Argentina: Un baluarte de la democracia liberal burguesa

Por Juan Guadenzi
Ahora, el debate en Argentina pasa por “la democratización de la Justicia”.
El voto -exactamente la misma herramienta que cada cuatro años en Estados Unidos confirma al designado por el complejo económico-militar para hacerse cargo del destino del mundo; que en el 2002 instaló en el gobierno de Turquía al actualmente repudiado Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) y que en el 2010 y 2011 lo convalidó; la misma que en tres ocasiones llevó a la Presidencia del Consejo de Ministros de Italia al delincuente Silvio Berlusconi y en Guatemala en el 2012 dio la victoria al genocida general Otto Pérez Molina, para abreviar no refiriéndonos a algunas de sus más siniestras consecuencias del pasado- parece haberse convertido en la única arma aceptada y aceptable por el pueblo argentino, incluidos los pequeños partidos de la izquierda “revolucionaria”.
Aun cuando conserva intacta su razón de ser: seleccionar periódicamente entre los grupos de poder económico y entre los mercenarios de la política cuál será el encargado de explotar y engañar al pueblo, justo es reconocer que es menos exclusiva y letal que en el pasado. “Nuestra base de operaciones ha consistido en la audacia y el terror que, empleados hábilmente, han dado este resultado admirable e inesperado. Establecimos en varios puntos depósitos de armas y encarcelamos como unos veinte extranjeros complicados en una supuesta conspiración; algunas bandas de soldados armados recorrían de noche las calles de la ciudad, acuchillando y persiguiendo a los mazorqueros; en fin: fue tal el terror que sembramos entre toda esta gente con estos y otros medios, que el día 29 triunfamos sin oposición”, le relataba Sarmiento en una carta a su amigo Oro refiriéndose a las elecciones de 1857.
Pese a que la idea de “progreso” , como lo indica Gary Hamel, nació con el Renacimiento, alcanzó su exuberante adolescencia durante la Ilustración, llegó a una robusta madurez en la era industrial y murió en el amanecer del siglo XXI, la noticia parece no haber llegado a la Argentina , donde, en materia política -como en tantas otras-, descontando los sucesivos golpes de Estado y dictaduras militares desde al menos 1930, gobernantes y gobernados se aferran a una concepción de continuo mejoramiento instrumental de este instrumento de dominación de clase.
Aunque, sin lugar a dudas, la “gran Argentina” de la generación del 80 y de las “presidencias históricas” de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, se sustentó políticamente en procesos electorales donde se hacían valer las libretas de los muertos, se compraban votos, se quemaban urnas y falsificaban padrones (esto no se enseña en las escuelas), hacia finales del XIX las clases gobernantes comprendieron las ventajas para la reproducción y fortalecimiento del sistema de la inclusión del pueblo, con los controles del caso: la famosa relación dialéctica amo-esclavo, de Hegel.
Vieron entonces la conveniencia de abrir una válvula de escape a aquella gran olla de presión en que se estaba convirtiendo la “república conservadora”. Así, adelantándose a Giusepe Tomasi príncipe di Lampedusa y su obra cumbre, “El Gatopardo”, comenzaron a pensar en cambiar algo para garantizarse que lo esencial no cambiara. Este fue el gran aporte al devenir de Argentina hasta nuestros días del hombre que, venciendo importantes resistencias, logró la sanción y aplicación de la primera ley que llevaría su nombre, Sáenz Peña, y que garantizaba el voto secreto, universal y obligatorio a los argentinos varones mayores de 18 años.
