Aprender a volver mejores 

Foto: Yanko Farias

Por El Lector Americano 

 

Túnez, 26 de febrero de 2023.- Hoy me apareció este texto en ‘mis recuerdos’ de Facebook. Y tiene que ver con los espacios de encuentros que tiene una ciudad como Buenos Aires, más allá del mundo “ArgentinaMundialCampeón delMundo”.

En mi última estadía en Buenos Aires, 2010/2014, encontré este lugar muy especial en el barrio del Abasto: El Bancadero, que deviene de una expresión porteña que significa “bancarte”; escucharte, contenerte afectivamente y, a veces por qué no, ayudarte materialmente. Pues bien, este espacio es una ONG donde la palabra se traduce en acción. Allí el diálogo entre los que alguna vez habitamos el lugar es pausado, suave, con las palabras adecuadas para que te escuchen, y escuches. Nadie eleva el tono de voz para no incomodar al resto. Cuando quieres tomar “la posta” levantas la mano, y cuando terminas de relatar tus experiencias, los otros compañeros te dejan ser. Porque allí solo se vale hablar en primera persona, desde ti, de algo que te haya tocado o te haya conmovido de la historia del otro. Por eso es que para referirse a tus pares se utilizan los nombres propios, aunque hay quienes prefieren llamarte simplemente compañero. Todos los que van allí, provienen y llevan diferentes formas de vida. Y eso, este detalle, las diferencias, al final realmente suman, y nos asemejan pues al final cada uno carga su historia, a veces muy relacionada con la del otro. Allí, con sus trabajos y actividades disímiles, nos vamos abriendo caminos al final de cada sesión, gestando una especie de unidad desde lo intangible. Allí dejábamos de lado nuestras diferencias para compartir una semejanza: recuperarnos de una pena inmensa, de no sentirnos solos y, a veces, salir del aislamiento, pero fundamentalmente de querer entender al mundo a través de un panóptico emocional: ser EMPÁTICOS. A animarse dentro del grupo a tener algún tipo de compasión frente al dolor del otro. Sin intenciones solapadas de habilitar el “sí de los tontos” ni menos callarse la boca cuando el que habla, lo hace desde el desprecio, y no desde el dolor genuino. También era un espejo de cómo las personas estigmatizan a otras, por la “portasión” de intensidad y sentimientos en el cuerpo. De cómo a veces a esas personas se les expulsa del mundo de los “normales y buenos”.

Allí también activábamos la práctica de dejar de andar ‘pidiendo perdón’ por tantas ‘cagadas’ que le hacemos a los otros, día tras día, años tras años, y a veces toda una vida. De reflexionar acerca de pedir perdón y no bastardear ese gesto, para al final no tener nada. Hacernos cargo de nuestras propias responsabilidades y, por lo tanto, dedicar toda la energía del grupo terapéutico en extirpar la censura o la autocensura de lo que nos ‘complica’, sin ser calificados de conflictivos. Esto, subyace en la idea de transformar una parte de ti mismo por medio de lazos que se establecen cuando tú escuchas al otro; como una especie de testimonio de continuidad que, como sabemos, es base para cualquier cambio personal. Porque, aunque gocemos varios soportes comunicacionales como el Facebook, Instagram, y blogs, los que estuvimos allí sabemos que la precariedad del anclaje humano está directamente relacionado con el encuentro real con otras personas. Donde la indignación, la tristeza, las humillaciones varias, sean dichas y concebidas no para creernos “los mejores”, o las víctimas sobrevivientes del mundo tristeza. No. Porque hacerse cargo, no necesariamente implica sinceridad plena, incluso cuando mientes, los que estuvimos escuchándote entendimos tu verdad. Por eso contar, confesarte con otros, funciona porque hay un contrato implícito de entender/entenderse cuando los otros saben de qué hablas.

Y porque vivimos en un mundo inestable, hecho de trayectorias inciertas, de relaciones afectivas quebradas, de proyectos, patrimonios y trabajos, que se esfuman mes a mes, y lo único que se “deprecia” en el mundo social son las depresiones, justamente por eso existen este tipo de espacios. Para ganarle al sentimiento del agobio ante la ausencia del “otro”, el que te banca, y para que no todo se interprete como una fuga de temporalidades (no tengo futuro…), de motivaciones (no tengo fuerzas…), y de coraje (no soy capaz, no sé, no necesito ayuda, o no puedo…).

Sin duda El Bancadero fue, es eso; la unión solidaria que posterga los intereses individuales para engancharte al mapamundi del lugar en donde habitas. Un lugar que de alguna forma –por lo menos para mi–  me dictó que existe el bien común sentimental, cuando ordenas y limitas tus rollos en relación con los demás. También que –si la buscas– se puede encontrar una terapia (de grupo) que siente bases en la fraternidad, que te ayude a que si te toca cruzarte con un tipo que te diga: “No, no soy empático”, que eso no te joda. Porque allí también aprendiste a entender los precedentes de la mala vida, que te ayudará a marcar el piso y los límites de los lugares geográficos y humanos por donde te vas moviendo.

El Bancadero, un salto personal/emocional que no se produce a través de las fatuas intersecciones vía Facebook /Instagram, porque allí nunca sabrás fehacientemente cuánto de nosotros hay en el otro, para luego vivir y volver mejores.

 

 

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