Por Alfonso Villalva P.
“Pobreza, lo que se llama pobreza…” decía, en una discusión reciente y de manera airada, mi interlocutor que, por cierto, era graduado de economía y para mayores referencias se conocía de sobra que había laureado su currículum de increíbles hazañas participando como asesor de políticas públicas de diversos gobernantes de algunos emblemáticos países de América latina, el nuestro incluido.
“Pobreza, lo que se dice pobreza” -insisto que decía el interfecto, claramente turbado pero auto convencido de su iluminación-, “se define fácilmente aplicando una tablita producto del consenso internacional neoliberal al promedio anualizado de ingresos de las personas…” “Ejem, ejem, es decir, en términos del numero de dólares americanos que se les pueda atribuir han percibido día con día durante los trescientos sesenta y cinco días del periodo que deseemos analizar.”
Con esa claridad meridiana –y desfachatez ostensible- lo declaraba él, con una postura de cuerpo, imagino muy estudiada, para proyectar esa imagen moderna de quien combina sabiduría, datos técnicos, moda hipster y auto europeo descapotable. De quien se siente satisfecho por su contribución al mundo después de hacer una compleja exposición de un galimatías de datos, cifras y autores diversos que no dejan lugar a dudas para entender el porqué de este mundo tan convulsionado y tan jodido.
Sí, señoras y señores. Y seguramente ustedes han visto a muchos ejemplares similares por doquier. Es el mismísimo oráculo del saber encarnado en la versión masculina de las pitonisas –hasta en eso han desplazado a la mujer- que sintiéndose flotar en el templo de Delfos, manifiestan a rajatabla: la línea que divide la pobreza extrema de la no extrema -vaya, la habitual, cotidiana, sin urgencias ni sobresaltos, imagino yo-, se define exactamente en la cantidad de ciento veinticinco centavos de dólar americano.
Efectivamente, querido lector, una cifra que al tipo de cambio vigente en la fecha en la que escribo estas líneas, se traduce, para efectos mexicanos, como $16.47 pesos. Ni más, ni menos.
Así es. Y ni por un momento lo dude. Si usted o un conocido de usted se encuentra en la inenarrable situación de percibir en promedio un centavo más que el indicado, pues puede respirar tranquilo, ya nada ni nadie le podrá arrancar el privilegio de haberse salvado de pertenecer a ese grupo de personas que no son más que los desposeídos, los desheredados totales. ¡Ya está! Porque el desarrollo, para quienes escriben las políticas públicas, parece cobrar vigencia con ese tipo de indicadores. Eliminamos pobres extremos, diría más de uno: ya ganan tres centavos más.
Está claro, y así, nos damos a la tarea de confeccionar grandes planes y cruzadas globales, continentales, nacionales, estatales y municipales, en las que declaramos la guerra a la pobreza. Arengamos en públicos muy a la medida, y ante micrófonos amigables, las increíbles y azarosas horas en las que desarrollamos sesudas ideas para combatirla. Como si fuse ella, la pobreza, un monstruo de tres cabezas emergiendo de una laguna y nuestras piezas de oratoria y dotes de retórica, fueran la espada mágica que pudiese acabar con su existencia.
Muy claro esta lo de los 16 pesos con 47 centavos. Y esos sabios que hacen informes interminables y por los que cobran mucho, pero mucho más que un dólar con veinticinco, crean las condiciones para contar, como quien cuenta borregos que pasan de un corral a otro, sus grandes hazañas de convertir pobres extremos en pobres convencionales, dándose una ovación a sí mismos por su destreza y muy seguros de saber que ahora el mundo les debe un poquito más que ayer.
Así de claros los números, fríos desde luego y sin considerar jamás que la pobreza se pueda manifestar en situaciones tan ajenas a esas pitonisas post modernas como la imposibilidad de acceder a un trabajo digno, a que le hablen a uno en su propia lengua, a preservar los derechos de nuestra infancia, nuestro medio ambiente; regresar a casa del colegio sin ser objeto de violencia física o sicológica, a dedicar nuestra existencia a vivir tranquilos sin ser abusados por razones de nuestro género, raza o discapacidad particular.
Parece ser de pronto que las estadísticas del progreso global y nacional se embelesan con la reclasificación de unos pobres que ya no son tan pobres pues alcanzaron a percibir un centavo más del estipulado en la frontera escalofriante de la miseria, y que deben mostrarse agradecidos a pesar de que las condiciones en las que se relacionan con el resto de la sociedad les aniquilen su dignidad, les mancillen el alma, les eliminen la posibilidad de dejar de ser pobres no importa cuánto empeño impriman; en fin, les desgracien su idea de felicidad.
Dieciséis pesos con cuarenta y siete centavos. Una cifra macabra que lleva en el vientre la destrucción masiva de la esperanza, solamente porque quien escribe brillante y alegóricamente las estadísticas, quizá nunca pensó que la pobreza tiene una manifestación feroz y real, mucho más grave en la sociedad, exactamente cuando destruye la esperanza, independientemente de la posibilidad de embuchacar tres centavos más. Una cifra macabra que engendra en el vientre la miseria humana irremediable, solo por ignorar, como dijo John Stuart Mill, que el que solo sabe economía, sabe muy poca economía…
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