El fin (transitorio e ilusorio) del fraude fue considerado un notable avance hacia la democracia y la posibilidad de expresión de las fuerzas políticas opositoras. En términos sistémicos mucha menor importancia tuvo que en las primeras elecciones realizadas con las nuevas reglas de juego, en 1912, la bancada socialista (reformista, positivista) creciera notablemente y se sucedieran los triunfos radicales en Entre Ríos y Santa Fe. Inclusive, que en octubre de 1916 llegara a la Casa Rosada el representante de las capas medias de la ciudad y el campo, Hipólito Yrigoyen. Al final de cuentas, el considerado “primer presidente surgido de elecciones libres y democráticas”, creador del primer “movimiento de masas”, pionero de la alianza de clases y de la confrontación con algunos trust, sería el encargado de perseguir a anarquistas y comunistas y de aplastar sangrientamente al movimiento obrero en los conflictos conocidos como La Semana Trágica” y “La Patagonia Rebelde”.
No se trata aquí de historiar el “progreso” del sistema político argentino. Baste decir que el mismo ha sido producto de negociaciones y acuerdos, más o menos espurios, ente las dirigencias políticas y empresariales, con el pueblo como “convidado de piedra” o, a lo sumo, masa (entendida de acuerdo con la filosofía neo-marxista de la Escuela de Frankfurt, como la sociedad de individuos alienados y unidos por la cultura industrial al servicio de los intereses del capitalismo) dispuesta a apoyar y legitimar acríticamente, mediante referéndums o elecciones, tales acuerdos. El mejor ejemplo: el llamado “Pacto de Olivos” en el que, mediante la aceptación de una reforma constitucional (1994), el partido de Yrigoyen (la Unión Cívica Radical) garantizó su sobrevivencia a cambio de permitir que Carlos Menem, el peronista de turno en la Presidencia de la República, permaneciera en el gobierno durante un nuevo período.
Pero ¿acaso es una ironía de la historia que el principal legado del fundamentalismo de ultra-derecha en Argentina -corporizado en la bestial dictadura militar de los 70s.- haya sido la consolidación de esa democracia liberal-burguesa?
La respuesta sería más sencilla si esa dictadura hubiese logrado su objetivo estratégico: imponer una derrota histórica al movimiento obrero y a los sectores populares radicalizados. En tal caso, el camino de los “demócratas” (los empresarios medios de la ciudad y el campo, la sociedad “políticamente correcta”, los liberales y reformistas de siempre) para debatir en el Legislativo y sancionar por medio de elecciones presidenciales las políticas destinadas a preservar el sistema (capitalista) establecido, hubiese quedado libre de los molestos obstáculos de la lucha de clases (reivindicaciones de los trabajadores de los servicios públicos de transporte sin perturbar el normal traslado de los usuarios, para recurrir al ejemplo más pueril).
Pero, lo paradójico es que, pese a que tal derrota histórica no se produjo, como lo demostró la oleada semi-insurreccional como consecuencia de la crisis económico-política del 2000/2001, desde el fin de la dictadura hasta la actualidad (¡20 años!) ese orden democrático-burgués en lo esencial se ha mantenido; cuenta con legitimidad y consenso inclusive entre la mayoría de los jóvenes que, a diferencia de sus vecinos chilenos y brasileños, han perdido el espíritu crítico y la combatividad de otros tiempos.
¡Jóvenes que piensan que los males de la democracia se resuelven con más democracia,… corrupta, clientelista y fraudulenta, por definición! Entusiastas de una singular reinterpretación de la democracia liberal parlamentaria a la que, sin cuestionar la adhesión incondicional a un cierto juego de reglas formales que garanticen que los antagonismos están totalmente absorbidos dentro de ese sistema, le añaden el componente “popular”. De lo cual resulta un engendro como la criatura de Frankestein, en la que los menesterosos contribuyen con la carne inerte pero la energía la aporta la burguesía (o los tecnócratas al servicio de esta).
La contradicción fundamental entre explotados y explotadores parece haber desaparecido (“…es un discurso del siglo XIX”, sostienen no pocos) como si Argentina, que ni siquiera ingresó en la etapa de plena industrialización, ya hubiese importado del Primer Mundo la no-ideología de la post modernidad.
