Foto cortesía.
› Por El Lector Americano
(Burke, 25 de marzo de 2025)
Antes le decían autorretrato, o auto/fotografía… Pero los tiempos cambian y el Selfie, es su nombre registrado, o el solitario gesto de una persona mirándose a cámara. Un gesto de una persona feliz y contenta —pienso— no tiene nada de malo. En tiempos de híperrealidad ya no abundan los sonrisas. Es casi una gesto en extinción. Me refiero, claro, a las personas completa y absolutamente vivas y contentas. Pero, ojo, las hay, y muchas (no demasiadas) personas contentas a corto plazo, pero en tiempos de selfie surgen más y más, pero no en vivo, si no fijadas en la pantalla.
Y hoy, claro, hay que andar con mucho cuidado: estamos en temporadas de muchos felices por obligación, que frente a la cámara, con temporizador automático, tienden a la autocomplacencia. Son felices de paisajes lejanos, almuerzos retratados, y optimismo de brindis, como en una nueva versión de “Un mundo feliz”, pero marca Disney.

Estamos en épocas de felices histéricos, de viajeros sin religión que creen en la eternidad de los aeropuertos que ya no creen en nadie, ni menos en ellos. Pero allí están, y allá van, entrando y saliendo de restaurantes, rutas de la seda, y monumentos del horror, para atenuar el impulso de hacerle un corte de mangas a tantos fotografiados que no fueron y que, por lo general, suelen ser aquello que nadie les conoce realmente.
Pero claro, si hay “algo” más perturbador que una persona selfie y contenta, es ver a ese ‘algo’, encarnado en un “político feliz”. Un presidente del primer mundo con manija. No hay muchos realmente. Hay tres o cuatro (menos el siempre complicado Zelenski) que se exhibe con laboriosos “negociadores de la paz”, que no funcionan mucho o arman otra guerra. Pero ahí están, anticipando el discurso como Emperadores, con el monólogo más (in)feliz del mundo (¿será como Bad Bunny en su gran especial de fin de año?), todos convencidos de que la gente se pone feliz de verlos. Los que odian al “Estado” como garante de equilibrio nacional por eso lo liquidan cordialmente para ellos. Como los de la Comunidad Europea, que se baten a duelo dialéctico con golpes tuiteros, con euro-solipsistas atendiendo su mismo juego. Y el más contento de todos: Mark Rutte, jefe de la OTAN, que consigue todo sin hacer nada. El tipo que estuvo toda la noche en una cena junto a sus amiguetes que, luego de discursos soporíferos, despertó a todos lanzando un: “muchísimas gracias a todos… ¡Y vayan preparándose para la próxima guerra intercontinental!” Sólo le faltó añadir un: “Hay que hacer que Europa vuelva a ser grande”.

Y sus compañeros europeos abrieron los ojos como platos, y los no-europeos hablaron de “fallido”, “deserción”, o “recurso político” o “posibilidad cierta de que el año siguiente vuelva todo a estar mejor”.
Después vinieron las selfies, para intentar explicarlo todo, para poner en evidencia que, en ocasiones, la mejor defensa es no hacerse ninguna selfie. Y en un acto de sinceramiento subliminal se dijo: “Lo que pasa es que estamos todo el día de cena en cena, sacándonos fotos, y ‘el Jefe de Jefes’ es más de más ‘Brunch’ que de cenas”.
Más tarde, un cientista político de la Universidad de Wichita College, dijo:
“En ciertas horas del día la cabeza ya no está tan viva”.
Después surfeando por el buscador maestro de Google (donde años atrás leí que las preguntas que más se/le hacen a las personas son: (a) ¿Cómo ser feliz?, (b) ¿Cómo evitar el insomnio?, y (c) ¿Cómo impedir los gases del tipo invernadero?)… Pues bien, encontré el sitio donde se acuñan frases felices del nuestro sabio popular Carlos RonCarlos, quien dijo: “Las cosas más pequeñas con significado son aquellas donde las cosas inmensas no significan nada”.
Y, claro, cada vez hay más insignificantes pequeñas cosas que consumir. Algunas muy caras. Muchas de ellas dicen ser teléfonos celulares que te ayudan a vivir. Y ante semejante avalancha de cosas, los especialistas recomiendan, como primer paso, extirpar la palabra “selfie… o felicidad al pedo…”, del vocabulario.
También recomiendan reemplazarla por una alternativa como: “paz mental” o “satisfecho” o “déjalo ser” o algún emoticón de esos del “Ratón Pérez”.
Otro consejo del mundo selfie es olvidarse del pasado y sólo pensar en el futuro, y tomar distancia de toda relación o persona que te aleje del gozo de estar con el otro.
Leo, y me digo que –como manual de instrucciones– es bien poco práctico cuando no imposibles ser así. De llevarlas a cabo, estaría más solo que “Kung Fu”, caminando por el desierto, desarrollando una nueva forma del sexo a partir de la extraña vida de David Carradine.
Porque hay quienes buscan la felicidad constante como forma de glamour pese al trágico estado de las cosas. Aseguran que -con este capitalismo bitcoin- su soledad o tristeza a través de grandes reservas fotográficas de la alegría. De que se a vuelto completamente irreal esa forma de vida que por naturaleza se conseguía a base de esfuerzo, desilusión y sueños rotos. Ahora las sonrisas instantáneas pasaron a ser un fin, y no una consecuencia de hacer vida real. De que las vidas serán memorables solo si tienes seguidores que te levanten un dedo para arriba, por cualquier tontería que hagas en tus redes sociales. Y tú andes diciendo que estás muy ocupado haciendo justamente eso…
Por otro lado, hay un psiquiatra, Boris Cyrulnik, —el padre de la resiliencia, y autor de Los patitos feos— quien afirma que “nadie sabe definir muy bien la felicidad”… que llevamos milenios soportando el sistema sufra ahora/goce después. Que parece que en tres décadas más, la Singularidad se fusionará al hombre con la máquina, y alterará para siempre ese patrón maquinista, y todo será cuestión de idas y vueltas, y no se sabe si hay algo para adelante.
Mientras tanto, me dispongo —por un año más— a contemplar la nueva primavera. Y miro dos películas acerca del asunto del desdoblamiento personal selfie.

La primera es literal: “La vida es bella” de Frank Capra. La segunda no tanto: “Duro de Matar”, de John McTiernan. En la primera, James Stewart está metido hasta el tuétano en un pueblito. En la segunda, Bruce Willis está atrapado en un rascacielos japonés/americano. A James Stewart lo rodean familiares y acreedores y un ángel bastante pesado. A Bruce Willis una ex esposa, un policía gordito afuera del edificio, con quien se comunica por radio, y terroristas alemanes (comandados por Alan Rickman, quien se hizo famoso mundialmente gracias a esta peli). Y las dos películas te hacen pensar que ahora los malos serían acreedores de FMI y yihadistas del más allá del Río Jordán.
Las dos películas te dejan la idea de que: “es bueno sobrevivir, y que dejar de existir puede ser algo muy complicado”.
Pero a no preocuparse: al final ambas películas (ignorantes o no de la letra pequeña: James Stewart estará siempre en deuda con sus vecinos y nunca se irá del pueblito; y Bruce Willis, volverá a pasar en cinco ocasiones más o menos lo mismos momentos de acción pero más mortales.
Pero los dos actores serán bastante felices.
¿Y yo? También por supuesto. Por eso me hice una selfie para mi propio recuerdo, y me dije: ¿qué estoy haciendo aquí? Ah, si, estoy más allá del bien y el mal.