Por Nicolás Ramón Contreras Hernández
El propósito de este ensayo, es el de realizar un análisis crítico y diacrónico sobre el lugar actual del hombre y de la mujer afrodescendientes, como actores desconocidos y marginalizados, de su condición de creadores culturales y artísticos válidos en la construcción de la identidad nacional, aspecto en el cual, desde la colonia hasta nuestros días, la persistencia de una semántica y una semiótica colonial eurocéntrica, todavía muy fuerte y signada por el mestizaje blanqueador, desde los medios masivos, asegura esta hegemonía eurocéntrica tanto en los escenarios académicos como en la cultura de masas, verbigracia, a través de productos mediáticos como A Corazón Abierto o Chepe Fortuna (1), los casos recientes más emblemáticos entre muchos.
En este “Encuentro de Investigadores sociales Visibilizando lo afro: Una mirada desde la cultura, la historia y la educación», este ensayo mediante las herramientas de la filosofía del lenguaje, aplicadas a los campos de estudios semánticos y semióticos de lo social y de las industrias culturales, propuestos por Jesús Martín- Barbero, Numas Armando Gil – la acción comunicativa de la resistencia- y el médico y antropólogo Rafael Perea- Chalá Allumá entre otros, se detendrá en la más eficiente estrategia vigente desde el siglo XVIII, para realizar esta invisibilización del aporte afrocolombiano, como lo es la semiótica y la semántica que subyace en la categoría hegemónica de “lo latinoamericano”, lo cual, desde la colonia hasta el día de hoy, ha mutado por las dinámicas lingüísticas y de la semiótica política, en el etnotipo “latino”, el más eficiente y pegajoso instrumento del saqueo simbólico y lingüístico hecho contra el aporte africano en este continente nacido Abiayala y hoy llamado América, a consecuencia del genocidio detonado por la llegada de Cristóbal Colón.
Todo esto pasa, muy a pesar de la Constitución Política de Colombia que en su artículo 7º dice que, “el estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana” y en el artículo 8º se compromete como estado y como persona a proteger las riquezas culturales y naturales de la nación. Todo esto sucede a pesar de la existencia de la Ley70 de 1993 y de una legislación etnoeducativa con dos decretos rectores: el 804 de 1995 que se refiere a las escuelas como laboratorios de justicia reparativa con encargo de generar propuestas de desarrollo endógenas mediante el proyecto global de vida; y del 1122 de 1998 que pretende en la universalidad de la educación pública y privada nacional, generar escenarios de educación multicultural e interculturalidades, de allí que sean las más violadas leyes educativas del país.
El pronunciamiento de Rubén Darío Flórez Arcila, profesor de Semiótica de la Universidad Nacional de Colombia, en una nota del 23 de septiembre del año 2011 en el portal web Desde Abajo señala en una nota titulada “Nación: Identidad Centralizada lo siguiente” El museo nacional pareciera comunicar una noción de Nación que sigue siendo decimonónica a la manera de don Miguel Antonio Caro. Es decir una imaginaria nación blanca que se expresa en el español bogotano imaginado por Don Miguel Antonio Caro […] El centralismo es una forma de crear y exhibir imágenes para comunicar sentidos. De borrar nombres […] [http://www.desdeabajo.info/ediciones/item/18139-la-nación-%bfidentidad-centralizada?.html] En el mismo sentido se pronuncia el colectivo de grupos afrocolombianos residentes en Medellín, con relación a la exposición del Bicentenario en Antioquia en el año 2010, organizado por la Universidad Nacional de Medellín con la curaduría de Carla Baquero. Protestan los colectivos afrodescendientes de Medellín porque en el montaje de la mencionada exposición:
Se fortalecen los estereotipos negativos que ha fijado la sociedad dominante con relación a la afrocolombianidad, a través de los cuales se ridiculiza y se presenta a estas comunidades como parias que no han aportado nada trascendental a la construcción de Colombia, sus regiones y localidades, dando continuidad a su tergiversación histórica e invisibilizando su papel como sujetos creadores y constructores de los más preciados valores materiales e inmateriales que configuran la sociedad colombiana […] Realmente para nosotros esta visita fue frustrante […] el marcado énfasis en la ideología de la »independencia» que elaboró la nación blanco – mestiza, a través del refuerzo en los mitos, valores, símbolos y supuestos héroes patrios, refleja el poco sentido crítico y la continuación de las representaciones ficticias y excluyentes de la historia oficial nacional
En los foros virtuales que lleva a cabo el médico y antropólogo Rafael Perea- Chalá a través de diversas redes sociales como la Red Independentista del Caribe, con motivo de este bicentenario, la pregunta sobre la existencia o no de un arte afrocolombiano, detonó una gran polémica que dio lugar a este texto, cuando una reconocida experta en arte y estética, curiosamente becaria de estudios de posgrado mediante los espacios para comunidades afrocolombianos, dio respuesta al interrogante en estos términos: «Yo personalmente pienso que no existe nada que pueda denominarse «arte afrocolombiano». […]
Si salimos a buscar en un libro académico oficial sobre arte afrocolombiano, qué es y en qué consiste, muy seguramente no vamos a encontrar arte afrocolombiano alguno y la experta tendría razón, pero otra cosa es hacer una arqueología sobre el discurso de la prensa y de ciertos intelectuales racistas del siglo XIX y el siglo XX, como el llamado sabio Caldas o Luís López de Meza, para explicarnos porque tanta ceguera conceptual.
O darnos una pasada diacrónica, por el discurso de las élites del siglo pasado del tipo Laureano Gómez, Jorge Child, Guillermo Abadía Morales o el maestro Zamudio, citado por Martín-Barbero, Fabio López y Ángela Robledo, en una obra titulada Cultura y Religión (2000); o el discurso de la prensa en Barranquilla y Cartagena a principios del siglo XX, y todo ello nos podrá ayudar a ir descorriendo el velo por lo menos en el área de la música, que es por donde la memoria de todo lo leído, me permite desenredar la madeja de estas confusiones, inducidas por el racismo intelectual, académico y psicolingüístico.
