Crónica de una muerte esperada

Por Carlos Alberto Parodíz Márquez
 
Era lunes negro.
Después de la fiesta sabatina y “bombonera”, parecía lógico. Lo bueno dura poco.
Entraba en el tercer día del tune sin sueño.
Yon sonó lúgubre en el teléfono. Lúgubre y casi imperceptible.
– Preparate que es un thriller. Vamos urgente a verlo a “Baruch, el yacaré cibernético” -, Si hubiera sido por el tono, habría optado por la puteada o la carcajada, sin miedo a la rima.
Exprimí dos naranjas, dos, para cumplir con la cuota vitamínica que me supe recetar. La cosa era frugal. Más tarde, tal vez antes de que nos cobre la noche, podríamos explotar los misteriosos “paswords” del vasco para comer bien, beber mejor y, sobre todo, no pagar.

En la esquina de Grigera, depositados sobre la plaza verde y florida, con mucha gente dispersa, pero ninguna del mejor humor, “Baruch”, el correntino, le contaba al vasco un policial de otro correntino. Como siempre se columpiaba.
Es un conjeturologo fenomenal, pero ahora era veraz, certero como un estilete y estaba enojado.
Sabe que está en las diez de últimas, me refiero al tiempo que le queda, antes de abrocharse a una esperanza “murciana”, en España por supuesto.
Yo llegué bastante confundido, como siempre, porque el silencio de “garganta profunda”, el confidente lanusense de Yon, a quien habían degradado, me tenía perturbado.
Los golpes, para los soldados de fortuna, son probables, porque el exilio lo decidió “el viejo”, quien estaba siendo díscolo, cuando en realidad se limitaba a ser astuto, como siempre.
Caminamos los tres, dando “la vuelta del perro”. Yon con las manos atrás y atento, se escondía del reflejo solar, entornando sus ojos celestes.
“Baruch”, torrencial cada vez que se larga a hablar, en ésta fue somero.
– Sábado 10 de noviembre a las cinco y media de la mañana y con lluvia torrencial, llegaba el presagio -, comenzó a contar.
-En Banfield (otra vez Banfield), Alsina y Medrano, un rato antes, se enroscaron dos chicos con un auto. El alcoholímetro, de haber existido, seguro que reventaba, pero esa es una suposición -, se disculpó.
– La ambulancia pediátrica regresaba de una emergencia. La gente socorrista es empecinada. Lucha contra la muerte, como queriendo olvidarla. Son muy cabezas duras. Podría decirse otra cosa, pero…-, y siguió su cuento.
-La doctora Analía es una ex voluntaria en la guardia del hospital, donde “jugó” como socorrista hace más de diez años, ahora es pediatra. Progresó, pero no renegó del todo en eso de la batalla-, agregó.
– El que la acompaña, Ariel, ostenta diez de enfermero-, sigue sumando “Baruch”.
-Dan el parte a la base, “tenemos un “vía pública”-, que manera tiene esta gente de caratular una “piña”. Pasan los datos.
-¡Rápido!-, piden apoyo, la lluvia torrencial y justo de noviembre, se llora todo.
 
Tal vez es la bronca de Dios.
-¡Rápido!, mandame otra ambulancia-, le reclama a Viviana, la recepcionista de emergencias.
-“Dos masculinos” (sigue la jerga) de más de veine años, uno grave oro moderado -, suena la voz monocorde por la radio y en ambos extremos de la línea imaginaria.
Viviana recibe el pedido de auxilio de Ariel y Analía y “despacha”-, sigue relatando el “yacaré”.
– Salen dos ambulancias, una de Llavallol, apostada para cualquier eventualidad que suspenden, gracias a otro Dios y por la gente. La de Lomas, pero fuera de servicio, tripulada por el correntino, ex voluntario de guardias hospitalarias, socorrista e instructor, parte con Luis, otro socorrista veterano -, sigue narrando el “yacaré”.
-Viviana llama al hospital, para avisar. Nadie atiende los teléfonos-, agrega, tenso.
-Ah…, Luis estaba durmiendo cuando lo llamaron. A las siete, le tocaban las siguientes veinticuatro horas de guarda -, sigue enumerando.
– El correntino reclama: -vamos “ET”, Ariel precisa ayuda, está en un “vía pública” -, el compañero gasta una protesta.
-Afuera es noche y llueve tanto, esto ya era un tango -, ameniza Baruch.
– Llega la ambulancia a la guardia del hospital. Los recibe un enjambre de “ambos”, así le llaman a los uniformes: bordó, azules, blancos. Nadie sabe por donde empezar -, aumenta explicaciones “Baruch”.
-¿Quién es el médico?-, pregunta Analía.
– Ya viene -, es la respuesta anónima.
– Se va un “ambo”-, amplía el narrador y sigue:
El correntino lidera la atención, como hace doce años, cuando era el instructor y Analía la alumna. Las miradas que se cruzan entre los dos son de aprobación, ambos “la tienen clara”.
Ariel y Luis no se quedan atrás, se anticipan a los pedidos de material.
Se van yendo los “ambos”, pero de a uno, contabiliza el “Yacaré”.
-¿Quién es el médico?- , vuelve a preguntar Analía.
– Ya viene lo fueron a buscar -, otra vez la respuesta anónima. Se va otro “ambo”-
– El único que queda es un “ambo” blanco (enfermero) con poca experiencia en emergencias –
-Si alguien quiere criticar, no estaba ahí para criticar -, dice que dijo el correntino, para agregar – si alguien enía algo preparado, ahí no se vio.-
 
