Ella

Por Carlos Alberto Parodíz Márquez

Hubo una vez una mujer, empecinada en sentirse propietaria de las desdichas. Tenía la fuerte convicción que la carga de sucesivas frustraciones, formaban parte de una cuenta, tan larga, que podría provenir de otras vidas.

Amanecía expectante, angustiada, como aguardando alguna calamidad, que asociaba con todas las formas imaginables de la comunicación. Un culto casi cerrado a la incomunicación y el fatalismo trágico e histórico; se sentía incapaz de superar el pesado lastre, de las desdichas propias y ajenas acumuladas y, para peor, pendientes de cancelar, con su propio sacrificio.

Su delgada y lánguida figura, deambulaba por los puentes y los puertos, tratando de respirar y encontrar sosiego.

Un día alguien, inopinadamente, salido de un cruce brumoso, se puso a su lado y sin palabras, la cargó sobre sí; las huellas en la arena de la playa, que ahora transitaban, se borraron a medida que avanzaban hacia el mar y la levedad; ella con los ojos cerrados, fuertemente cerrados; negándose a la posibilidad, aguardaba la caída, que la devolviera a la realidad cotidiana, esto no sucedió; por el contrario, él, con manos gentiles, quitó su túnica, dejó que el sol entibiara su piel y sus entrañas.

Cuando esas manos la acariciaron, casi rozándola, sintió que no era cierto y comenzó a abandonarse; él seguía cargándola en sus brazos, pero sus manos tenían la propiedad de despertar en ella, dormidas sensaciones.

La prolongada caricia; la deliciosa suavidad, con que esa exploración de su cuerpo la transportaba, dio lento ingreso al placer, algo biselado en los pliegues de la memoria.

No abandonó su abandono, en aquellos brazos y, sobre todo, en aquellas manos sabias, expertas, imperceptibles, perfectas, para conducirla a las cumbres que, ella ahora avizoraba.

Algún atisbo de resistencia flameaba, reticente, pero claudicando.

Cuando ingresaron al mar se dio cuenta que el milagro se cumplía; no sintió la temperatura del agua, ni el vaivén de las olas; sus caídas habían dejado de suceder.

A medida que penetraban en el mar, ella se sentía penetrada por él y la fusión creciente, inviolable, caminaba rumbo a lo insondable.

En tanto las aguas los cubrían, ellos se cubrían con los estallidos de ella, prolongados, multicolores, eternos, suficientes y a cubierto de los miedos y los vientos del alma.

Carlos Alberto Parodíz Márquez escribe desde Alejandro Korn, Buenos Aires, Argentina 

Fuente: ARGENPRESS CULTURAL

 

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