Ardillas de agosto

Por El Lector Americano

(Burke, 4 de agosto de 2024)

Cielo azul y árboles verdes marrón glasé, que se extienden hasta el borde del camino, con sus ramas gesticulando como muñecos de feria. Un silencio supremo y enteramente estadounidense. Cortinas bajas, puertas cerradas. Aquí y allá una bandera norteamericana para señalar que allí vive un milico. Fachadas insomnes y abruptas, casi todas iguales; inmaculadas, salvo por el paso de las ardillas o ratones que generan rincones y rinconcitos por la sombra proyectada por los árboles.

Al pasear por Burke, encuentro ese otro país, el Estado Unidos de los primos Jefferson, de los Washington, o el país de George Mason. Pienso en la vida de los esclavos traídos desde Mozambique o Nigeria, todos ellos sobrecogidos en el nuevo mundo, con sus saltos de estilo a estilo. Pienso en Kunta Kinte y en sus terribles padecimientos, y me pregunto si no habrán perdido el estilo elegante de los virginianos cuando azotaban al hombre negro y desvirgaban a las bellas mujeres africanas. Las cosas que pienso cuando camino por los senderitos de Burke. Estos divagaciones ocupan mi mente, pero con cierto límite; cuando cruzo al Waltmart, dejando atrás el carnaval de ardillitas, no dejo jugar a mi mente con esas ideas. En ese interregno no puedo pensar en nada… excepto que soy un ser vivo sensible cortado por el milagro de esta vida the American way of life, que refleja un mundo olvidado, de cierta infelicidad, pero con onda.

Los caminitos burkenses tienen huellas de realismo mágico; árboles inclinándose empañan tus gafas; el viento levanta y llena con murmullo rumoroso tu cuerpo, los árboles derraman lágrimas y se estremecen cuando pasas a su lado. Esto me corta el aliento. Justo yo, el menos religioso, y no tengo a quién comunicar esta experiencia religiosa.

De pie, solo e indefenso, y con la cabeza húmeda, descubro que las ardillas no entienden mi lengua. Ninguna ardilla ha oído hablar de Cristo, ni de chiripa. ¿Cristo? Ellas solo deben pensar si podrán meterle el diente. «¡Queremos nueces, bayas o avellanas!», me chiflan estos reodores bonitos, mientras permanezco allí petrificado, con mis ideas delirantes, con mi bautismo, comunión y CONFIRMACIÓN, que no fue otra cosa que mi trapecio seguro propio, hasta que me un día me caí. Con este diálogo con ardillas, mi cosmogonía queda en línea de espera.

Las ardillas se deben haber defraudado. Esperaban nueces, maní, pistachos, o maní salado. Ellas mastican y mastican, pero mis palabras son como un chicle y el chicle para ellas es pegajoso. El chicle es una pasta con azúcar, pepsina, y qué sé yo. Después, bueno, llegaron otros chicleros, por la costa desde el otro continente, que hoy llaman turistas. Son ellos los que trajeron el lenguaje pegajoso. Dicen los que saben, que en el desierto de Arizona se encontraron con colonos del norte, masticando chicles como gomas negras. Poco después de que la tierra llegara a su inclinación Norte/Sur en perfecta desigualdad: entre la falla de San Andrés de California hasta las masetas tectónicas de Nazca en la costa peruana. En el fondo del mar, al interior de la tierra, los tipos encontraron piedra pomes. Pues bien, allí los chicleros ancestrales, por sus cojones y desde el fondo de la tierra/sur, inventaron el lenguaje chicloso. Se comieron un montón de chicles y las tierras aborígenes, dejando pegajosa la tierra con sangre de cuerpos aborígenes, y su habla, y sobre todo sobre su lenguaje mágico. Por suerte ese lenguaje persistió. Aquí y allá, norte/sur, se encuentran los restos de una cultura del antes del mastique, con una placa cubierta de marcas Pop/Trident/Juicy fruit/Bubble Gum y demás… en fantasilandia y también en la Plaza San Pedro en el Vaticano.

¿Qué tiene que ver todo esto conmigo, los bosques de Burke y las ardillas? Me imagino que la palabra que tienes en la boca es anarquía. Pero resulta que no. Porque solo yo conozco los ríos de sangre que emanan por mi sudor. Mientras tú estabas formando palabras, con los labios entreabiertos y la saliva cayéndote por el maxilar inferior, yo por medio de esta reflexión anárquica he atravesado media América de un salto. Y si tuviera más lecturas hechas, porque algunas son bastantes mediocres, y abriera un agujero en un costado de mi biblioteca, quizás podría re significar material suficiente para llenar la Biblioteca del Congreso. Me detengo diez minutos allí, y devoro años, décadas y siglos, para que este texto sirva como cedazo por donde filtro mi anarquía, y todo se transforme en palabras. Y después de estas palabras, el caos. Y ojo, cada palabra tiene una franja horaria con protección al menor, como los maderos que usaré para hacer una verdadera verja. Y no perder poco a poco el blindaje del costado izquierdo de mi corazón.