Empezaré recordando cómo en un trabajo sobre el discurso de la prensa en Barranquilla entre 1934 y 1943 (Tirado Arciniegas 2000), se lee un texto de una editorial del Nuevo Diario en el año 1914 que dice lo siguiente, aclarando que el subrayo es mío: «Pero no ha de mirarse con tanta benevolencia la aparición de la cumbiamba en nuestro teatro. Esa música ensordecedora con su sello de arrabal, con sus aires de pum-pum, toda esa mal oliente a esperma y sudores de negros, con sus contoneos vulgares, toda una expresión de un baile mal hablado, con sus gritos de enlazadores de puercos» […]
El texto es producido nada más y nada menos, por una élite judía sefardita y askenazi (Bernardo Elbers por ejemplo), que sumada a otros descendientes indoeuropeos y omeyas (serbios, españoles, ingleses, alemanes, turcos, libaneses, etc.), había adquirido estatus y facilidades comerciales por el régimen “dermocrático” y “pilocrático”, heredado del sistema de castas coloniales, marcadores de importancia y privilegios sociales, basados en el color de la piel y la textura del cabello, una suerte de aduanas biotípicas que delinean aún, esas fronteras culturales dichas con mucho sentido de pertenencia al referirse el autor de la citada nota de prensa, a “nuestro teatro”:
El espacio aludido, es el desaparecido teatro municipal de Barranquilla para la época: un edificio de estilo republicano de columnas jónicas y capitel igualmente helénico, donde usualmente ponían en escena música de cámara, polkas, vodeviles o Zarzuelas como las de don Manuel de la Pressa, quien había pecado con introducir algunos arreglos de cumbia (maloliente a espermas y sudores de negros), a su pieza de Zarzuela, Barranquilla Tierra de Caimanes, desatando la ira santa de los editorialistas de las élites criollas.
Podría una mentalidad formada en las cuadrículas omnímodas del recurso cartesiano analítico, argüir que ese bien podría ser una opinión aislada, y que eso era una regla de la excepción, pero no, otros muchísimos textos de la época en situaciones similares dan cuenta, de esas fronteras imaginarias de que habla Múnera (2005) ya no desde la Bogotá del pensamiento Lamarckyano y del salvajismo Andino de que hablan Arocha y Moreno (2009), sino entre las personas de la entonces Costa Norte o Atlántica, con la piel y las identidades como las de sus padres europeos, que no estaban dispuestos a dejar que esa cumbia de negros, sonara en su santuario ideal del deber ser cultural de la época.
Y diría una mente cuadriculada en el análisis de la duda cartesiana, que esos negros no remiten a ningún África, pero para quienes niegan un continuum entre lo africano y las identidades afrocolombianas y más exactamente en el entorno afrocaribe de Cartagena y Barranquilla por ejemplo -con alusión más precisa a la champeta- como Elizabeth Cunin (2006), aquí se yergue otra editorial de la época, que expresa con relación a la cumbia en el diario El Día de 1912, la siguiente queja:
“Desde hace tiempo hay cumbiambas en los barrios del sur; cuando en la calle de Soledad suenan tambores, en la de San Roque suenan acordes de guitarra, lo cual ocasiona que la gente se desplace en grandes pelotones de un lugar a otro; y como las libaciones comienzan desde bien temprano, cuando suena el lujurioso ritmo importado del África, las lenguas se desatan a gritar las más grandes vulgaridades, alterando la tranquilidad del contorno. Bueno es que la gente se divierta, pero sin molestar a nadie” (Tirado 2000).
Para las élites de la región Caribe en la primera mitad del siglo XX- entonces costa Atlántica- la cumbia era un “lujurioso ritmo importado del África”- nada diferente en mucho a lo padecido por la Champeta, movimiento sociocultural y musical colombiano producto de la urbanización del folclor (Contreras 2002), que de vez en cuando sufre agresiones legales con editorial a bordo, como la padecida de parte de Enrique Santos Calderón, quien festejaba en estos términos en su artículo del diario familiar, El Tiempo de Bogotá, “Prohibida la Champeta” de Febrero 7 de 1999, la censura a la ejecución de la champeta en sitios públicos, decretada por el alcalde de Malambo (Atlántico) Manlio Tejeda:
“La noticia puede parecer insólita. Y el hecho autoritario y antidemocrático. Pero cuando leí que durante las verbenas que preceden al Carnaval de Barranquilla, el alcalde del vecino municipio de Malambo había prohibido la música champeta, trance y rap en los bailes públicos, sentí una profunda emoción patriótica […] Invocando la defensa de los valores autóctonos, el alcalde Manlio Tejada dijo que no era justo que esta música desplazara a la de los Corraleros de Majagual, la cumbia soledeña y otros ritmos tradicionales […]”
Y como para que no quede dudas para la historia, sobre la discriminación del arte musical afrocolombiano en lo popular, a través de los tiempos del mestizaje blanqueador, agrega Enrique Santos Calderón- considerado en un tiempo el “guerrillero del Chicó” por su simpatía izquierdista con la línea del ELN – las mismas palabras del pasado que soportó la cumbia (el subrayado es mío):
“Alegó [Manlio Tejeda], además, que está científicamente demostrado que esta cacofónica algarabía, difundida por los mercaderes de pick-up[1] (sic), propicia comportamientos violentos y degenera en alteraciones del orden público […] Que puede tacharse de retrógrada, folclorista, chauvinista, antimodernista. Pero que toca con el fondo de un inquietante fenómeno: la progresiva degradación, desnaturalización y nociva contaminación externa que invade a los más representativos géneros de nuestra música popular costeña […]. Ni un paso atrás: deschampetización o muerte! (sic) Venceremos?”: Godofredo Cínico Caspa, el recalcitrante político fascista creado por Antonio Morales para Jaime Garzón, no lo hubiera hecho mejor.
