama de Eduardo Barrera había crecido estos últimos tiempos en forma impresionante. Por tres años consecutivos la Confederación Internacional de Magos le había conferido el premio al truco más logrado. Sin dudas su magia era fascinante como ninguna.

No abundaba en grandes despliegues tecnológicos, al menos en apariencia. Su principal virtud consistía en la espectacularidad «modesta», como solía decir. De hecho, contrariando lo que era común entre casi todos los magos, trabaja con una simple camiseta blanca de mangas cortas, y en pantalón vaquero. Su magia estaba en la destreza fenomenal que mostraba, y en lo novedoso de cada truco.

Desde hacía años, cuando ya había logrado bastante fama en Estados Unidos, cuando ya vendía videos en el mercado europeo e incluso en el chino, había ido cambiando su imagen; ahora ya no necesitaba el saco de lentejuelas y el moñito que siempre le había parecido tan ridículo. Sólo importaba la calidad de los trucos. Y en eso Mr. X -tal era su nombre artístico- era insuperable.

Con su cara obstinadamente lampiña, su humilde vestimenta de joven trabajador y su logrado aspecto juvenil pese a los 58 años, dejaba atónitos a todos cuando, por ejemplo, se engullía una serpiente cascabel de un metro y medio de larga, viva, y luego iba sacando de la boca… un elefante, también vivo. O cuando sacaba de su mano cerrada un helicóptero con el motor en funcionamiento, que luego se iba volando (esto, por razones obvias, lo hacía en escenarios sin techo, en general en estadios monumentales).

A Eduardo -él mismo lo decía siempre- la prueba que más lo fascinaba era la de los disparos. Cada vez le agregaba un toque de mayor espectacularidad, por eso mismo, a mucha gente la aterraba -y por eso mismo, también, a muchísimos fascinaba-. No era fácil conseguir el voluntario del público que se prestara a participar, y en varias ocasiones había resultado que al momento mismo en que iba a comenzar el espectáculo, los ocasionales colaboradores se horrorizaban y pedían a gritos detener el truco. No era para menos: todo consistía en poner al partenaire contra una pared y fusilarlo, balearlo, matarlo lisa y llanamente. La primera vez que lo hizo -cuatro años atrás- utilizó una pistola calibre 22; luego subió a 38, después a 45. Las últimas funciones lo había hecho con un fusil-ametralladora de asalto, descargando media tolva sobre el fusilado.

El efecto era impresionante: la sangre brotaba a chorros, y en más de una ocasión debía utilizar una pala para recoger los órganos dispersos por el suelo. Todo junto: cadáver sangrante y vísceras esparcidas, eran luego colocados en una bolsa, y después de las palabras mágicas -que en todos los casos, invariablemente para cualquier truco, eran «winchi pirinchi»- el «muerto» recién baleado salía caminando muy campante. Cuando luego se le preguntaba a los voluntarios qué habían sentido, ninguno recordaba nada, más allá del miedo de verse apuntados por un arma de fuego.

Si bien el alarde tecnológico no era ostentoso, la espectacularidad conseguida dejaba entrever que había un fenomenal apoyo en esa materia. De todos modos Mr. X ponía todo el peso del éxito no tanto en la presentación y los efectos pomposos del espectáculo, sino en lo incomparablemente bello que tenía cada truco. No usaba juegos de luces, humo ni ningún otro artificio escénico. Sólo hacía acompañar cada presentación con tangos de Astor Piazzola como único fondo musical. Como dato interesante, cuando niño había estudiado bandoneón con el maestro argentino, de quien toda su vida fue ferviente admirador.

La pulcritud en cada movimiento de manos, el hecho de jamás cometer un error ante el público, lo electrizante de cada prueba presentada, todo ello se atribuía a sofisticados mecanismos: hologramas, tecnología láser, hipnosis colectiva. También hizo decir en más de un caso -había quien decía que era parte del mercadeo de su imagen, pero otros lo creían- que su divina perfección, al igual que en el caso de Paganini, se debía a un pacto con el demonio.