Efectivamente, la economía se ha despolitizado -o camina en esa dirección- y el debate nacional se centra entre lo “popular” -insistiendo en la categoría de “pueblo” de la antigüedad clásica, como «la asociación basada en el consentimiento del derecho y en la comunidad de intereses» (año 54 a. C.)- y lo “no popular” u oligárquico; el mayor o menor nivel de corrupción; la oposición entre “Nación” e “Imperio”.
¿Cambio revolucionario en las relaciones de producción y de Poder? ¡A quien se le ocurre!¿Acaso el terror dictatorial, además de cobrar miles de vida, secuestrar niños, acabar con decenas de comisiones sindicales fabriles, organizaciones estudiantiles, ramas enteras del conocimiento, como los profesionales de la salud mental, por ejemplo, consiguió instalar un miedo perdurable en la conciencia colectiva?
Freud, hablaba de dos tipos de miedo. El miedo real y el miedo neurótico. En el primero, existe un peligro real, verdadero, ante el cual corre riesgo la integridad de la persona. Podemos decir que es un miedo racional, de alerta, que pone al sujeto en actitud de huída. Ese fue el miedo existente durante la dictadura.
El otro miedo -el que se podría considerar post-dictatorial, puesto que las Fuerzas Armadas perdieron toda capacidad de acción y reacción después de la derrota político-militar de Malvinas-, es irracional. En el miedo neurótico, no hay peligro real que pueda suponer una amenaza para la vida. Se siente ante algo que no existe. Es más del orden de la sensación y de la imaginación. La persona comienza a experimentar inseguridad. Su fantasía es que puede pasarle algo pero no sabe ni qué le puede pasar ni qué es lo que le produce el miedo. Esta sensación le hace detenerse o no ejecutar decisiones. Podemos decir, aunque la persona no lo sepa, que en el miedo neurótico, a lo que se tiene miedo es a uno mismo, es decir, podemos hablar de un miedo al miedo.
Freud nos hizo un legado: la existencia de la parte inconsciente de la personalidad. ¿Por qué los cambios pueden llegar a producir miedo? Los cambios que afectan a la pareja, al trabajo o a la familia, suelen ser productores de temor y miedo. La inseguridad suele producirse ante lo nuevo y lo novedoso; en lo político y social también ¿Es lo diferente, que por desconocido, lo que puede generar miedo? Las personas buscan la seguridad en lo conocido, en la estabilidad.
Los argentinos de entre 20 y 60 años (aproximadamente) no pueden decir que su vida transcurrió en medio de la estabilidad democrática, sino todo lo contrario. Sin embargo, la mayoría se aferra a ella como algo conocido. ¿La estabilidad peronista de la época de sus padres? Tal vez.
Aunque se trate de una utopía, amplios sectores se niegan a reconocerla como tal. Utopía porque vivir supone estar enfrentados continuamente a cambios, máxime en nuestro tiempo donde nada de lo que la modernidad consideró firme, estable, consistente, universal y permanente, queda en pie.
Por eso, apelar a la retórica y la demagogia populista de mediados del siglo pasado (al Igual que Chávez, en Venezuela, remitiendo al corpus ideológico de Simón Bolívar) en plena descomposición del capitalismo del siglo XXI es negar la realidad o construir otra a la medida del Poder.
Como, mientras todo se desmorona a escala global, muchas personas hacen grandes esfuerzos porque su vida permanezca igual (¡no pasar masivamente de la clase media a la pobreza o de la pobreza a la indigencia, como en el 2000, al menos!), desde el Poder y para conservarlo, una estrategia perversa pero inteligente en términos de legitimidad y consenso consiste en recurrir a los fondos públicos para reponerles periódicamente las calorías perdidas. La consigna implícita: “Avanzar significa no retroceder”.
