“En el Mar, La Paz”

Por Miranda Navas
Se escuchó el resonar del trueno por todo el firmamento, rugiéndoles a los simples mortales que yacían a las fronteras de sus tierras, chocando con el reino de los mares. Permanecieron de pie ante la línea divisora, atreviéndose a hacer lo que otros, en su momento, no se atrevieron. Era un momento que les cambiaría la vida, y transformaría su existencia en algo que no esperaban.
Con la arena entre sus dedos, estuve yo entre aquellos valientes ante los límites del Reino de la Tierra Seca, a la puerta del Reino de las Aguas. Puse mi alma en esa línea, retando a cualquiera que probara derrumbarme. Mi voluntad no pereció a pesar que varios lo intentaron, y con eso bastó para permanecer de pie sin quejarme. Me sentía invencible, lo suficientemente fuerte para enfrentarme a los escépticos, aquellos que dudaban del triunfo de nuestra misión. Sentí algo, algo más grande que mi misma, aunque no estoy segura de lo que fue.
El viento resopló estruendosamente con cada segundo que pasaba y se podía escuchar el redoblar de los tambores en las nubes, tambores tocados por los dioses que esperaban la guerra entre el mar y los hombres en la tierra seca. Esperaban una matanza, ríos de sangre tiñendo la arena de rojo carmesí; ansiaban ver ningún sobreviviente. Anunciaban el momento de la verdad, el fin de nuestra raza, o eso pensaban.
El cielo se tornó de tonos rojos y rosas mientras las nubes se teñían de morado y azul con la partida del temeroso sol que se ocultaba en el ocaso. Un cobarde, tal vez, asustado por lo que podría sucederle en esta batalla… O tal vez, un milenario astro sabio, que sabía más que los mismos dioses, y se ocultaba detrás del horizonte, sumergiéndose en las aguas para darle más belleza a este instante tan trascendental, porque quién sabe, tal vez ya conocía el desenlace de lo que estaba a punto de ocurrir.
Hordas de personas se acercaron mientras las olas chocaban con la costa. La frontera se hacía cada vez más delgada, la hora se acercaba. Más y más personas se acercaban con ennegrecidas almas y miradas ansiosas esperando el baño de sangre que anunciaban los escépticos de la causa. Pero eso no quebrantaba nuestros espíritus, nuestra causa era buena, y era hora de demostrárselos.
El tiempo pareció detenerse por unos instantes. Los músculos se tensaban por la espera, el tiempo continuó y hacían falta meros segundos. Chispas recorrían el aire, esperando que llegue el momento de explotar en éxtasis una vez llegada la hora que todos esperaban de puntillas. El nudo en nuestras gargantas y las mariposas en nuestros estómagos se hicieron más intensos, haciendo que romper el silencio fuera más difícil. Se nos hizo más laborioso respirar al notar que había llegado la hora.
El miedo fue lo primero en desaparecer en cuanto se dieron las indicaciones para empezar, nuestros corazones se inflaron en alegría y emoción al escuchar a nuestro líder decir las palabras más importantes, las que harían de este día parte de la historia. -Pueden dejarlas ir- dijo, y sin esperar ni un segundo más, el mundo pareció desaparecer a nuestro alrededor. No había más ojos curiosos ni personas morbosas observando el encuentro. Éramos nosotros, el mar, y una única razón para aquella reunión.
El sol se asomó por detrás del horizonte, casi escondido por completo debajo de la superficie del agua. Un astro curioso, indudablemente, que no había podido alejarse demasiado de la belleza que tiernamente tocaba su corazón y su alma, ahuyentando sus ganas de partir. Lentamente todos se acuclillaron sobre la arena, nuestros corazones se aceleraban llegado el momento de decir adiós. Con sus rodillas al suelo abrieron las puertas de sus almas y pagaron tributo alegremente a los poderosos mares frente a ellos.
Sus pieles, pintadas de diferentes colores y sus ojos teñidos con diferentes pasados, ningún orgullo, ni siquiera el del más soberbio, fue magullado al arrodillarse y dar una reverencia. Todos venían de diferentes lugares, hablaban diferentes lenguas, pero entre sus dedos había una sola nacionalidad. Entre sus manos tenían escondido un tesoro, el regalo para los dioses de los Océanos Profundos, una súplica de perdón para sus pecados ante la Madre Naturaleza.
Las olas chocaron con más fuerza, acercando sus aguas a los pies de aquellos detrás de la línea. Aún con más lentitud y con cuidado los hombres abrieron sus dedos y liberaron lo que ahí albergaban. Tiernamente colocaron a la pequeña criatura sobre las negras arenas de la playa y cerraron sus ojos, esperando la respuesta del mar, inseguros si habría ira o ternura.
Los hombres temían la ira del océano, temblaban sus rodillas al imaginar a los dioses destruyendo su regalo sin piedad, mandando terribles monstruos que acabarían con las indefensas criaturas que empezaron a correr hacia el agua. Nerviosos, esperaron.