Es curioso, que para las élites criollas a través de la historia, lo popular en la música del Caribe colombiano y del resto de esta Abiayala que hoy conocemos como América, sea un lugar común el calificar los aportes africanos, con intenciones ominosas del racismo psicolingüístico como, “cacofonía”, “atrasado” “ruidoso”, “lujurioso”, “vulgar” y otros largos etcéteras como “oprobios musicales importados” (Santos 1999), los mismos empleados por el maestro Zamudio para referirse a los aíres del Caribe colombiano a principios de siglo XX desde la fría Bogotá de entonces, negándole el carácter de música, de arte y de ritmo colombiano, según lo expresado por Martín- Barbero, Robledo y López (2000).
Llama igualmente la atención que Enrique Santos Calderón, bogotano de las élites descendientes de los chapetones – mantuanos en Venezuela- como el maestro Zamudio, pero con la diferencia de tener por heredad familiar una relación más estrecha con el poder político de la nación colombiana, familia para la cual en el pasado la cumbia, el porro y la música de los corraleros de Majagual, debió ser una despreciable música de negros e “indios”, ahora resulta reivindicándolas como expresiones validas de la identidad nacional, en tanto ritmos aclimatados como tales por la costumbre, el tiempo y una academia que dio el salto cualitativo para reconocerlos, en la vejez actual de lo popular.
Resulta por demás patético observarlo en ese momento editorial, frente a “la Insulza y mediocre champeta”, la otra música de origen africano que en la contemporaneidad y desde el tótem picó, sirvió para ligar y detonar una nueva creación artística de los afrodescendientes, ligando a la heredad cultural del pasado con la más reciente, como un testimonio de que el folclor y lo popular, también fueron mal conceptuados por las ciencias sociales europeas coloniales y clasistas: el folclor evidentemente no murió en lo ágrafo ni en el analfabetismo y como una especie de Abraham bíblico, es capaz de seguir engendrando nuevas expresiones de su progenie cultural, después de 500 años.
Varios interrogantes pueden surgir de todo lo dicho a manera de formulación del problema. ¿Qué pasó para que expresiones artísticas musicales de lo folclórico y de lo popular, que antes eran despreciables músicas de negros, ritmos de cafres, dejaran de ser sinónimos de estigmatizaciones sociales, del mal gusto y de vulgaridad, y pasaran a convertirse en símbolos de una nacionalidad, como dice Martín- Barbero en la obra De los Medios a las Mediaciones (Siglo XXI Editores/CAB 1998) surgida de un folclor pensado desde una aséptica pureza? ¿Cómo dar cuenta de ese proceso? ¿Es ese proceso un hecho sólo identificable en Colombia? ¿Qué factores han influido para esta suerte de saqueo étnico y blanqueamiento de lo cultural afrocolombiano?
Claves del Proceso de Blanqueamiento
En el artículo “Champeta/ Terapia: Nueva Gesta de Negros y Mestizos en la Colombia Contemporánea II” (Contreras 1999), el cual fue presentado por el autor en un foro sobre la prohibición a la Champeta en Malambo y a dónde no se hizo presente Francisco Santos, como había prometido en su polémica editorial “Prohibida la Champeta” (El Tiempo febrero 7 de 1999), al frente de, «una delegación oficial del comando superior del Fram [Frente anti merengue] viajará a Malambo, zona liberada de la dictadura del merengue y otros oprobios importados, para entregarle una placa de reconocimiento al combativo compañero Manlio; allí en ese foro donde Manlio reconoció su dislate como afrodescendiente; allí en ese foro que terminó liberando a Malambo de endorracismo, expuse una explicación que comparto con el antropólogo, médico y ekobio Ángel Perea Chalá
Desde su llegada a América, a los africanos – nuestros ancestros – les tocó padecer no sólo la vejación de su condición de personas, al pasar de prisioneros de guerra a esclavizados y semovientes, sino que su cultura y legado fueron objetos de persecuciones, en lo musical, lo religioso, lo lingüístico y sobre todo lo escolar, donde se estableció la prohibición de acceso a la educación para africanos, indígenas y blancos de la tierra, mediante la figura de la mácula de sangre, creándose así la primera etapa social de valoración de lo africano y de lo todo lo negro, basada en la censura legal, consuetudinaria y cultural, objetivada en el lenguaje.
La temida inquisición en Cartagena como en las demás sedes coloniales del Gran Caribe, comenzó por penalizar la religión, la música y la danza de los sometidos, por ser estas dos últimas, parte consustancial tanto de los cultos africanos como de los indígenas, expresiones en su totalidad calificadas en la época como prácticas demoníacas. En uno de los juicios celebrados contra un hechicero en la Cartagena colonial, tal como lo relata Jorge Orlando Melo (1984) en el tomo I de Reportajes de la Historia de Colombia, se relaciona la cumbia con la adoración de demonios locales como Taravira y Buziraco. También se relata la forma como en las fiestas patronales de la época, se quejaban entre otras cosas los prelados, de los bundes, currulaos y cumbias, armadas por los esclavizados en las cercanías de las iglesias, durante los asuetos que operaban como válvulas de escape lúdicas del sistema esclavista colonial.
Igual mención merecen los arrebatos de ira de Pedro Claver, el santificado «esclavo de los esclavos» (Valtierra 1954), rompiendo los tambores y azotando a sus protegidos, cada vez que se les ocurría honrar a sus dioses ancestrales. Este pecado de género cultural no fue exclusivo del Caribe Colombiano, extrapolando la reflexión, en lugares como Puerto Rico, Jamaica o Cuba, por diversos motivos y excusas relacionados con las creencias mágico religiosas, mágico militares y erótico profanas, la tenencia del tambor va a ser penalizada, con latigazos y hasta con la muerte, como sucedió con el culto Obeah en Jamaica luego de la rebelión de Cud Joe (Benítez Rojo 2000) o por motivos más estrambóticos, como por ejemplo, el influjo que esos ritmos tenían en la virtud de las niñas de bien.