Cuando vuelvo a casa, revelo que tiene un aspecto de casita de niños: con placita de juegos y tirolesas goteando después de la lluvia. La sala/living centellea. Me tiro en la cama aturdido, pensando en las ardillas y en los hombres antes de su nacimiento. De repente, empieza a zonar música desde la sala, música hermosa y vital, casi sobrenatural, que me transporta a los ríos rojos de Entre Ríos. La canción es de Jorge Fandermole, y se llama Oración del remanso”. Resuena una guitarra y un acordeón, con compases largos, persistente, con acentos embriagados y llorosos. Termina la canción, y cuando vuelve el silencio, me doy cuenta que hay una última nota que apenas roza el silencio de la tarde: un simple tantán tenue y agudo que se extingue como una llama.

Otro día caminando por los senderos de Burke, con ardillas, y banderas norteamericanas colgadas en algunos portales de las calles Pond. Me hago un pacto tácito conmigo mismo: no cambiar ni una línea de lo que escribo. No me interesa ser perfecto en mis pensamientos ni menos en mis acciones. Con la perfección de Richard Ford y la de Dostoyevski, estoy hecho. (¿Hay algo más perfecto que Crimen y Castigo?). Lo mío es solo especular con el texto. Porque nada ni nadie podrá superar las cartas de Van Gogh a Theo. Allí puedes encontrar una perfección que supera a una y otra a la vez. Es el triunfo del genio loco y el individuo sobre los colores y las palabras.

Hoy solo hay una cosa que me interesa; consignar todo lo que se omite en las crónicas sobre el mundo suburbano de los estadounidenses. Que yo sepa, nadie camina por aquí: el automóvil es la antigua carreta del traslado humano. Pocos usan el aire, o rodean los árboles, senderos y menos hablan con las ardillas. Sólo los patos, que cruzan los cielos de Burke parecen extraer la vida, en grado satisfactorio, cuando desde el cielo nos dicen: «cua, cua, cua». El mundo Burke exige acción, pero sólo obtenemos explosiones gimnásticas fatuas de personas trotando para bajar de peso. Las revoluciones cosmogónicas de las ardillas nos dan una idea. Y viviendo aquí te das cuenta que ellas estaban antes que nosotros llegáramos. ¿Vivimos un millón de vidas en el espacio de una generación de Ardillas? Mmm

Las ardillas nos enseñan algo re importante para nuestras vidas: el equilibrio y no centrarnos en las pérdidas. Así es, porque ellas solo encuentra un 10% de la comida que esconden y entierran. Y gracias a ello, nacen nuevos árboles cada año en los bosques.

Al final aprendemos más del estudio de la Zoología, o de la vida en las profundidades de los bosques, que en el gesto del hombre y su drama.

¿Como era eso de la fuerza de los deseos?

Ah, siEn el rededor de los senderos de Burke, el caminante no se ocupa de otra cosa que de la cosmogonía del encuentro. Ha creado en su cabeza una noción con el propósito de encontrarse con alguien y ser feliz. El tema es que nadie camina por aquí. Por eso resalto la lógica irreal del mundo ardilla. Dar cuenta de cómo es posible que una persona pueda aliviar sus desvaríos a través de una acción concreta: el placer de mirar ardillas como transferencia, que es algo muy diferente a otros placeres que te ‘vende’ el mundo. Un placer que no es ni verdadero ni falso, porque todo placer es ambas cosas a la vez. Se goza de verdad, pero al mismo tiempo aquello que te da placer no existe en la materialidad, sino en la ficción que cada uno de nosotros habitamos.

Hasta esta mañana ardilla no había tenido conciencia de que este país también tiene un lado lúdico. Quizá sea porque un libro ha empezado a crecer dentro de mí. Lo llevo conmigo por todas partes. Camino por las calles con este nonato en mis entrañas, si hasta los policías me ayudan a cruzar la calle. Las mujeres se levantan de sus asientos para ofrecérmelo. Ya nadie me empuja con rudeza. Estoy preñado. Ando como un pato, con mi enorme vientre apretado contra el peso del mundo. He perdido completamente la ilusión del tiempo y del espacio: el mundo desplegó su acción a lo largo de este meridiano sin eje. En aquella especie de eternidad pendiente de un hilo sentí que todo estaba justificado, muy justificado; sentí mis querellas interiores, que habían dejado la culpa y los despojos; sentí el divorcio de Jennifer Lopez y Ben Affleck que bulle para surgir mañana en titulares sensacionales; sentí la miseria que estaba propagándose desde Israel, Caracas, Buenos Aires, y la larga y triste miseria que se derrama gota a gota en Haití. Pero en mi meridiano del tiempo no hay injusticia: sólo hay poesía en movimiento que crea la ilusión de verdad y justicia, en los rinconcitos donde viven las Ardillas de Burke.

Punto final.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Artículos Relacionados