La entrevista con Alberto Berrini se preparó un lunes por la tarde, para ser difundida el miércoles a la noche, en el momento de mayor audiencia. Mr. X, si bien hacía años que no vivía en Argentina, era ampliamente conocido en su país; había ya pasado a ser un símbolo nacional, sin dudas no tan conocido como Gardel, como Maradona, como Borges, pero por cierto gozaba de un gran afecto popular.

Con estudiado interés el presentador preguntó sobre el «nuevo gran truco» que se traía entre manos. Casi con desdén -seguramente, también estudiado- Eduardo dijo que eso era algo que estaba preparando desde hacía algún tiempo, y que había pensado estrenarlo en Buenos Aires, en un show en vivo en el Luna Park transmitido por televisión para varios países del mundo.

El presentador, en verdad, no sabía de qué se trataba ese nuevo número, por lo que con ingenua curiosidad trató de indagar más al respecto. Eduardo, sin dudas jugando con mucha sutileza a partir de las preguntas, no hizo sino acrecentar la expectativa. Dentro de dos meses sería la presentación… «si no muere antes el presidente», agregó.

Ese pequeño agregado hizo subir por los cielos su popularidad. Pero más aún subió cuando dos semanas después de la entrevista, el presidente Palmieri murió de un paro cardíaco.

Las conjeturas se sucedieron de forma imparable. De un mago de su talento -se decía- todo se puede esperar. No sólo mago, sino también vidente. «El nuevo Nostradamus» llegó a titular algún periódico su primera página. De todos modos, la fecha no se movió.

No faltó en esferas oficiales quien albergara alguna duda sobre esa muerte, o más aún: sobre las declaraciones previas de quien a partir de ese momento fuera bautizado «el Brujo». No se podía concebir que la muerte del presidente fuera parte del montaje mediático, por lo que la predicción demostraba un talento sobrenatural.

La vida nacional siguió sin mayores sobresaltos de todos modos; el vicepresidente Juan Carlos Camarero asumió el cargo vacante, y luego de los correspondientes honores de Estado rendidos al muerto, nada cambió en lo sustancial.

Así las cosas, fue llegando el día de la esperada presentación de Mr. X; claro que su fama, no sólo en Argentina sino a nivel internacional, había subido como nunca antes.

Dada esta aura de «embrujamiento» con que se venía rodeando, Eduardo vio rápidamente en ello la posibilidad de un rédito inesperado. Un mago vidente no es algo común, cosa de todos los días; y por cierto había que explotar eso.

Conocedor a la perfección de montajes escénicos, de climas hipnóticos, Eduardo supo sacar provecho de esta coyuntura que se le presentaba.

El día mismo de la función -un sábado de agosto, por la noche- el estadio estaba repleto, con todas las entradas agotadas y revendidas mil veces desde hacía dos semanas. El nuevo presidente también asistió, y hasta se permitió hacer un chiste diciendo que esperaba que Mr. no le vaticinara ninguna tragedia.

La campaña publicitaria con que se había preparado la gala resultó muy efectiva; sencilla pero contundente: «Gran espectáculo de magia. Mr. X desaparecerá». La incógnita que abrió produjo una curiosidad mayúscula. Nadie sabía que significaba esa «desaparición», por lo que el recurso propagandístico funcionó a la perfección. Todos querían verlo «desaparecer», aunque no supieran exactamente de qué se trataba.

Igual que sucedía en las presentaciones de Niccolò Paganini, su sola presencia fascinaba. Pero más aún embelezaba el acto mismo, el violín para aquél, la destreza mágica en Eduardo. Siempre con la música de Piazzola como fondo, comenzó con algunos pequeños trucos para ir subiendo paulatinamente la emoción.

 

Y llegó el momento.

Todo el mundo quería verlo, pero más aún: todos esperaban ese famoso «gran nuevo truco» tan publicitado. Se habían tejido las más diversas hipótesis al respecto, desde simpáticas hasta truculentas. La expectativa era muy alta.

