Adolescencia en provincia

Adolescncia-nnnnPor Alberto Pinzón Sánchez

La sacristía de Provincia era una vieja casona tradicional colonial, construida con gruesas paredes de adobe y techo de teja roja de barro, con un gran alero sobresaliente y un balcón corrido de madera sostenido por una arcada de columnas de gruesas vigas, y adornado en su balaustrada con macetas de geranios, claveles y helechos colgantes. La separaba de la Iglesia parroquial del pueblo, un pequeño parque tapizado de grama verde, en cuyo centro, rodeado de varias palmeras, había un busto plomizo de un personaje calvo y barbado, de quien se decía había fundado Provincia, o mejor que había construido a punta de machete el camino de herradura hasta Bogotá.

Allí, junto con el párroco, su parentela y sus sirvientas, también vivía Pedronel Velasco, quien hacía los trabajos de Sacristán. Pedronel era de mediana edad, bajo rechoncho pero macizo, de mirada oscura y huidiza, pelo desgreñado, la boca casi sin labios y la cara salpicada de pecas carmelitas. Casi en diagonal a la casa de la sacristía, en el marco de la plaza principal del pueblo, quedaba la casa de don Pedro María Ariza, quien vivía con su esposa y sus tres hijos varones.

Don Pedrito como lo llamaban los parroquianos, era fornido de tez blanca, ojos grisáceos y se dedicaba al comercio de mulas para el trasporte, que levantaba en una finca que tenía en la orilla del río, donde cruzaba un enorme burro cenizo, según decía él traído directamente de Castilla, con un sinnúmero de yeguas viejas ya muy servidas. Sus hijos mayores le ayudaban es esas faenas, mientras su hijo menor Julio César, en el inicio de la adolescencia y el consentido de su madre, permanecía la mayor parte del tiempo con ella, o asistiendo a las clases de primaria en colegio de Provincia.

Un día luminoso del verano, cuando empezaba a apretar el sofoco por la ausencia de brisa, llegó gritando y en un escándalo estruendoso a la casa de la alcaldía de Provincia, la madre de Julio Cesar trayendo alzado entre los brazos el cuerpo amoratado y muerto de su hijo; pidiendo en medio de llantos y gritos, justicia. Entre sus alaridos se podía entender que don Pedrito, su marido, había dado una golpiza a su hijo menor, con el bordón de guayacán endurecido al fuego que le servía de zurriago mulero, hasta producirle un severo traumatismo cráneo encefálico que le causó la muerte.

Alarmado el comandante del puesto de policía, abriéndose paso por entre el tumulto de curiosos, se hizo presente en la escena y ordenó inmediatamente a su guardia traer detenido a don Pedrito para proceder a su interrogatorio.

-Sí señor, reconoció poco después don Pedro con absoluta frialdad ante el funcionario judicial que lo interrogó: – Había que castigar ese badulaque. Tal vez se me fue la mano, pero tocaba no dejar así no más ese sacrilegio, agregó.

-Juzgue usted señor juez, continuó; el muérgano ese, alcahueteado por su madre no hacía nada de utilidad. Se la pasaba haciendo que estudiaba, pero la verdad era que se salía de la casa a jugar con sus amigotes del colegio. Y últimamente, había hecho una amistad con el Sacristán muy rara, y se la pasaba todo el día con él y la barrita de amigos, disque cogiendo palomas en el techo de la iglesia.

-Pero, eso no es una falta como para matarlo a garrotazos añadió el interrogador. -No era solo eso respondió rápidamente don Pedro, quizás remordido. El padre Silvestre, el párroco, anteayer me llamo y me contó lo que en realidad hacían esos muchachos en la iglesia. El Sacristán ese, que es un vivo, a cada uno de ellos les cobraba mil pesos por dejarlos entrar por la puerta de atrás de la Iglesia. Allí, y el mismo Julio Cesar me lo confesó llorando, a una santa que está en la nave lateral y que tiene una cara muy linda y un vestido largo de raso verde cubierto con capas de terciopelo y rebozos blancos; la bajaban del altar, la ponían en el suelo y por turnos, los muy bellacos, por entre todos esos ropajes, se la fornicaban.

Pocos días después de pasado el triste entierro de Julio César, apareció en una acequia cercana al río el cadáver del Sacristán. Tenía un disparo en la frente, los ojos desorbitados por el terror, y las manos abiertas en señal de súplica. Y en el pueblo, los días sofocantes de verano como gotas gruesas de aceite, continuaron sucediéndose uno tras otro, cual si no hubiese pasado nada.

 

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