Confluir para narrar lo inasible

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Por El Lector Americano  

Virginia, 5 de septiembre de 2024.- Cuando editas una Página de Contenido, puedes incluirte en el postulado de la Ley de Murphy: quien edita una página de contenido no tiene tiempo de escribir en ella”.

A pesar del enunciado, debo confesar mi asombro cuando, doce años más tarde, encontré documentos que decían, «El Lector Americano» en un CPU de mi PC: muchos textos y artículos que en su mayoría había olvidado.

Así como la edición de textos de otros es un trabajo complejo, en la definición más bastarda del término, puedo decir que mis textos recorrieran variados temas y estilos. También reencontré material sonoro de diez años de hacer Radio que, «grosso modo», es un resumen de mi carrera profesional hasta hacerme editor para otros. Después volví a ser cronista, redactor, corresponsal, y editor de agencias de noticias, oficinas de comunicación, y cronista de suplementos culturales. Me reinventé profesionalmente», y allí me pregunté, ¿cómo, siendo un cronista inquieto, terminé haciendo historias de vida a un zapatero? ¿Por qué hacía un programa de radio en la trasnoche en una radio alterna? ¿Cómo me atreví a escribir ficción, terreno celosamente vigilado por los intelectuales de turno?

Esto que publico más abajo, forma parte de este tiempo pretérito color sepia. Con la ayuda de otras lecturas, armé una idea muy Sui Generis” de notas color culturales, entre noticias duras, para publicar en las ediciones de viernes de una web de contenido.

Una especie de loop

Era un niño cuando por la televisión anunciaron la muerte del Dios cristiano. Para colmo, el aviso lo fueron en un programa de bajo rating.

Esa misma noche se jugaba la Final de la Copa del Mundial de Fútbol de México ‘86 y la imagen acongojada del Papa polaco desde el Vaticano había pasado casi desapercibida.

En su casa el chico crecía con la determinación de los cereales, volviéndose cada vez más fuerte y saltándose como podía sobre las pruebas de matemáticas y química. El muchacho gritaba como un loco cuando los boletines de la Guerra Civil de El Salvador, interrumpían la emisión de Alf. A la noche se acostaba en su cama con los brazos abiertos y su radio cassette con volumen bajo. Aquello era mejor que escuchar las balas y las sirenas que llegaban de la calle.

Su felicidad tenía un sopor y olor a levadura que venía de una panadería cercana. El muchacho aprendió a hablar con voz clara, a citar chistes aburridos de tíos ajenos, y a cambiar gentilezas con las viejitas que van a misa los domingos. Al cabo de unos años, también supo ocultar el tedio, la ignorancia de los otros pero no pudo disimular cierto desprecio por la tontería: pero eso sí, aprendió a sonreír con los ojos y hacerse el profundo.

Se convirtió más tarde en el muchacho preferido de un Club de Box, viajó en avión a los 26 años, y aprendió a olvidar de cuándo fue la primera vez que se decepcionó de amor, y entró ahí mismo a tiempos de coca y copete, y también a la universidad. Su cuaderno de notas incluía frases del tipo: «Es mejor cualquier sentido que ninguno», de Nietzsche, y algunas estadísticas “onanísticas” dichas al voleo por la televisión de la boca de una rubia orgiástica vestida como Kim Basinger: “hay en el país un acto de violencia cada 12 segundos; en Japón aumentó el número de suicidios entre los niños entre 10 y 14 años, de 56 en 1975, 100 en 1978, y 256 en 1986”.

Sentado en la esquina de su cama, en la peor década del siglo, empezó a escribir, notas de cosas que pasan. Era mejor que tirarse de un primer piso, de cualquier modo. Y dejando de lado la violencia como el camino más corto hacia el respeto. Después vinieron tiempos de tirar las máquinas de escribir por la ventana, pero el muchacho nunca pudo hacerlo. Estaba más tiempo en la calle que redactando historias, y llegaba de noche a recordar lo más trascendente para terminar después una crónica sin firma.