Las olas dejaron de chocar tan fuerte contra la costa y se escuchó un suave murmullo sobre el agua. Al ver los dioses sus regalos de cerca, se conmovieron sus espíritus. A las pequeñas criaturas les susurraban palabras de aliento, les pedían que fueran valientes pues el recorrido más largo de su vida estaba por empezar. También había palabras consoladoras, llenas de una ternura inimaginable, murmurándoles que todo estaría bien, incluso si la tormenta más fuerte caía sobre ellas. El viento llevó esas palabras a los oídos de los hombres, y ese miedo que les carcomía sus entrañas se disipó de sus corazones. Se unieron a los susurros alentadores de los dioses, y decían con fervor a sus criaturas que lucharan con todo lo que pudieran, que tenían una vida por delante.
No todas las criaturas que recorrían la arena voltearon a ver a sus libertadores, para agradecerles por el agradable e inesperado gesto de amor que recibieron. Ciertamente la mía no lo hizo, aunque conozco con certeza lo que me dijo mi pequeño tesoro, mi pequeño regalo, al notar que era tiempo de irse a casa. No fue ni un gracias ni un adiós, no derramó lágrimas por su partida ni me abrazó deseándome un feliz viaje de regreso a casa, sino que fueron palabras silenciosas. Una plegaria para que fuera tan valiente como ella lo sería, para que peleara tan fuerte como ella pelearía, que nunca perdiera la esperanza sin importar que tan oscuras fueran las sombras sobre mi cabeza. Me recordó lo que en el fondo de mi alma ya sabía, que nuestras almas se reencontrarían de nuevo y que compartirían un momento como este, en otro tiempo, en otra vida, en otro mundo.
Predijo lo que venía, y que sería difícil, que tendría que nadar los océanos más profundos, montar las olas más altas y cruzar las mas iracundas tormentas. Su vida sería dura, pero lo lograría. Me lo prometió. Juró pelear contra los enemigos más feroces con fervor y que no se dejaría vencer tan fácil, dijo que triunfaría sobre los días más rudos y aunque perdiera el aliento mil veces, respiraría hondo y continuaría. Lo haría con alegría, con entusiasmo, con fervor; no por la gloria de lograr lo que muchas de sus antepasados no habían logrado, sino porque era su destino.
Rápidamente empezó su viaje entusiasmada, arrastrando su pequeño cuerpo con sus delicadas aletas. Se veía tan pequeña, tan débil, como si estuviera hecha de cristal. Quería correr a su lado, tomarla entre mis manos nuevamente y no dejar que nada le ocurriera, mantenerla a salvo y que nunca viera con sus ojos las oscuras y perversas maldades que hacían los perversos y tenebrosos rufianes de este temible mundo. Más me era imposible. Como toda madre tenía que dejarla ir, tenía que darle espacio para que creciera y se volviera la más fuerte de todas.
Así se fue alejando de mí y de la frontera con la Tierra Seca, se adentró más dentro del Reino de Las Aguas dejando suaves marcas en la arena por donde pasaba. Se movía velozmente, y de repente, cayó. Mi corazón se detuvo, pensando que no lo lograría, que era demasiado pequeña para enfrentar a un mundo tan malvado y perverso por sí sola. Me demostró lo contrario. Justo como me lo prometió no se rindió y salió de aquel pequeño agujero de arena y se dirigió nuevamente al mar.
Me levanté, conteniendo las lágrimas de felicidad y orgullo que amenazaban con derramarse, y susurré gritos de apoyo a mi pequeña criatura. Llegó a su destino y al ver los dioses su regalo cara a cara, con la suavidad con la que se carga a un bebé los sumergieron tiernamente con una ola, y pronto, los perdimos de vista. Ya estaban nadando entre el Reino de las Aguas Azules, fuera de nuestro alcance, dejándonos solos. Estoy segura que pronto aquellas criaturas serán olvidadas por muchos, pero la mía, nunca lo será.
Una vez en la vida nuestra alma hace las paces con las aguas y libera un espíritu salvaje en la pequeña forma de una tortuga. Se ven lentas y débiles, impotentes y ridículas, pero si las ves de cerca como yo lo hice, verás que de lentas o débiles o de impotentes y ridículas no tienen nada al correr a toda velocidad hacia sus hogares, los océanos.
Sé que esta allá afuera, nunca lo… o la… olvidaré. No importa a dónde vaya o en qué se convierta, no olvidaré que fui yo quien la vio dar sus primeros pasos hacia la libertad, hacia el mundo real, como se cayó por primera vez y se levantó de la que había caído. Será pequeña ahora, pero pronto crecerá y será gigante, más grande que su cuerpo, más grande que sí misma, más grande de lo que yo podría soñar a ser, será…. Algo más, estoy segura.
Dejé algo más que una pequeña tortuga en esas arenas, dejé una plegaria para nosotros los mortales. Rogué porque podamos cambiar, que podamos salvarlas. Le supliqué a la madre naturaleza que nos perdonara nuestros errores. Pero sobre todo, dejé un pedacito de mí misma con esa tortuga. Es una sombra, con forma de una pequeña tortuga recién salida de su cascarón, está cuidando de la pequeña tortuga a la que nombré aquel día y liberé el último día en las negras arenas de aquella playa en Monterrico, Santa Rosa.
Miranda Navas escribe desde Guatemala.
 

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