Delirio consumista

Por Alfonso Villalva P.

En realidad, encarnan una especie de legión del desparpajo, un híbrido entre el descuido total de las formas rigoristas de antaño y la vanguardia del mundo práctico, desechable, de dos minutos. En una especie de ritual místico, se arremolinan en torno de cualquier centro de culto al consumismo, sin hablar entre ellos, sin entablar un vínculo social, simplemente para recorrer hombro con hombro, las interminables millas en las que los aparadores ofrecen exactamente la respuesta a todas sus necesidades.

Llegan desde temprano, con sus ahorros en el bolsillo, bien dispuestos, o los jirones de patrimonio que, después de las reformas estructurales que cobran más riqueza de la que generarán, al menos en el futuro inmediato, aún permanecen intactos. El atuendo mucho habla también de su empeño por invertir cuantas horas sean necesarias para satisfacer hasta la necesidad más exigente. Con furia incontenible, se desplazan de un lado al otro del centro comercial, de una tienda a otra, ocupados, concentrados, con seriedad inusitada, con la comodidad que brindan los pants holgados para un día de compras. Sí, en el puente Patrio, abarrotando, según las posibilidades, ubicaciones entrañables para los mexicanos adictos al shopping: San Antonio, Houston, El Paso, Miami, San Diego…, en su propio idioma y con promociones especiales sin igual.

Reciben la sugerencia del entusiasta experto en cosméticos y buen vestir en la tienda de departamentos que ofrece la fragancia adecuada para la temporada; analizan con rigor científico los contenidos textiles de una chamarra de esquimal, que nunca usarían, pero que está marcada con el cincuenta por ciento debajo de un precio que, ya de por sí, era razonable. Pasean por las tiendas que ofrecen tecnología con una dedicación solamente envidiable para un visitante serio de un museo cosmopolita, y hacen preguntas cuya solemnidad e inteligencia es un asunto –a juzgar por sus caras-, definitivamente incuestionable.

Salen nuevamente a los pasillos con verdadera determinación por conseguir todo aquello que está en barata, rebaja, en sale. Hacen una parada breve en la zona generalizada de comida cuyo olor no puede ser más que el propio signo de las circunstancias, en las que se mezcla practicalidad, harina prefabricada y carne que no es carne pero se puede preparar en un santiamén, para evitar mayores dilaciones en la carrera por comprar. Gozan de una quesadilla americanizante, un taco hecho en tostada curva, un burrito cuyo origen remoto en Ciudad Juárez les es absolutamente ajeno a la hora de saldar las cuentas de la tripa que aprieta.

Se arrebatan las prendas en los montones desordenados que se ubican bajo un pequeño letrero que dice liquidación, y los señores compran pantaletas y leotardos, para la gordita de su corazón, y ellas, adquieren equipo deportivo para una pareja que seguramente no practicará nada, más allá de la simple contemplación del lunes por la noche o el juego de fútbol de rigor.

Todos preparados para gastar los últimos centavos antes de que comience la recta final del año que anticipa fiestas, diversión y aguinaldo. En el inicio de una carrera, digamos infernal, hacia el cierre del período que les llevará a iniciar un nuevo año, como debe ser, desesperados por llegar a la primera quincena para comenzar a pagar los excesos de las fiestas nacionales que traen algo más allá que gritos, loas y marchas solemnes.

 

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