En mi trabajo Salsa y Sociedad en el Caribe Hispano (Contreras 2006), señalo al respecto las pistas que nos deja la letra de Catalino Curet Alonso, en una canción inmortalizada por Celia Cruz con el grupo de Johnny Pacheco en el álbum Tremendo Caché, que habla sobre una colonia agrícola entre Guayama y Salinas, que da nombre al tema, De la Verdegué, en el cual se puede leer el estigma musical y los imaginarios racialistas en un fragmento de la canción que dice: esos negros de la Verdegué/ con su ritmo son flama/ me envuelven en su bambulé/ aunque soy una dama. En otras palabras, la pecaminosa música africana, incita además de la violencia como se verá en el testimonio del general Joaquín Posada Reyes (Melo 1984), también al goce carnal desmedido, de una dama o doncella.
En Fiestas y Bailes en Cartagena de Indias a finales del Siglo XIX, el general Joaquín Posada Reyes, también se queja “del atronador tambor africano” que anima las fiestas del currulao de los negros en los círculos de baile estrenando libertad, que en las ruedas de currulao y cumbia, alrededor de las mesas de juego motivados por la ingesta desmedida de licor (él no culpa a la música directamente), protagonizan semanalmente colisiones violentas con el machete (peinilla) en donde las cantadoras de bullerengue con su canto impío, celebran las hazañas de los “peinadores” (cercenadores de cabezas) en las peleas más famosas que tienen lugar para la época, en el Partido de San Onofre o en el lejano Urabá (Melo 1984).
En un documento de Múnera (2007) leído con motivo de la presentación en Colombia del texto Salsa, Sabor y Control de Ángel Quintero Rivera (1996), relata como en la Cartagena de Indias de 1927, al igual que Manlio Tejeda y otros mandatarios de la región Caribe, el alcalde de la época, prohíbe la ejecución de la cumbia, el porro y los bullerengues en la Caseta Central ubicada en Ternera, por considerar que esa música, “altera la paz y las buenas costumbres”. Para no desentonar el alcalde Falquez de Barranquilla prohíbe los bailes de verbena para los carnavales de la época (1929), porque eran sitios de perdición y fornicación (Pineda 2011): según el investigador Moisés Pineda ese mismo año, se estrena un tango criollo, el primer tema musical dedicado a una reina, Olga I, en la historia de los carnavales de Barranquilla.
¿Qué pasaba en Barranquilla para la época y qué connota el hecho? ¿Fue esa la única vez que los bailes de verbena, el complejo popular con el picó a bordo, donde se incuba la champeta, son prohibidos por la autoridad ejercida precisamente por un “blanco criollo, descendiente de los antiguos realistas combatidos por Bolívar y Padilla? No, Gilberto Marenco Better (2002) y José Marenco (1994) de Barranquilla, recuerdan la vez que a principio de los años 80, cuando aún quedaban los ecos de la famosa caseta “El Bambú” en homenaje al Calipso de Edy Fontana, traído a Colombia por Osman Torregrosa desde Aruba en los años 70, las verbenas o casetas son prohibidas y José desde Emisora Atlántico fustigaba en tono de placa, los famosos jingles que “humanizan al picó” con esta consigna: “sin verbena, el carnaval no vale la pena” una y otra vez.
Pero… ¿Y cómo a pesar de estos impedimentos, la cumbia y la música afrodescendiente se convierte poco a poco en símbolo de lo nacional? La clave la vamos a hallar por ejemplo, en el mismo texto de Joaquín Posada Reyes y tiene que ver con las dinámicas de acción y reacción sociocultural, que se gestan en las interacciones humanas, mediadas por la seducción, que se desprende de los sistemas populares de resistencia simbólica, muchas veces desde el inconsciente colectivo, tal como lo plantean Levi Strauss y Karl Jung (Hunter y Phillips 1987):
Relata el general Posada Reyes, cómo a pesar de los círculos clasistas de la sociedad colonial que aún subsisten hasta nuestros días, pero que ayer eran más cerrados, a pesar de ello cuando el licor y las horas de la noche caían sobre los gozones jóvenes y de espíritu joven de la época, que eran de los círculos sociales considerados superiores, se pasaban a las fiestas de los círculos sociales valorados como inferiores, es decir, pardos y negros, donde era más fácil descargar el cuerpo de un sistema religioso opresor de los impulsos biológicos del ser humano: ayer con la cumbia, hoy con la champeta, los jóvenes y las jóvenes de familias pudientes o los educados en las lógicas de la clase media, ceden a la tentación de pasarla bien y empieza poco a poco, el ritmo vetado socialmente, a tomarse uno a uno a quienes lo oprimen, mientras los redime de prejuicios.
La otra interacción tanto ayer como hoy, tiene que ver con las chicas del servicio doméstico, ayer en estado de esclavitud formal, hoy en condiciones de esclavitud velada, quienes poco a poco, antes por medio del canturreo, hoy por medio de las emisoras de moda, van iniciando poco a poco a los hijos e hijas del patrón en el ritmo estigmatizado del momento, detonando un proceso lento que poco a poco, ganó espacios, destacándose el caso único de ritmos de origen africano blanqueados al subir de la Costa Caribe a los andes, como el bunde y el bambuco (Peñaloza 1996/ Perea Chalá 2009), el segundo de ellos, por el gusto que despertaba en personajes de la historia militar fundadora de la nación, como Simón Bolívar o el general Santander.
En la obra de Jorge Isaac, María, novela romántica del siglo XIX y en Risaralda de Bernardo Arias Trujillo editada en 1935 dos años después de la muerte de su autor, hay evidencias complementarias de los textos eruditos de Antonio María Peñaloza en la entrevista concedida a Juan Leonel Giraldo en 1989 para Revista Diners (número 228 en Antonio María Peñaloza El Hombre de Te Olvidé) y Perea Chalá: cuando Jorge Isaac en el capítulo XXXV comienza a narrar la otra historia de amor que le inspira realmente la novela y no Atala de Flaubert, como lo sugiere en solitario el racismo académico nacional, es decir, los amores de los aristócratas africanos esclavizados Nay y Sinar, allí se lee en un pasaje, cómo la princesa Ashanti Nay – ahora Feliciana – extrañaba los cantos y bailes del país de Bambuk.
