Por Miriam Jeann
En la bella costa sur del Caribe panameño se encuentra la comarca de la etnia de los pobladores Kuna Yala. Benelda fue la menor de 7 hermanos en una familia pobre que sobrevive, como el resto de las aldeas kunas, además de las tareas agrícolas, pescando enormes langostas que luego venden a los turistas nacionales o extranjeros. La vida de Benelda transcurría llena del amor y cuidados, tanto de su madre como de sus dos abuelas; aprendió con ellas el arte de bordar “molas” que son hermosos entramados hechos con trozos de telas de colores que van figurando un pájaro, o un rostro, o cualquier motivo colorido para adornar fundas, manteles, blusas, etc. A sus 5 años, la niña fue inscrita en la escuelita pública de la comarca; asistía con su uniforme cumpliendo con el reglamento escolar; corrían los últimos años 90´s. Los indígenas aprenden el español desde muy pequeños, básicamente debido a sus actividades comerciales con personas no indígenas. No así, la profesora que en ese tiempo atendía la escuelita de Kuna Yala, que no era de raza indígena y tampoco se interesó en conocer el idioma kuna. Lamentablemente tampoco tenía vocación como educadora, ni mucho menos, como forjadora de futuros ciudadanos.
Las condiciones sumamente precarias de los centros educativos que están fuera del radio capitalino, se acentúan en los centros educativos de las comarcas indígenas panameñas; en la escuelita de Kuna Yala, los niños de primer grado estaban en el mismo salón con los niños de pre-escolar. Benelda no gustaba de los números, por lo que repitió pre-escolar. En ese lapso, la profesora fue gestando un total rechazo hacia aquella niña que se resistía a memorizar números, al grado de pasarla todos los días hasta 10 veces al frente, para que sumara de memoria por ejemplo, 5+6, o 7+9. Un día que la niña falló en las sumas, la profesora montó en cólera y la apretó fuerte por los hombros, le gritó frente a todos: “¡¡¡Eres una muchachita demasiado tonta para aprender algo en toda tu vida!!!” y dirigiéndose al resto de niños les dijo: “¡¡Vean aquí, a la india más tonta que hay en éste país!!”.
Ante esto y sumamente aterrorizada, la pobre niña salió corriendo del salón y de la escuela y se alejó llorando. Cuando sus hermanitos llegaron a casa contaron lo sucedido y como Benelda no llegó con ellos, toda la comarca se movilizó para buscarla. A eso de la una de la tarde, la encontraron dormidita a la sombra de un árbol cerca del río. Benelda no volvería jamás a la escuela y aunque sus padres reclamaron a la indigna profesora, no obtuvieron ni disculpas. Dos años más tarde, una familia acomodada visitó la comarca Kuna Yala, conocieron a Benelda, se prendaron de ella y la adoptaron. Su nueva familia comprendió el daño que aquella profesora había causado a la niña, de manera que tuvieron el cuidado de no presionarla para que estudiara. Contrataron institutrices especializadas en niños con traumas para que la guiaran con sumo cuidado. Fue así que Benelda culminó la primaria. La conocí un día en un supermercado, nuestra conversación derivó en que imparto clases particulares de Matemáticas y como hubo mutua simpatía, Benelda me solicitó ayuda pues cursaba su último año de bachillerato, ya que pensaba estudiar Pedagogía. Acepté gustosa, aunque en aquél momento desconocía yo su motivación para convertirse en Pedagoga. A los pocos meses de estar llegando ella a mi casa para estudiar matemáticas, me contó su triste historia de la escuelita de la comarca.
Benelda supo que aquella profesora sin vocación aún estaba en Kuna Yala, por lo que se había trazado la meta de ir con su diploma de pedagoga para mostrárselo a la maltratadora y expresarle delante de los alumnos que estuvieran ahí, que ella, Benelda, no es ninguna tonta, que ningún niño, ya sea indígena o no, lo es. La nuestra fue una amistad muy linda, Benelda me permitió acompañar sus estudios durante ese año y durante los cinco años siguientes en que paulatinamente hizo realidad su sueño de convertirse en pedagoga. Llegó el tiempo de preparar su monografía. El tema fue: Incidencia de la Educación Oficial en el Universo indígena.
Leyó a Rousseau, a Pestalozzi, a Kant, a Saint Exupéry, a Darío, a Víctor Hugo, a Piaget, a Decroly, a Rosemond, a Calderón de la Barca, a Ingenieros, el Popol Vuh, etc. Para enriquecer el enfoque y el criterio, vimos juntas algunos capítulos de Los Simpsons, de Los Padrinos Mágicos, analizamos la letra de la canción infantil “Los pollitos”, y los domingos por las tardes íbamos a ver a un grupo de chiquillos que jugaban fútbol en la playa de Panamá Viejo, un bonito barrio de pescadores que quedó atrapado en la modernidad capitalina. Con ellos intercambiábamos opiniones acerca de cómo les iba en la escuela, cómo valoraban ellos a sus profesores, qué les parecía la escuela en general y cómo se sentían los lunes a la hora de despertarse para ir a clases.
Benelda preparó su monografía con tanto amor como no he visto jamás, el amor que puso en cada detalle era especial, entregaba el alma entera en cada hora de arduo trabajo. La monografía estuvo lista un viernes. Se tomaría el sábado para descansar y el domingo iría a mi casa a recoger el manuscrito para presentarlo el lunes a sus mentores en la Facultad para revisión. No llegó domingo a buscar el manuscrito como habíamos acordado. El lunes la llamé pero su celular sonaba apagado. En su casa tampoco contestaron el teléfono. A eso de la 1 pm llegaron dos compañeras de ella a mi casa, se detuvieron en la entrada, las vi raras, pensé que Benelda estaría escondida en mi jardín y la busqué, pues siempre estaba bromeando y escondiéndose para hacernos reír con sus ocurrencias. No estaba. Entonces vi las miradas de las dos visitantes y pregunté: ¿Qué pasa? ¿Dónde está Benelda? Una de las recién llegadas dijo a la otra: “Se ve que doña Miriam no sabe”. Ante esas palabras exigí de inmediato: ¿¡¡¡Qué es lo que no sé!!!? Ambas mujeres rompieron a llorar mientras relataban: “Benelda murió ayer en un accidente. Fue con sus hermanos a cenar y luego vendría aquí. Salían del parqueo cuando apareció un auto a toda velocidad conducido por un jovenzuelo en avanzado estado de ebriedad y los chocó destrozando completamente el auto donde venían, muriendo ambos instantáneamente”.
Pocos golpes me he llevado en mi vida que me dolieran como aquél. Perdiendo a Benelda, Panamá perdió a una ciudadana ejemplar, valiosa como profesional, valiosísima como ejemplo de superación y mucho más valiosa aún, como ser humano que logró elevarse por encima del trauma que más allá del maltrato emocional, fue una total negación de su valor como integrante de un grupo social que desde tiempos coloniales ha sido menospreciado y postergado. Los compañeros y las compañeras de Benelda dedicaron su graduación universitaria a su memoria, cada uno de ellos guardó una copia de su monografía; yo también conservo una, pero más que un recuerdo material, conservo presente la decisión inquebrantable de una niña de 5 años que supo enseñarnos cómo se lucha y cómo se vence.
Miriam Jeann escribe desde Managua, Nicaragua. Especial para ARGENPRESS CULTURAL