Por Pedro Luis Ibáñez Lérida
XVIII Premio Universidad de Sevilla.
Punto de Lectura. Santillana Ediciones Generales, 2013
Reveladora, poderosa e intuitiva. En el más gustoso y abigarrado estilo de lo preciso, descriptivo y emocional. Ajena al convencionalismo novelístico, que asegura fondo y forma desde opciones desasistidas de pulso, pero asidas a ese efluvio naciente de composición frágil y estética complaciente. Con esta nueva obra, Diego Vaya se distancia de lo acontecido hasta ahora en su fructífera creación literaria: eleva su tono más fiel. Y es que los juicios de valor son inútiles cuando la propia obra habla por sí misma. La actividad bifronte que son lectura y escritura no se separan la una de la otra en el texto, que aglutina versátil modo y consecuente lucidez. A la belleza de su expresión -cuidada y depurada que sosiega la inquietud que nos embarga ante la desolación- une la dimensión psicológica en la contemplación anímica, el desenvolvimiento del personaje y el análisis sintomático de su evolución. Las estructuras profunda y superficial del tiempo narrativo y sentimental, se entrelazan y refuerzan con tal mesura y equilibrio, que sin dificultad y con una manifiesta empatía, se congracian con el lector desde la primera frase, “Ella tenía un rostro común”. Todos poseemos, en cierta manera, un rostro común. Conforme avanzamos en su lectura, esta se transforma en el espejo azogado en el que creemos percibir su indeterminado y decolorado fondo. El mismo que no consigue descubrir la protagonista y la sume en el abatimiento, en el ocaso, en el infierno.
Felix de Azúa en Autobiografía de papel reflexiona: “En nuestro tiempo la narración ha enflaquecido y tiene síntomas de anorexia. A eso se refería Benet cuando decía que el novelista es un ensayista fracasado. Es como si el mundo nuevo necesitara, sobre todo, ensayos, y fuera dejando las novelas en el apartado (muy bien remunerado) del entretenimiento masivo y la joya mediática”. El autor de la obra poética El Libro del viento, se adentra en la cima del alma y explora la deconstrucción personal e íntima de una mujer que se aferra a los recuerdos para sobrellevar el fracaso conyugal. Esta novela rebasa los límites narrativos para adentrarse en el ensayístico, al colisionar los hechos circunstanciales de un contexto definido con la complejidad del ser y su innegable deseo de favorecer su propia felicidad o egoísmo. De ahí que estallen y se produzca la reflexión elevada, el testimonio inusual, la obsesión y desazón por la verdad. Hay un enfrentamiento con la realidad que va erosionando los pocos acertijos que el amor deja en su abandono, “(…) le apenó creer que el miedo fuese la medida de todas las cosas, y no el amor. Y no el amor” Y que son precisamente los que trata de enunciar la protagonista en el soliloquio que desarrolla. El escritor barcelonés incide en que el gusto y la preferencia por el ensayo actual “Se trata, no hace falta decirlo, de la insaciable necesidad de dar un sentido a nuestra precaria existencia y al círculo que cierran los predicadores y los clérigos. Muerta la religión queda el ensayo”. Efectivamente, asolada la existencia y truncados los símbolos y referencias sociales queda la necesidad de sobrevivir, renunciar a la pérdida como estigma y asumir la brevedad vital sin mayores contratiempos, salvo el del amor.
Diego Vaya con perspectiva de honda pulsión nos enfrenta a la derrota que, como nuestras vidas, no soportan una justa mirada. A partir de ahí va elaborando un larvado acontecer de carácter retardado, “Su vida siempre había sido una espera”, en una atmósfera perturbadora y delirante, pero oxigenada por un estilo conciso y rico en reflotar la reflexión personal con el metraje vital de esta mujer. Pensamiento y conciencia conviven sin tapujos, sin delimitación definida pero con deseos incontenibles de evitar el ahogo que ya siente y sufre. Aislada voluntariamente en una urbanización costera, otrora apartamento de convivencia veraniega y vacacional de la familia, y con el objetivo de confeccionar un artículo sobre la novena sinfonía, entre otros, del compositor Dimitri Shostakovich para una prestigiosa revista, rebusca aprensivamente en la sensación de vacío, “Era una locura, la mente dando bandazos mientras la realidad se hundía”. Es una profesora de música que ve derrumbarse el mundo que ha vivido con su esposo y sus dos hijos, tras la decisión de aquel de comenzar una nueva relación. “Era la diferencia: un amor asciende y desciende entre fronteras, florecen bajo sus pies cristales y sobre todo si crece como la luz dentro de un fruto, mientras que el otro amor va serenamente por un camino más o menos recto cuyo paisaje pocas veces cambia”. La soledad externa e interna en aquel paraje frente al mar, deshabitado de su comunidad habitual, los veraneantes, bien entrado el otoño, aparece “(…) como una ciudad amenazada por una catástrofe cuyos habitantes hubiesen escapado de forma ordenada con la esperanza de volver”. Como el mito griego de Medea, el destino, trivializado por un desenlace amoroso imprevisto y con signos de traición, la envuelven de reprobación e inseguridad. Incluso se arrepiente de contener dentro de sí ese mismo sentimiento hacia otro que no es su cónyuge. Y es que en derredor del dolor se orientan círculos concéntricos como la culpa, la monotonía, la apatía, el desconcierto, el desasosiego, la inquietud, el quebranto y la soledad. Porque no es menos cierto que “Es más fácil convivir con el sufrimiento ajeno que con la conciencia de la propia fragilidad, que no es sino la parte del alma que al ver cómo la desdicha se ceba con otros, esconde la cabeza y sueña que la invulnerabilidad del presente será eterna”.
Shostakovich fue considerado como el primer gran autor de la Nueva Rusia. Sin embargo en sus pentagramas arde el sensitivo y febril desenlace de la libertad como elemento creativo y distorsionador, en cuanto a no adecuarse a las expectativas que en él se pusieron desde el régimen estalinista. Las purgas sufridas, cierta inclinación antisemita y la adhesión al Partido Comunista son contradicciones que apelan a la inescrutable dimensión humana en el inevitable vaivén de luces y sombras. El mismo que acontece en esta obra donde la transida voz femenina es esculpida por la recreación masculina del poeta y novelista sevillano, con sentido, inteligencia y sensibilidad. “Y es que ningún movimiento se hace en falso. Cada paso está destinado a alcanzar un deseo. Y desear, que al igual que la locura carece de límites, tiene forma de red que se extiende por todas las parcelas de la vida, y va enlazando momentos, y rostros y palabras (…)”. Quizás porque, al fin y al cabo, todo ser humano es consecuencia y fin de su semejante y “El amor nos vuelve generosos sólo cuando ansiamos recibir lo mismo a cambio”.
Pedro Luis Ibáñez Lérida escribe desde España.
Fuente: ARGENPRESS CULTURAL