Sin embargo, cuando Guillermo Abadía Morales escribe su obra Compendio General del Folclor Colombiano (1983), no tiene empacho en situarle un legado griego al bambuco (afirma que proviene del verbo griego bambolizón = zarandearse) y al Tango – influido muy seguramente por Raúl Cortázar – un origen francés (del verbo tangere). No obstante, el trabajo de la lingüista argentina María Luisa Weimberg, en un coloquio de americanistas, aclara que la palabra tango, viene del camerunés y significa “la reunión o fiesta de los amigos” y tiene que ver con otras palabras africanas que hacen parte de la subregión Río de la Plata (Argentina, Paraguay y Uruguay – pueblos imaginados primordialmente como europeos – italianos, ingleses o serbios puros). Esos ritmos y palabras de origen africano en el Río de la Plata son por ejemplo, milonga, quilombo y mucama, es decir, la criada de confianza.
Esos procesos de blanqueamiento no son exclusivos del sur de Abiayala – América- sino que también se han dado en Puerto Rico, con relación al Danzón, según lo explica en sus obras Ángel Quintero Rivera (Cuerpo y Cultura/ Salsa, Sabor y Control), donde los procesos de blanqueamiento, tuvieron el antagonismo intelectual desde los años 50 en las figuras del poeta Luís Palés Mattos, cabeza de un movimiento de reivindicación de lo afro[1], que cobra fuerza en Lydia Milagros González con el movimiento tercera raíz, el cual logra por medio de la poesía y del ensayo erudito (Rivera, Duany, González, La O) develar como desde los tiempos de la Danza, los borinqueños formados en el exterior (Europa y USA) con frecuencia escriben a principios de siglo, editoriales contra la Danza, la bomba y la plena, equivalentes a los de Barranquilla, por su virulencia racista.
Autores populares nacionalistas como Rafael Hernández por ejemplo, no alcanzan como Tite Curet Alonso, a escapar a las lógicas racialistas que apenas reconocían además del aporte hispano, “el carácter erguido del taino bravío”, como lo señala en un ensayo el también escritor boricua, José Rafael Sánchez (1998). Estas tensiones étnicas de desconocimiento al aporte de la cultura traída por los africanos y sus descendientes, lo vamos a hallar en el trabajo del profesor de literatura hispana en la Universidad de San Lois Missouri, el senegalés Mamadou Badiane (20011) sobre la novela de tesis de la escritora Ana Lydia Vega, en un ensayo titulado “Tempranos choques culturales y de género en “El baúl de Miss Florence” de Ana Lydia Vega”
El baúl de Miss Florence, cuyo título oficial es “Falsas Crónicas del Sur”, nos da al respecto unas claves del mestizaje hegemónico que encajan con los planteamientos de la economía señorial en la obra Sinú, Vida y Pasión del Trópico de Antolín Díaz Díaz (Simancas 2007). Señala en su análisis el profesor Badiane, cómo el choque cultural racista entre una institutriz inglesa – junto a las alemanas de moda en la época – contratada para la educación del hijo de una pareja compuesta por un danés y una anglosajona de Estados Unidos, el joven Charlie, nos regalan unas percepciones sobre la presencia desconocida del aporte cultural africano en Puerto Rico y el resto del Caribe, a través del los conceptos de su tutora personal:
“[…] el chico ha aprendido el español casi prodigiosamente y su acento insólitamente desclasado, delata el origen africano de su escuela. Es en esta lengua que responde, a modo de malacrianza, cuando intento capturar su atención para alguna enseñanza” […] sospecha también Miss Florence que el niño Charlie haya adquirido “malas costumbres en el trato con los niños africanos que han sido sus compañeros de juegos […] Mr. Lind “no veía con buenos ojos las pretensiones de su hijo: no era lo mismo llevar amores a escondidas con las negras, que quererse casar con una mulata” (72).
Estos aportes de la seducción carnal, cultural y hasta culinaria que logran imponer los africanos y sus descendientes con sus mestizajes, a las clases dominantes (con el arroz de coco, mondongo, ñame, guarapo, cocadas y dulcerías, patacón, mofongo, etc.), es muy similar a la colonización cultural ejercida por los griegos sobre sus vencedores militares romanos, también similar al caso helénico con el egipcio, donde Alejandro Magno de Macedonia, termina deslumbrado por el halo de magnificencia de los faraones negros, tanto que construye allá la ciudad donde quiso ser enterrado, cosa que no se cumplió; pero con una diferencia, el proceso de blanqueamiento oportuno que se da con el latinismo y la latinización, garantizan la negación de la cultura afro.
Otras Claves del saqueo de autoría intelectual colectiva étnica afrocolombiana.
