Ciento veinte

Por Alfonso Villalva P.

Lo sé. Unos nacieron así…, pero qué le puedo yo replicar. Por mala suerte o porque les echaron a la calle después de desasirse de las entrañas maternas a causa de una adicción, por violencia, migración forzada. Y sí, también asaltan, y hasta matan por necesidad algunos, por perversidad los otros. Y se meten cosas por la cara, y evaden su desgracia, y toman valor para vengar la injusticia -su injusticia-, y su terrible ira inmanejable, en contra de un sistema y una sociedad que les condenó a ser los olvidados, desplazados, desgraciados.

Pero también están los otros, los que, hayan nacido como sea, hicieron sus estudios, buenos o regulares, o se pegaron al maestro carpintero o mecánico de la colonia y aprendieron así, líricos, sin instrucción. O los que ya entrados en los golpes callejeros, tomaron una esquina, un cuadrito céntrico de alguna banqueta ocupada para cuidar autos aparcados, para vender artículos robados, para mercar con toda esa serie de productos que no sirven para maldita la cosa, pero tienen un desplazamiento que hay que ver y que redundan en el financiamiento de un proyecto familiar.

Y qué me dice del ejército interminable de seres peculiares que se sientan cada día tras un escritorio oficial, para matar las horas de rigor sellando interminables montañas de papeles que nadie leerá, que a nadie importará, a menos que el empleado de la oficina auxiliar de la subdirección correspondiente, adscrita a la jefatura pertinente, reciba la instrucción precisa del jefe de ayudantes del particular del oficial mayor que, atendiendo un llamado del secretario técnico del vice ministro, ordene la fatídica inspección, auditoria, valoración o verificación, del contribuyente, ciudadano o solicitante que, seguramente, merced al genial diseño de la burocracia, tendrá algún pecado que lamentar.

Y los demás, y los deportistas, y los artistas, y las mujeres que se inyectan los senos para conseguir un estelar de nueve a diez, y los vocalistas, y los mariachones que se congelan en las madrugadas para poderle cantar al oficinista enamorado; y los policías, y los abogados, y los paramédicos que se juegan el pellejo sin mirar atrás; y los futbolistas, y los que superan una enfermedad, y los obreros y campesinos, y los ejecutivos y empresarios. Y cualquier otro más.

Juntos o revueltos. Colegas, compatriotas, rotos, raza, pomadosos. Sudorosos en el microbús, alevosos en la fila de las tortillas, perfumados en las cenas de navidad. Todos suman, sí.

Dicen que oscilaba entre unos ciento quince y unos ciento dieciocho millones. Más pegado al lado de los ciento veinte, diría yo, millones de almas circunscritas a esta República. Una realidad aplastante que aglutina, apeñusca, retaca, a poco más o menos 120 millones de esos individuos, como ya se los imaginó: soñando, anhelando ser felices una vez más.

Así que, este año, este mes, este día, todos por igual, al unísono consumen frijol, chilaquiles, agua potable, energía eléctrica, vestuario, calzado de goma, unos tragos de rigor, entradas al teatro, plateas para el juego de fútbol, pinos navideños, programas de cómputo, cuadernos, chiles la Costeña, tortas de jamón, y un poco de frivolidad en televisión nacional.

Son ciento veinte que viven y vibran, que cada mañana inician una nueva aventura para ver de dónde sacar, para buscar el jale, para progresar. Y ríen y lloran como cualquier otro mortal. Y entierran a sus madres y a sus hijos, o les cuidan en el hospital. Lo mismo aquellos que viajan en sus bemeuves blindados, escoltados por otros que solamente acercan la ilusión al fogón, y los que se arrempujan en la central camionera de Guadalajara, o de León, o en el calor infrahumano de Yucatán.

Viven, vibran, generan riqueza, crean empleos o los desempeñan, patentizan el alma nacional. Ciento veinte que pagan impuestos debidamente apercibidos mientras siguen siendo rehenes de catorce, o de setenta, o de quinientos veinte, dios sabrá, que tras el fuero constitucional, el abuso monopólico, la corrupción y el tráfico de influencias, se arrebatan nuestra miseria y se regodean en la negación a un futuro próspero, comparable con el de cualquier otro que sea libre para decidir, para mandar.

Ciento veinte que están jodidos en un pantano generado por los devaneos del poder, el desplazo y la marginación, por el letargo de un individualismo descarnado que amaga nuevamente en desaparecer y despertar al colectivo robusto y alegre que al fin vea por el bien de los otros 120 como piedra angular de su propia salvación.

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