Con una sonrisa cómplice y una guiñada de ojo, presentó el número:

-«Bueno, me imagino que muchos de ustedes esperaban esto, ¿no? ¡El nuevo gran truco! Pues bien, aquí está»-, dicho lo cual la asistente descorrió un terciopelo negro dejando ver una caja fuerte. En pocas palabras explicó en qué consistía: se metería dentro, y de inmediato, pronunciadas las palabras mágicas «winchi pirinchi» por la secretaria -una despampanante rubia con pechos de silicona- desaparecería.

En realidad eso no era muy novedoso. Infinidad de magos hacían algo por el estilo, desparecían, mostraban luego la caja vacía, y al momento volvían a aparecer. ¿Dónde estaba la novedad entonces?

Con «Adiós Nonino» de fondo, entró en la caja fuerte. Jamás le explicaba los trucos a sus asistentes; de hecho, no tenía asistentes fijas, sino que para cada espectáculo, o según el país donde actuaba, conseguía una. Siempre llamativas, lo único que esperaba de ellas era su presencia; a lo sumo les hacía saber lo que iba a suceder, qué debían tomar, mostrar u ocultar, pero sin saber más que eso.

Este caso no fue la excepción; Griselda -nombre artístico, por supuesto- debía limitarse a decir el pase mágico y luego abrir la puerta de la caja. Eduardo sólo le había explicado que desaparecería, y que para la continuidad del truco ella no debía preocuparse. Debía, luego, volver a cerrar la caja fuerte, y al cabo de un instante volver a abrirla.

Sin importarle entonces mucho más que eso, la exhuberante joven cumplió a cabalidad lo indicado. Pronunció las palabras con afectado encanto, y luego abrió la puerta del receptáculo donde había entrado Mr. X.

Naturalmente, el mago no estaba en su interior. Era espectacular, pero en cierta forma era lo esperable. La cuestión ahora era ver con qué disparatada genialidad se salía: ¿aparecería flotando por el aire, o sentado en una butaca entre el público? ¿Quizá con la piel negra? ¿O transformado en sirena, mitad pez y mitad hombre?

Pasados unos diez segundos, luego de pronunciar una vez más la mágica fórmula, Griselda volvió a abrir la puerta. Pero Eduardo no estaba ahí.

Como ella no sabía con exactitud en qué consistía exactamente la prueba, quedó sorprendida. No supo qué debía hacer, por lo que se le ocurrió sonreír y volver a repetir la operación.

En verdad nadie sabía cómo era el truco. Desde hacía ya varios años, el mecanismo de cada prueba que realizaba era secretamente guardado. Jamás nadie, ni siquiera la gente más cercana de su entorno -ayudantes de escena, promotores empresariales- conocía con qué se iba a salir. La tecnología que utilizaba jamás requería de alguien a quien le compartiese secretos. Por eso fue que en este caso nadie sabía cómo reaccionar.

Ante el segundo intento, nuevamente la caja fuerte apareció vacía. Dado que Griselda no era nada tonta, rápidamente tomó la palabra para salir de la embarazosa situación:

-«Como pueden ver, el gran Mr. X dijo que iba a desaparecer… y desapareció. Ahora cuesta un poco volver a hacerlo aparecer, pero entre todos lo vamos a lograr. Les pido que todos juntos repitamos el pase mágico. Al número de tres, entonces, todos, con fuerza, digamos: «¡winchi pirinchi!»-.

Eso despertó más expectativa aún entre el público; todo parecía bien montado, era parte del mismo espectáculo. Nadie dejó de repetir a los gritos las famosas palabras.

Y la puerta volvió a abrirse… pero Mr. X no apareció.

La asistente, sin perder la calma, volvió a repetir el recurso.

-«Señoras y señores: el gran Mr. X desapareció tanto que ahora cuesta un poco volver a hacerlo aparecer. Pero si entre todos lo intentamos con más fuerza, seguro lo lograremos. Así que, entonces: uno, dos, tres»-, y miles de voces corearon al unísono el estribillo…

Pero nuevamente sin suerte.