Retrotrayendo las menciones de la música y de la literatura como arte, estos recuentos no sólo nos permiten hablar de un arte no sólo afrocolombiano, sino afroamericano; o para ser más exacto y estar a tono con los procesos de descolonización, un arte afroabiayalense, a no ser que una parte de la música y de la literatura o de la cultura popular no se considere como arte, e incluso de la pintura, cuando esta es hecha por los descendientes de los esclavizados, así como aún muchos eruditos prefieren seguir negando la influencia con fuerte tufo de plagio que Picasso, Klee y otros grandes pintores hicieron según Eduardo Galeano con relación al supuesto arte «primitivista africano», denuncia argumentada en su obra Patas Arriba: La Escuela del Mundo Al revés ( Siglo XXI Editores 1999), sobre lo cual cito lo siguiente:
“En una obra publicada por el Museo de Arte Moderno de Nueva York, William Rubin y otros estudiosos han hecho un revelador cotejo de imágenes.[…]Página tras página, se documenta la deuda del arte que llamamos arte con el arte de los pueblos llamados primitivos, que es fuente de inspiración o plagio […] El genio más alto del arte del siglo, Pablo Picasso, trabajó siempre rodeado de máscaras y tapices del África, y ese influjo aparece en las muchas maravillas que dejó. La obra que dio origen al cubismo, Les demoiselles d’Avingnon […]
Y agrega más adelante: “La cara más célebre del cuadro, la que más rompe la simetría tradicional, es la reproducción exacta de una máscara del Congo […] Algunas cabezas talladas por Amadeo Modigliani son hermanas gemelas de máscaras de Mali y Nigeria. Las franjas de signos de los tapices tradicionales de Mali sirvieron de modelo a las grafías de Paul Klee. Algunas de las tallas estilizadas del Congo o de Kenia, hechas antes de que Alberto Giacometti naciera, podrían pasar por obras de Alberto Giacometti en cualquier museo, y nadie se daría cuenta […]
En el ámbito de la pintura y el campo de las bellas Arte por ejemplo, en respuesta a las pregunta de si hay un arte afrocolombiano, basta mirar en el afiche de Héctor Rojas Herazo con motivo del desparecido Festival de Música del Caribe, su obra “Gaiteros de Cumbiamba”; o de Dairo Barriosnuevo su serie sobre los Picós y la Verbena; o del profesor de Bellas Artes William Gutiérrez, sobre la misma temática; o las nalgonas o poposudas (dicho en portugués brasileño) del maestro Aguaslimpias, una escuela pictórica popular con unos rasgos propios como por ejemplo, la sicodelia del color, la fosforescencia y las imágenes tremendistas de grandes guerreros, acompañadas de unas consignas literarias para registrar personajes de la música y la política del Caribe y del mundo, como El Ché, El Fidel, El Rumba Habana, El Coreano, El Sandinista, etc.
Pero en el ámbito de la pintura y de las plásticas, para Carla Baquero y Liliana Angulo, la respuesta le viene de toda una autoridad de más de 15 años de investigación, como es el maestro Eduardo Márceles Daconte en su obra, “Los Recursos de la Imaginación: Artes Visuales del Caribe Colombiano», una obra por su erudición sólo comparable a Botánica Indígena de Florentino Vezga, donde por cierto hay mucho de Botánica o ciencia afrocolombiana invisibilizada, como sucede con el negro Pío, el esclavo de José Armero, un español con título de Don. Entre otros descubrimientos que le aporta el negro Pío a la medicina contemporánea, se cuenta al descubrimiento y preparación del Guaco (Vezga 2002/ Melo 1984), la primera medicina que permitió curar el mal de rabia, que en la época era una condena a muerte para la persona o la bestia afectada.
Yo les pregunto a Liliana Baquero y a Carla Ángulo: ¿Acaso los accesorios y las danzas de Congo del Carnaval de Barranquilla, que guardaron hasta el nombre del cabildo de nación no son arte, siendo que la danza es una de las bellas artes? ¿Acaso las máscaras De Congo pierden su herencia y ascendencia cultural africana y afrocolombiana, sólo porque a un crítico que no sabía nada de nada se le dio por llamarlas “latinoamericanas”? Hago esta pregunta porque lo “latinoamericano” y lo latino”, se han convertido en la pieza maestra del despojo semántico, semiótico y cultural por antonomasia de todo el legado africano, unas veces en beneficio del indigenismo reaccionario (como sucede con la cumbia) y otras veces por el racismo intelectual mondo y lirondo. Pero: …
¿De dónde surgió ese cuento de lo latino? ¿Cómo se asentó como sinónimo de todo un continente como Abiayala/ América, una categorización tan eficiente y dañina que hasta el jazz afrocaribe terminó con el epíteto de Latinjazz, pese a edificarse sobre una fuerte estructura africana porcentualmente superior cualitativa y cuantitativamente a ese latinismo que tiene su raigambre semántica y etimológica en el Latio del antiguo imperio Romano? ¿Por qué resulta tan seductoramente irresistible para las “pieles negras, máscaras blancas,” que en ocasiones hasta la salsa, el reguetón y hasta el reggae, son etiquetados como músicas populares del repertorio “latinoamericano”? Incluso hasta cantantes raperos con viajes reivindicatorios del reguetón, terminan identificándose como “latinos”.
Lo latino y lo Latinoamericano como piezas maestra del racismo light.
Álvaro Tirado Arciniegas (2000) sitúa el surgimiento de lo “latinoamericano” como un proyecto racista de integración identitaria de las élites criollas blancas – a finales del siglo XVIII – de habla hispana y francesa – lenguas llamadas romances por su cercanía al latín, quienes se definieron desde entonces como una “raza” distinta y sensible y refinada, en oposición a la raza y mentalidad anglosajona y germana, pragmática, calculadora y “bárbara”. Es decir, una “raza de élites plena de arte, buen gusto y sensibilidad refinada” en oposición a otra raza de élites «comerciante y constructora de artefactos”, definida por el insoportable “trabajo manual” detestado por los nobles empobrecidos y ociosos, que gastaban al debe con los empréstitos soportados con el oro saqueado a los pueblos originarios de Abiayala/ América.
Simón Rodríguez en uno de sus discursos, el que encierra la frase “O creamos o erramos” (Galeano 1986) los fustiga y crítica como una mentalidad perniciosa destinada al fracaso y a nuevas formas de dependencia y servidumbre (Uslar Pietri 1982). Yumandú Acosta en su texto del portal web “Robertextos Recursos para estudiantes,” “Globalización e Identidad Latinoamericana” [http://www.robertexto.com/archivo16/globaliz_identidad.htm], señala al respecto que:
“Desde la filosofía se ha argumentado convincentemente acerca de la inexistencia de una identidad cultural común correspondiente a América Latina considerada como totalidad (Sambarino, 1980). A lo sumo podría pensarse en identidades múltiples y heterogéneas explicables por la mezcla de diversos factores. Plantearse la cuestión de la identidad cultural latinoamericana como una tarea de búsqueda de carácter ontológico y esencialista, será una intención destinada al fracaso o a la construcción de una ilusión.”
