Por Edgar Borges
«Los amores son como los imperios: cuando desaparece la idea sobre la cual han sido construidos, perecen ellos también.»
Milan Kundera
En los misterios del otro nacen muchas de las preguntas que nos llevan a inventarnos. Nos hacemos a partir de lo que vemos (y no vemos) en el otro. Para el observador, el otro nunca será una historia acabada. El otro es, como la lejanía, un punto que se multiplica mientras más creemos que nos acercamos. El sujeto supone que el punto no es el camino sino el faro que permite seguir el camino. Es una referencia, quizá un espacio imaginario. Es posible que todas nuestras vivencias sean la historia imaginada que algún otro se inventa a partir de su perspectiva. La mirada es una ventana particular que necesita interpretar mundos. Sin embargo, ¿qué alteración sufre la mirada del observador cuando el otro se desintegra en una definición absoluta de su ser?
La realidad es una aproximación necesaria para equilibrar los intereses de diversas realidades. En el buscador la realidad, como la identidad, no es un valor absoluto. De ahí que él se plantea realidades que, como puntos, hay que saltar antes de quedar atrapado en un círculo. En lugar de la conclusión lo motiva la travesía. Toda definición de una vida es una irrealidad. No se puede concluir algo que no ha acabado. La banalización de la existencia termina asumiendo, como perfil, la superficie de una ruta. Cuando se tiene miedo no se cortan más capas de la cebolla y se toma por cierto (de toda experiencia) el primer llanto. Algo similar ocurre con la exposición pública del otro en las redes sociales que lideran el orden establecido. A favor de participar en el diario público de las emociones, el prototipo del individuo actual (que gracias a la industria mediática se convierte en realidad) ha optado por cerrar el sótano de su recorrido personal. El mercado de las banalizaciones sólo acepta el brillo de la superficie. No importa que por dentro la casa se pudra, la exposición pública exige saber reír y llorar según la lógica global que regulariza el perfil del otro. La unificación de las conductas es el camino a la instauración de un pensamiento único.
El otro siempre fue un misterio por descubrir. En la literatura el otro es un acertijo que va dejando pistas (que conducen a paradojas). Al lector, como buen buscador, las claves sólo le ofrecen posibilidades, nunca conclusiones. Será él quien levente la forma del juego con las piezas que un desconocido le ha dejado. La construcción será un necesario pretexto para introducirse en el fondo del relato. La globalización depredadora del espacio (interno y externo), en su pretensión de uniformarlo todo, acerca una proyección definitiva del otro y desintegra el misterio. Lo que te saluda no es el otro ni lo que tú construiste de él; el otro ya no está en la distancia pero tampoco en la cercanía. Enfrente (que también es adentro) sólo hay puerta cerrada, hastío, un espejo roto, saludos a la nada, una certeza que oculta pistas, un punto que ha devorado el camino (y la perspectiva). El monólogo del ruido.
Edgar Borges escribe desde España
Fuente: ARGENPRESS CULTURAL