Su pelea contra las reglas de cómo escribir las anotaba en bollos de papel que terminaban a la basura: «Frases cortas. Español vigoroso. Escribir en positivo, nunca en negativo. Si usas un argot, que sea nuevo. Prohibidos los adjetivos extravagantes como espléndido, magnífico, grande, suntuoso. Como mucho indicar cuando una herida es leve o peligrosa. Cada oración debe tener un verbo. Cada crónica debe tener un lead, que en periodismo es el primer párrafo o entrada, que resuma las claves más importantes.

-¿Escucharon a alguien hablar así? -gritó un día el muchacho con respecto a un diálogo burdo.

-Ninguna de esas tonterías tipo flujo de conciencia, ni simular ser un observador necio en un párrafo, para convertirse en un tipo Profundo en el siguiente. En una palabra: escribir sin trampa y con total honestidad.

Días después, en el Hospital Público escuchó la historia de un tipo que, obispo o pastor de una Iglesia evangélica, se había castrado por amor a Dios y así no tener deseos pecaminosos. Un tiempo después eso se transformó en el relato: «Teología, alegría, y sin deseos»

En la Calle de la alegría, la calle de las putas, el muchacho empezó a buscar datos sobre la doble moral del poder; allí se dio cuenta que debajo de los calzones y corpiños, o en los cuarteles policiales, ninguna historia era pequeña. Ninguna historia en un sinsentido. Solo hay malos cronistas.

En el supermercado

Los críticos forcejearon con el género hasta encerrarlo en una nueva definición: RealSincericidio, MinimalismoBobo, o RealismoNeófito, pero nadie nombró VerdadeÚtimahora.

A esa altura los relatos de un grupo de jóvenes menores de veintidiez ya estaban en todas las librerías, kioscos de periódicos, aeropuertos y supermercados: Berto Enríquez Elbo, Tamara Jorgelina, Diego Lerner eran parte de la nueva literatura del aburrimiento.

En el casillero de «Pater Familia» la crítica anotó a Raymond Carver y Charles Bukowski. Olvidaron, sin mala intención, a cercanos parientes de Europa: El miedo del portero ante el penal, de Peter Handke, que relata la historia del instalador Josef Bloch, quien llega al trabajo y sólo el capataz de la caseta de construcción levanta la vista de su desayuno. Bloch, antes un conocido arquero pero su carrera se arruinó cuando dejó pasar el balón entre sus piernas durante un penal, interpreta esto como un despido y deja su trabajo…

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Pero estos jóvenes escritores como buenos discípulos, Enríquez Elbo y Lerner cometieron con Carver su deber de traicionar al maestro.

Mientras el viejo Raymond Carver disfrutaba de su beca de 35 mil dólares al año escribía sobre los que habían sido definitivamente expulsados de la economía: chicanos, inmigrantes, perdedores en la batalla contra el consumo. Nuestros escritores minimalistas eligieron el camino inverso: una literatura de clase alta, gente exitosa y con muchos morlacos, con muchos conflictos familiares y en la paradoja de que todo sea posible: estos personajes neuróticos, o yuppies, o bohemios con encanto y soberbia. Todos, sin embargo, conservan la mirada del muchacho que acaban de descubrir la muerte.

Cuando la TV ataca anunció la salida de Factótum, de Charles Bukowski, llevó la novela a los trescientos mil ejemplares en su primera semana.

Con pelo corto, sacos Armani de hilo celeste cielo nublado cierta mirada ausente, sonríen en la solapa de sus libros. Sienten que son quienes llegaron para relatar el final de fiesta. Ese decadente momento de la madrugada en que los mozos ordenan las sillas sobre las mesas.

Hay continuos e inquietantes aullidos de gatos calientes y coyotes en busca de sangre, y borrachos afirmando las paredes, en la novela de Charles Bukowski, e insomnio de cenizas de cigarrillos en la cama en los textos de Tamara Jorgelina. No se trata de alguna situación de pulsión de amor que se dejó de lado, sino de algo que está pasando, y no se puede responder de una.

¿Será la televisión? ¿Será el miedo? ¿Será el desayuno? ¿Será un arma, en las manos de un niño?  ¿Será la conciencia, o son todos esos casilleros vacíos que nadie llena?

 

 

 

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