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› Por El Lector Americano
(Burke, 22 de marzo de 2025)
Siempre me gustó Fernando Pessoa, antes de hacerse famoso. Cuando lo que se conocía de él en castellano eran los grandiosos poemas que había firmado con su nombre, o tres o más de sus seudónimos: Alberto Caeiro o Alvaro de Campos, por ejemplo. O Bernardo Soares, otro de sus alias, la voz del “Libro del desasosiego”, y otros nombres (serios y cómicos) a los que Pessoa apeló a lo largo de toda su vida, o esa inmensidad de textos que habían quedado ocultos su famoso baúl cuando el poeta murió en 1935.
Hay que decirlo, el fenómeno de su desdoblamiento que vino después del baúl, reveló no sólo a un nuevo Pessoa: también un Pessoa en prosa tan importante como el poeta. La magnitud del Libro del desasosiego (con que ensambló su andamiaje en su obra) dejó claro de que quedaban muchas páginas escritas por Pessoa. Quienes conocieron el contenido del baúl confiaban en ganar por lo menos otras dos décadas para seguir trabajando con su material inédito. Y lo necesitaban en serio, por la potencia que significó aquel descubrimiento (era un creador multitemático), que demuestra la pluralidad de Pessoa, y otras sorpresas que vinieron.
Plata y vino. Hace muchos años, estando en Horcones, una playa de Chile, la primera semana de febrero 1982, me crucé con unos turistas brasileños /portugueses. Eran unos jóvenes, que viajaron a conocer el Océano Pacífico. Vinieron por diez días y aunque no tuvieron ni un solo día de sol intenso, la pasaron bomba instalados en una casa hippie que tenía una mesa con vista al mar. Y cuando el día era lluvioso, vaciaban una botella tras otra de “vino verde”, algo completamente novedoso y ajeno a la mala onda del Chile en dictadura. Estos jóvenes se la pasaban hablando, y mirando el Océano Pacífico, al amanecer y al atardecer. Ese año yo tenía diecisiete añitos, y era un pichón de cuadra. Casi no había tratado con extranjeros o trasnacionales, y allí, en esa caleta de pescadores, no había visto en mi vida ese raro vino inventado en Portugal. Hasta que un día, caminando hacia la caleta vi una caja de cartón con envases de vino vacíos que dejaba “mis turistas importados”, y les pregunté dónde las habían conseguido. Le quería hacer un regalo a mi padre. Uno de ellos me dijo, muy gentil, que lo habían traído ellos, pero que igual podría sorprender a mi padre, y me hizo pasar a su casa para regalarme una botella.
Eran tres mujeres y cuatro hombres, tres portugueses y los demás brasileños, todos arriba de los veintitantos años, y me dijeron que se juntaban una vez al año porque estaban enamorados de Fernando Pessoa. Todos ellos estaban “solos” (solteros) y todos salvo uno, estudiaban o estudiaron en la universidad. Pero se consideran “aficionados” a Pessoa, y hablar de él era su pasatiempo excluyente, y por eso se juntaban todos los años. Habían estado en diferentes lugares de América Latina. Se juntaban para seguir hablando de Pessoa, de manera poco ortodoxa y académica, con vino verde para regar generosamente esos encuentros.
Me contaron que para entender a Pessoa primero había que saber de su desdoblamiento, los seudónimos del poeta. Que el análisis literario se lo dejaban a los “profesionales”: que ellos solo quieren conocer más al poeta. Porque a “El Fernando”, como lo nombraban ellos, un poco de chiste (una diferencia con los insufribles académicos profesionales), tiene sentido y razón con un toque de humor, y entre copa y copa de vino verde. Me dijeron que descubrieron a Pessoa porque re significaba la tristeza que los aquejaba a ellos: entre la angustia y el sinsentido, la furia y la parálisis emocional (un signo de este tiempo, y demasiado incluso en en 1982). Pero, por otro lado, gracias a la “tristeza” de Pessoa (y los frutos verbales de esa tristeza), ellos aprendieron a sobrellevar la de ellos. Que trescientos cincuenta y cinco días al año cada uno investigaban a Pessoa, y diez días al año compartían esa información todos juntos. No les envidié para nada la búsqueda de información solos, pero sí los diez días que estaban juntos.
En esas jornadas de junte, vivían en otra dimensión la vida. Digo esto porque las tres tardes que compartí con ellos, descubrí a lo menos siete Pessoas que no tenía idea de que existieran.
Pessoa autor de un tratado de gramática (inconcluso), Defensa e ilustración de la lengua portuguesa, donde sostenía que el portugués era una lengua que no tiene, como otras, “esa abundancia infinita, ni esa concisión estéril que limita a la hora de escribir cartas de amor”, y que “no es tan florida de hacer alarde, ni tan árida que como para meter mano de otras lenguas”. Que a la hora de contarle algo a un amigo (un Pessoa conservador y monárquico) se vale solo de la metáfora directa. Aquí también dice (un Pessoa que lo corrige) y agrega: “Que para aprender y para enseñar, mejor el inglés, y para sentir y expresarse siempre el portugués”. Ja!
O el Pessoa inventor, (el mismo poeta), una cruza entre Borges y un inventor loco, que sueña comercializar un nuevo tipo de máquina de escribir, o un anuario “sintético”; o un sistema de papel para cartas con sobre incorporado, y un código universal de cinco letras.