Algunos sonreían y veían en la caja vacía un toque de humor perfecto; después de varios intentos infructuosos tendría que aparecer con algo espectacular: quizá partido por la mitad, las piernas por un lado y el cuerpo por otro para luego unirse, o alguna otra cosa igualmente impactante.

El recurso de pedir la participación al público, que en un par de oportunidades dio buen efecto, se agotó a la tercera vez. Griselda ya no sabía qué hacer.

Intentó no perder la calma, no dejar ver la angustia que la iba ganando. Con aire jocoso decidió llamarlo. Golpeó varias veces la caja, preguntando con gracia:

-«¿Está usted por ahí, Mr. X? Bueno, ya puede aparecer».

Por unos minutos estas primeras reacciones de la asistente lograron buen efecto; parecían parte del espectáculo, e incluso resultaban simpáticas. Pero luego de varios infructuosos intentos, la pobre muchacha empezó a perder las formas.

Miró con aire desesperado hacia los otros asistentes que permanecían junto al escenario buscando indicación de qué hacer. El gesto de desconcierto de ellos la terminó de vencer. Viendo que la situación se salía de control, el presentador del Luna Park entró en escena.

Micrófono en mano y con fingida tranquilidad trató de balbucear algo coherente para la ocasión.

-«Damas y caballeros: una vez más el gran, el fabuloso, el incomparable Mr. X nos deja estupefactos. Dijo que iba a desaparecer, y lo cumplió. Pero ahora no lo podemos hacer aparecer. De todos modos, estemos tranquilos: ya va a aparecer».

Estas palabras fueron las necesarias para desencadenar la desesperación entre el público. Era obvio que algo había salido mal. Pero, ¿cómo arreglarlo ahora? Nadie sabía qué hacer.

Algunos colaboradores corrieron hacia la caja fuerte para intentar actuar de algún modo.

Cuando subieron tres bomberos al escenario, el pánico se apoderó de más de una persona. Era evidente que había alto riesgo, que algo había salido mal y que nadie sabía cómo reaccionar.

Luego de unas cuantas palabras del anunciador, inconexas, que transmitían más terror que tranquilidad, también el público asistente fue entrando en una confusa situación de miedo, asombro, sorpresa. Se dieron distintas reacciones: hubo quien rió; no faltó quien pidió la devolución del dinero de las entradas. Otro grupo comenzó a corear canciones de apoyo: como ídolo que era, Eduardo era amado y el trance actual lo reafirmaba.

-«¡Mister équis, salí, te quéremos aquí!»-

Pero Eduardo Barrera no aparecía.

Ni apareció.

No hubo forma de incriminar judicialmente a nadie porque nadie fue el responsable de lo acontecido. Alguien habló de homicidio preterintencional por parte de los organizadores; pero no pasó de algún comentario hecho a la pasada en algún canal de televisión. Nadie podía hacerse responsable del producto de un truco.

Si bien fue obvio que la desaparición del cuerpo se debía a algún error técnico del que nadie podía dar cuenta y que sólo el desaparecido conocía, las características del hecho no dejaron de envolverse en cierto ámbito de esoterismo. O, al menos, así lo quiso la manipulación de los medios de comunicación, que tuvieron comidilla para varias semanas con el asunto.

Pero más la tuvieron con lo que se supo sucedió un mes más tarde.

Al día de hoy -ya pasaron siete años del hecho- ni la policía de la provincia de Buenos Aires ni los investigadores de la empresa de seguros de Estados Unidos que llegaron a investigar, han podido saber qué sucedió con la desaparición de Adelaida, la tía solterona que figuraba como la única beneficiaria de la póliza por un millón de dólares que Eduardo había tomado dos años atrás en New York.

Marcelo Colussi escribe desde Guatemala

Fuente: ARGENPRESS CULTURAL

 

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