Llega la muerte, siempre artera y sigilosa.
– Luego de veinte minutos, más o menos, después, es como la eternidad de Dios, aparece la médica. Ve el cuerpo inerte -, sigue monocorde “Baruch”
– Analía le explica todo, de donde lo traen, lo que pasó -.
– La Guardia no recibe muertos… lo tenes que llevar de donde lo traen-, frió la médica –
– El correntino se brota de furia: “usted no estaba acá hace veinte minutos-, escupió y retransmitió Baruch.
– Para enfriar la calentura sale a la lluvia –
Llega la ambulancia de los bomberos –con dos pacientes más-, y nadie los ayudó, salvo los voluntarios, amigos de haber entrenado alguna vez juntos, de haber compartido un mate, juntos-.
– Analía le dice al correntino “lo recibieron”, se refiere al cuerpo del accidentado – padeciendo cierto alivio.
– Saludan a “los bombas” y salen-, antes de soltar la puerta alguien la empuja a un costado y evita que la cierre -, añade el “Yacaré”.
“Soy la madre del muchacho accidentado”, dice que dijo. Otro alguien se apura a cerrarle la puerta.
– No señora, por aquí, no. Vaya por “al lado” Sabiendo que “al lado” no había nadie para contestar las preguntas de esa madre a la que se le había “perdido” el hijo -, extiende “Baruch”
 
Sigue lloviendo torrencialmente y Analía repitiendo “lo recibieron”-.
Fue un logro. ¿De quien? ¿De la imprudencia? ¿Del amor? ¿De la negligencia? ¿De la humanidad? O ¿de la solidaridad?
– Afuera sigue lloviendo-, ignorando los tiempos de la narración. El chico se había “ido”, agarrado a un crucifijo que, para colmo, lo ahorcaba. Había sido su único asidero en la escalera temblorosa de la conversión.
La barrera, por alta o baja que fuera, sobre todo la de Loria, por muy tenazmente que se intentara saltarla. Seguía enturbiando la corriente de mis pensamientos.
Aunque fuera del tamaño de un guijarro, el obstáculo persistía, empañando la pureza de esos pensamientos.
Cada uno tiene que seguir su camino, pensé, por supuesto, no por Yon.
-Quizás ya no tenemos nada en común-, flagelé
-Quizás nunca lo hemos tenido-.
– Pero aunque me trates como a un “hijo de puta” despiadado, se que tenés algo que decir, no para mí-.
– Tenés cosas más importantes que hacer -.
-¿Me entendiste Baruch”?-.
Quise ser amable, con tanta reflexión nunca dicha, pero te regalo “la yapa”, para tu prurito evangélico que leí por ahí, “los ingleses siempre han reverenciado a los santos, pero odiado que sean perspicaces”

Después de la lluvia de noviembre Yon me tomó del hombro y se frotó “la panza”, me di cuenta que hoy no haríamos la digestión. Lloré para mis adentros, al pensar en los ajies morrones a la parrilla, que prometiera “Ani”. Me consuelo, el “thriller” para el vago de Jorge, está listo. Esto que nos ocupa ocurrió en el invierno del 2002.
Carlos Alberto Parodíz Márquez escribe desde Alejandro Korn, Buenos Aires, Argentina.
Fuente: ARGENPRESS CULTURAL.
 
 
 

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