Alfonso Villalva P.
Conforme arreciaba la lluvia y se convertía en chubasco, el olor a mar se acentuaba y penetraba en los sentidos de Enrique Jiménez Carrizal. La mar progresivamente decidía soltar todo el aroma que es capaz de generar, y lo perdía a él entre sueños guajiros y peregrinos que le recordaban su aliento –el de ella-, su aroma de mujer, su intensidad desprendida en esos tiempos en los que ella juraba que sería suya mientras se abrazaba a él con toda la fuerza de la que es capaz una mujer entregada a un hombre que la lleve con regularidad al paroxismo de la ceguera brutal de la pasión.
La lluvia arreciaba y parecía castigar la figura de aquel individuo que sin inmutarse permanecía sentado, con las solapas de su saco sport muy subidas al cuello, y la mirada perdida en un horizonte que, en la oscuridad de aquella madrugada, era francamente inexistente.
La mar le volvía a traicionar, sí, como todas aquellas noches de tequila y de luna creciente en las que había jurado haber encontrado, al fin, la licencia para sentir, para vivir a plenitud fundido en los sudores provenientes de otra piel. Le volvía a recordar que por eso, y no por otra razón, había decidido que su vocación se centrara en la arquitectura y no en las ciencias oceanográficas, no en las técnicas de navegación, no a bordo de una embarcación que navegara por las intimidades femeninas de la mar. No. Hubiese sido demasiado riesgoso, hubiese sido un atrevimiento imperdonable.
Hubiese sido, a fin de cuentas, un reto descarado a la feminidad del océano que con cantos de sirenas, aromas indescifrables, y otros artilugios poco conocidos, han llevado al más audáz de los marinos, al más feroz de los bucaneros, al destino final de sus ideales, sus ambiciones.
Enrique Jiménez Carrizal lo sabía de memoria, y lo había vivido en más de una ocasión, aún en las lejanías de la mar. Aún en pueblos de montaña en los que solamente se podía respirar el olor al rocío, la tierra mojada después de un aguacero torrencial. Pero de cualquier modo era igual. La fuerza de atracción de un a pasión bien avenida, la suave piel de una mujer susceptible de declararse territorio y patria, en la que se puede colocar una bandera y jurar lealtad, y ofrecer sangre a cambio de su defensa. Esa suave porción de territorio inasible, que no es más que una región consular de la mar, esa, aún lejos de las costas, en cualquier sitio lleva irremediablemente a la locura, a la anemia, a la búsqueda incansable de un buen beso o de la muerte en el fondo de una copa de ron.
Y justo allí. Sentado en la única banca que aún permanece instalada en el costado poniente de la bocana, en ese sitio en donde hace ya muchos años se realizaron las obras que permitieron dar lustre al paseo marítimo de la ciudad –adoquinado, ordenado e iluminado-. Justo allí, avecindado con las nuevas esculturas de hombres ilustres que escribieron de sufrimientos y soledad increíblemente coincidentes con su realidad, soportando estoico la lluvia torrencial, justo allí, decía, Enrique Jiménez Carrizal, arquitecto por vocación –recién descubierta una vez que hubo despreciado a la mar como destino, como profesión-, orgulloso propietario de una Brasilia original, pintada de blanco y con los asientos reconvertidos a estilo deportivo, sin empleo ni cuenta corriente en ningún banco terrenal, intentaba cubrir su cigarrillo de tabaco rubio y con filtro, con el exclusivo fin de que permaneciera generando la dosis de nicotina que su emborrachado cuerpo demandaba.
Había vagado ya por diversas ciudades en un intento desesperado, y desde siempre estúpido, de huir de ella, o de encontrarla, que era igual, pues su recuerdo y el vacío que le había generado en las entrañas le producía esa extraña sensación de desolación al saber que lo que buscamos, desde el inicio, lo tenemos absolutamente perdido. Al tratar de eliminar de la mente su piel tibia, su nariz recta, sus piernas sensuales, sus manos cálidas. Borrar de su mente sus ojos claros que en otros tiempos se le clavaban en los propios para decir te quiero; al intentar mandar a la mierda sus labios rosados que con una brevísima gesticulación lo volvían –a él- un esclavo incondicional y por voluntad propia.
Enrique Jiménez Carrizal había seguido, por muchos meses, jugando el juego de hacerle preguntas al círculo insondable del fondo de una copa de ron. Seguía pidiendo a los trovadores la misma selección repetitiva de tres canciones que invariablemente le dedicaba a ella, a sus labios, a su aroma, a su calidez; al tiempo que hacía un pequeño, pero solemne homenaje, a Guty Cárdenas, José Alfredo Jiménez y al maestro Serrat.
De pronto una marejada violenta lo sacó de su turbación. Le empapó aún más de agua salada y liquidó el cigarro con filtro que ocultaba en el hueco de la mano. Enrique Jiménez Carrizal se puso de pie, subió a la única banca que se encontraba al poniente de la bocana del Puerto, y con todo su corazón le mentó la madre a la mar, como un signo de resignación, como un voto a tal de que, aún sin ella, seguiría siendo carne de cañón para la siguiente refriega dentro de las batallas del corazón.
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