Surgido como un discurso excluyente y hegemónico, desde Simón Bolívar, quien ponía sus esperanzas de crecimiento de una nación donde la escuela equilibraba las cargas desiguales de las razas – por la influencia del krausismo en que militaba Simón Rodríguez – pero manteniendo la clausula de las máculas de sangre excluyentes, posición casi similar en Santander que inicia el primer proyecto de educación pública, manteniendo las restricciones étnicas para indígenas y negros, pero eliminando la veda para los blancos de la tierra, que podían acceder a una educación que los capacitara para ser empleados de las élites (Helg 2002), el discurso de lo latinoamericano ha estado signado por un racismo de nuevo cuño, donde la parte más amable es el mestizaje, el cual sirve a los propósitos de este ensayo, para presentar el ciclo completo y complejo del despojo a las creaciones culturales afrocolombianas:
La etapa primaria es la censura legal y consuetudinaria, seguida de una reacción mediada por la seducción, la cual a través de la integración forzada por la coexistencia más o menos pacífica, conlleva a otras etapas de oficialización, asimilación y blanqueamiento del fenómeno cultural gestado por los afrodescendientes, mediante el uso de los adjetivos “latino” o “latinoamericano”, pensados como un salto cualitativo desde el lenguaje del “mestizaje ideal blanqueador” de Bolívar, Santander y sus continuadores:
Domingo Faustino Sarmiento, Luís López de Meza, José Ingenieros, Jorge Enrique Rodó, Jorge Luís Borges, José Vasconcelos, Laureano Gómez y en fin, toda una variopinta lista de representantes de la extrema izquierda y de la extrema derecha, como Pinochet o el mismo Rodó, reflejan esta paradoja donde los extremos se unen en la discriminación hacia terceros biotípicamente diferentes; una dicotomía que Yumandú Acosta resume de esta manera:
El arielismo de Rodó condensa un proyecto democrático no mesocrático en el que la función utópica crítico-reguladora se cumple en la promoción del protagonismo de la aristocracia cultural al interior de la democracia política en la América latina, cuya orientación hacia la armonía racional de última intención estética, adversa con la orientación calibanesca de la cultura política de la América sajona, identificada por el criterio axiológico de la utilidad.
Desde esta aristocracia intelectiva inspirada en las doctrinas aristotélicas y platónicas que son un poco más utilitaristas, lo latinoamericano se convierte en una forma de negar toda presencia africana como elemento válido e importante en la historia de América, centrado en una escuela con los mismos contenidos y enfoques cuestionados por José Martí en Nuestra América, “una escuela donde los estudiantes saben más de los arcontes de Grecia que de los mayas o aztecas”, un texto en donde sin embargo la tolerancia creativa se muestra más benévola con el indígena – aclaro no por Martí en sí- el cual es añorado y amado, pero en los museos.
El proceso de blanqueamiento en la música nos lo explica Jorge Nieves Oviedo (2002) en un texto magistral titulado “Dinámicas transformativas en la música del Caribe colombiano”, en el cual se expone cómo antes de la llegada de Lucho Bermúdez, de Pacho Galán o los Corraleros de Majagual, los esfuerzos de asimilación de las músicas afrocolombianos mestizadas, del arte afrocolombiano popular de siempre, van a estar enfocados a la suplantación de la percusión en lo musical propiamente dicho y en la puesta en escena, por la no existencia de afrocolombianos o la presencia de ellos en la segunda fila de la orquesta, hecho señalado por otros estudiosos en otros lares del Caribe como Cristóbal Díaz Ayala y Al Angeloro (Contreras 2002).
Explica Nieves Oviedo como los estudios contemporáneos han venido a demostrar que lo que en la época de blanqueamiento de las músicas de ancestros africanos en Colombia, se consideraba “hard music” era en realidad puro “soft music”, es decir, música desprovista del sabor y la fuerza de la etnia, como sucedió por ejemplo con la llamada música tropical (cumbia, paseos, chandé, bullerengue, porros, etc.) en manos de grupos venezolanos y antioqueños como Los Melódicos de Renato Capriles, Matecaña, la Billos Caracas, Los Blancos, antes de la aparición de Joe Arroyo en el panorama nacional de la música, como figura cimera del movimiento del gran boom de las orquestas cartageneras de los años 80, con el Nene y sus traviesos, Perlas Negras, Hijos del Sol, Nando Pérez, Ramón Chaverra, Joseito Fernández y en Barranquilla los Tímidos y Raíces, tal como lo reseña en una obra próxima a publicarse, del periodista afrocolombiano, Rubén Darío Álvarez del Diario El Universal de Cartagena.
Cincuenta años antes del boom de los años 80 de la música afrocolombiana más vernácula con nuevos arreglos conquistando todos los estratos, pero sin salirse de sus estéticas y lógicas (policromía, poliritmia, polimetría y polifonía, elementos concretos del arte musical afrocolombiano y afroamericano), en Barranquilla y Cartagena, sus élites ansiosas de novedades, ciegas de coloniaje e ignorantes funcionales en términos culturales, metían en sus salones de baile como gran novedad una música que en su momento Waldo Frank no consideraba afroamericana por sus instrumentos (Suescún 2007), pero que posteriores estudios de morfología, armonía y ritmo confirmaron como herencia musical de África en América: el jazz, movimiento que permitiría visibilizar otros ritmos africanos blanqueados por la industria cultural: el blues y sobre todo el Rock and Roll, donde la publicidad y la reseña privilegiada sobre los Beatles, Elvis Presley y los Rolling Stones, terminaron por desaparecer a Jimmy Hendrik como figura cimera.
Igual pasó con la poesía y la literatura llamada negra, la cual según Encarta (2000) fue la base sobre la cual se logró hablar de Literatura del Caribe: Mary Prince en el Caribe Inglés, narrando su propia biografía de mujer esclavizada, Placido y Manzano, reivindicados por Miguel Barnes, pese a la oposición intelectual de Fernando Ortiz que no los reconocía como poesía negra del Caribe Hispano, por no hacer los versos en lengua africana alguna, lograron sentar unos referentes de ritmos y temáticas distintos a las evocaciones medievales europeas de Sor Juana Inés de la Cruz o Fray Luís de León, señalando una poesía y una prosa del hombre y la mujer desarraigados que encuentra una tierra y recuerdan el terruño ancestral idealizado (Aimee Cesaire), una poesía donde el agua de los Ríos y el Mar están presentes como caminos de nostalgias, lágrimas y gozo, el color, la esclavitud y la forma de hablar e imaginar.