Así, en la Argentina se da el extraño fenómeno de una sociedad que, durante los gobiernos del matrimonio K, cree avanzar (hacia donde nadie lo sabe y el lamento de que, en cambio, “Brasil si posee en proyecto estratégico nacional” es persistente) pero se mantiene estática, al margen de los grandes problemas mundiales: la crisis y descomposición orgánica del capitalismo, la mutación del ciudadano en mercancía, la expropiación y depredación de los recursos naturales, el fin de la privacidad, la bio-política, entre tantos otros, mientras, en la práctica, Estado y sociedad civil desgastan sus energías en peleas de conventillo, apasionados juegos de lealtades y traiciones, pueriles batallas entre el gobierno nacional y el de la capital federal, politiquería clientelista electoral.
Pero la hipótesis del miedo neurótico colectivo es insuficiente o, en todo caso, peca de psicologismo.
Hay otra explicación de carácter esencialmente político.
Mientras la crisis del 2000 amenazaba con el establecimiento de un poder dual (el Estado burgués en caída libre frente a un poder popular en ascenso) el “stablishment”, capitaneado por un “capo mafia” de la política (para no ir mas allá sin pruebas suficientes) Eduardo Duhalde, destapó su última carta, la menos previsible pero decisiva; un oscuro gobernador de una provincia patagónica, con cierto tinte izquierdista (menemista pero ex periférico de Montoneros, como tantos).
Con su disfraz de “pobretón” (pese a ser un enriquecido empresario), sus tan comentados “baños de pueblo”, las nuevas y tan esperadas vueltas de llave a la caja con la música de la “marchita” (“….combatiendo al capital…..”) y su genuina política en pro de los Derechos Humanos, logró acabar con los gérmenes pre-revolucionarios, movilizar (nuevamente) a las masas peronistas y reestablecer el orden burgués, aunque el precio a pagar fuese el pago total de la deuda con el Fondo Monetario Internacional.
Siguiendo el ejemplo de su principal referente histórico, Juan Domingo Perón, apostó a la alianza de clases entre algunos de los empresarios más poderosos del país y los sectores populares. Es innegable que mejoró las condiciones de vida de estos últimos (como lo hizo Perón), pero a cambio de mayores prebendas y beneficios para los primeros, por medio de todo un entramado de corrupción, negociados, lavado de dinero, como ha quedado demostrado en los últimos meses.
Con ello -en la medida en que, a condición de una mejoría de su situación económica-social, la mayoría del electorado argentino (y latinoamericano) considera la corrupción gubernamental y el enriquecimiento ilícito casi como el inevitable precio a pagar-, Kirchner logró estabilizar y relegitimar la democracia burguesa. ¿Cómo hizo su fortuna?, es una cuestión que solo le interesa a la oposición de derecha y a sus medios de comunicación, guaridas en ambos casos de cómplices de la dictadura militar y culpables de todo tipo de ilícitos económico-financieros.
El principal poder de su esposa, la actual presidente de la República, radica en ser su heredera sentimental y política. Si el más reciente apóstol de la “democracia popular” pierde su condición de tal debido a estas revelaciones, la imagen pública de Cristina Fernández de Kirchner podría quedar seriamente comprometida. Esto explica la furiosa reacción del movimiento K. y sus simpatizantes.
Son conscientes de que está en juego es la continuidad de su modelo, incluidos sus privilegios (con otra reelección o sin ella).
En todo caso, la perspectiva de un relevo en el 2015 del “peronismo del siglo XXI” por una alianza opositora de centro-derecha, liderada por algunos de los políticos y empresarios más torpes e inescrupulosos del país, no constituye una amenaza para el bien político más preciado por la mayoría de los argentinos; la democracia burguesa. Ni siquiera ellos -pese a sus tendencias excluyentes y autoritarias- se atreverían a desviarla de su anti-histórica trayectoria de “progreso”. A lo sumo esta entelequia perdería su contenido simbólico de “popular”.
Juan Guadenzi escribe desde Durango, México.
Fuente: ARGENPRESS CULTURAL)
 

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