O su confesión como coda: “necesito sesenta dólares por mes para mis gastos y sólo gano treinta” (una nota escrita en inglés, prefiriendo el dólar estadounidense, de 1915, cuando aún no era la divisa financiera del mundo, como lo fue después de la Segunda Guerra).
O el Pessoa publicista, que inventa un slogan para la Coca-Cola (“Al principio parece extraño. Después se arraiga”), que conmocionó al Ministerio de Salud Pública, quienes confiscaron los refrescos recién importados de Estados Unidos, alegando que contenía una droga que producía adicción.
O los sucesivos Pessoa político, que discute con él mismo una serie de tratados (todos inconclusos, y contrario al único texto político publicado realmente: la Defensa y justificación de la dictadura militar en Portugal, que después también renegó). O títulos como: Diálogos sobre la tiranía, La opinión pública (donde dice: “Ser liberal es odiar a la patria, la democracia moderna es una orgía de traidores”). O Teoría de la república aristocrática, El prejuicio revolucionario, La república portuguesa y El hombre, ese animal irracional, cuyos puntos de partida suelen ser siempre los mismos (¿cómo establecer el contrato social si los hombres no se aman?).
Textos que incluyeron frases del tipo: “Decir que Teixeira de Sousa fue el responsable de la caída de la monarquía es como concluir que la muerte de un enfermo fue causada por el estado de salud que lo precedió”.
O el Pessoa «teórico empresarial», que desde las páginas de la Revista de Comercio y Contabilidad, que hizo con su cuñado, ofrece textos cortos para directores de empresa con máximas del tipo: “El comerciante no tiene una personalidad; tiene un comercio”, o reflexiones como: “Así como nuestro cuerpo delega una función en un órgano determinado, el dirigente de una organización delega una función precisa a un subalterno. O éste es el secreto de cualquier organización eficaz: “hay una jerarquía de cargos; no hay una jerarquía de funciones”. ¡Eso!
Pero hubo más: El Pessoa ocultista, cuando una madrugada de 1930 recibe en los muelles de Lisboa al satanista Aleister Crowley, luego de que éste fuera expulsado de Italia, Francia e Inglaterra, quien le dijo: “Qué idea la de enviarme esta niebla para recibirme”, dice el visitante a su anfitrión no más llegar”.
Este episodio termino con el aparente y alegado crimen o suicidio del satanista en un acantilado llamado Una Boca de Infierno: un hecho que investigó la policía portuguesa e incluso Scotland Yard, quienes interrogaron sin respiro a Pessoa. Hasta que Crowley reapareció vivo y coleando en Alemania.
Y, para el final, en estas investigaciones, está mi favorito: el furibundo e inconsolable Álvaro de Campos, otro de sus seudónimos. El autor del poema, entre todos los poemas del mundo, “Tabaquería”, un joven temperamental que se describe: “ser vivo, animal, mamífero, bípedo, primate, placentario, antropoide, soltero, megalómano, degenerado de primera línea, poeta con pretensiones de humorista, ciudadano del mundo incurablemente idealista, que en nombre de la verdad, de la ciencia y de la filosofía, sin campana, ni libro, ni cirio, pronunció la sentencia de excomunión contra todos los sacerdotes y todos los fieles de todas las religiones de este mundo”.

Un Pessoa o Álvaro de Campos, que lamenta las limitaciones del lenguaje “porque todas las palabras están fatalmente cortas”, o el redactor y defensor solitario, que dijo: “La sinceridad es el gran obstáculo que el artista debe vencer. Sólo una constante disciplina, un entrenamiento para no sentir las cosas más que literariamente, pueden elevar el espíritu a esa cumbre”.
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En verano de 1982, en la playa de Horcones, mis extranjeros preferidos estuvieron hablando todo Fernando Pessoa y más. Nunca les oí gritos ni risotadas, pero me bastaba asomarse a mi ventana y verles. Enfrascados en un interminable disloque sobre Pessoa, espantando la tristeza con sus risitas melodiosas, y cuando el vino verde se les acabó, siguieron con vino blanco patero, común y chileno.
El día en que se iban fui a despedirlos. El Mar del Pacífico golpeando la costa en una nublada mañana poética. Quise agradecerles una vez más la inmensa lección en mi aprendizaje. De todos los secretos de Pessoa que me habían revelado, pero se pusieron tristes enseguida. Había una cierta desolación entre ellos. Me quedé quieto, viéndolos cargar sus bolsos en los taxis que los llevarían a la terminal de buses, y me preguntaba si habían elegido Horcones porque sabían que iba a estar nublado todos esos días. Antes de subir al auto, el que me invitó a participar las tres tardes con ellos, y me dedicó la sonrisa más triste y honesta que vi en mis primeros años de juventud. Miró al cielo y dijo: “Qué pena, mañana va a salir el sol”.
Después oscureció, y yo, seguía siendo un pichón de cuadra, y cuando visité Lisboa años después recordé a esos jóvenes poéticos, también a Pessoa… y cuando los muelles de Horcones me iban cambiando una vez más, y en Portugal bebí vino verde en honor a ellos, a Pessoa, y al pichón de cuadra que se me apareció en la mirada de mis hijos…