Anayancis y el Tío Conejo, son dos aportes traídos por los pueblos de la Costa Occidental de África de cultura lingüística mande (Bámbaras, mandingos, Kru, Ashanti), en los actuales estados nacionales de Benín, Costa de Marfil y Ghana, una literatura oral que tiene receptores en la literatura cultivada desde Méjico hasta Colombia, Venezuela y los bordes del Río de la Plata; una literatura negra o afrocolombiana, que tuvo en Colombia al pionero de América y del mundo, en Candelario Obeso, el poeta momposino de Cantos Populares de mi tierra, en donde los afrocolombianos entran a la poesía con sus voces, sus temores y su estética fonética llevada al papel: “que trijte que ejta la noche/ la noche que trijte ejtá” un trabajo poético que se puede cantar en ritmos del bullerengue como la Chalupa o el bullerengue sentao, tal como lo hizo en su última presentación de despedida en San Antero Etelvina Maldonado. ¿Si la poesía es parte de las bellas artes dentro del concierto de la literatura. No es esta una muestra de poesía afrocolombiana y por tanto de arte afrocolombiano?
Candelario Obeso, entre otras cosas, concitaría el interés de poetas como Palés Mattos, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén nuestro Jorge Artel, una poesía que, como anotaba el mismo Artel en De La Vida que Pasa (Suescún 2007) no se agota en el pigmento ni en la jitánfora, sino en el sentimiento y temáticas de la etnia dichas con propiedad por ejemplo, en el Velorio del Boga Adolescente: […] «Hacer pensar en los sábados/ trémulos de ron y de juerga,/ en que tiraba su grito/ como una atarraya abierta./ Pero está rígido y frío/ y una corona de besos/ ponen en su frente negra «[…] ¿No están allí, el mar, el gozo y la etnia en el ritmo y la figura objeto poético abtancial? ¿Hacen falta más pruebas para hablar de un arte poético afrocolombiano y por tanto de arte afrocolombiano?
Tal vez ese arte afrocolombiano que siempre ha estado allí, gritando su africanidad y su afrocolombianidad diaspóricas, no sea visible por las lógicas del racismo académico protuberante de Laureano Gómez/ Luís López de Meza que tanto logró encarnar en lo musicológico el señor Guillermo Abadía Morales y demás críticos de arte del racismo duro y el racismo light, quienes luego de perder la batalla excluyente contra una manifestación popular afrodescendiente, tanto en lo estético como en lo social, para asimilarlo le cuelgan la etiqueta de música latinoamericana, escritor latinoamericano, escultura latinoamericana, sin permitirse sondear pero sí negar, el grito y la presencia de una etnia.
Quien sí comprende estos movimientos es el comentarista venezolano Fidias Escalona, quien en una nota de prólogo del libro “Salsa Crónicas de la Música del Caribe Urbano” de César Miguel Rondón, luego de analizar y despotricar del epíteto latinoamericano con una lógica demoledora, dice – parafraseo- “desde ahora todo es del Caribe (porro, cumbia, merengue, todo es del Caribe… ¿Dónde está lo latino?” En efecto, en la salsa y en el jazz caribeño, con unos orígenes ligados a la santería, con sus claves sacras profanadas por el marketing de Pacheco y Masucci, hablar de música latina y de baile latino, cuando el Latio y el Latín no tienen nada que ver con un acere ko, un yemayá y un changó, un Cheche Colé o una Baquiné y los orichas todos y sus 7 potencias, no pasa la cosa de ser un despropósito racista psicolingüístico por superar.
Está bien que el departamento de Estado de la era Hoover, previendo una alianza de discriminados en un solo bloque, unidos por el etnónimo afrocaribeños, bastante cercanos en los tonos a los afroamericanos de Martín Luther King, Ángela Davis o Stockley Carmichael, que tenía de esposa a Miriam Makeba, la equivalente de Celia Cruz, como Tite Curet lo es de King, Roberto Roena de Malcom X o La Lupe lo podría ser de Ángela Davis, le resultó exitosa la venta del gentilicio “latinoamericano”, que la izquierda de la época y un poco la de ahora, le compró sin análisis alguno, presa del racismo light de José Ingenieros y Jorge Enrique Rodó, estudiosos de connotados racistas como Kant, Diderot, Montesquieu, Aristóteles y su kombo, cuyo hálito racista empaña la mirada académica impidiéndonos ver algo tan evidente como el arte afrocolombiano, afrocaribe y afroamericano por extensión.
Nota:
1) Con el pretexto de “la escasa presencia de poblaciones afro en el sector médico de América Latina”, Mauricio Gaitán director de A Corazón Abierto, la versión de la serie norteamericana Grey’s Anatomy, sustituyó los actores afroamericanos por actores representativos del prototipo “latino” blanqueado: Aída Morales interpreta a Chandra Wilson. En lugar de un actor afrocolombiano como Oscar Borda o Ramsés Ramos, el papel de Isaiah Wilson fue encargado a Rolando Tejarano. En lugar de Hansel Camacho para interpretar al cardiólogo afroamericano director del hospital (James Pickens) fue dado el papel a Jorge Cao. Chepé Fortuna, no sólo ridiculiza el ser caribeño sino a nuestras mujeres, convertidos en prototipo de lo ordinario, lo ignorante o lo más malvado, como el personaje de Omeris Arrieta (Venezuela) parte de la guerra de cuarta generación contra la revolución bolivariana de Venezuela.
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Nicolás Ramón Contreras Hernández (escribe desde Colombia.
ARGENPRESS CULTURAL.