Estrella de un país periférico

Por El Lector Americano

BURKE, Virginia, 12 de junio de 2024.

Alter Ego. “No tengo personalidad propia. Por eso jamás podré llegar a ser un verdadero actor. Apenas puedo sostener algunos personajes. No podría ser Pedro Pablo Pei del modo en que Cantinflas es Cantinflas, porque no tengo una proyección de imagen de mí mismo. No me desdoblo al estilo Jerzy Grotowski, pues me miro al espejo y lo que veo es a alguien que nunca fue del todo bufón: soy un tipo imprevisible y pendenciero que alterna los vaivenes de la vida con las más oscuras de la tristezas de mi ser. Esto puede sonar divertido y contradictorio, pero cuando estoy preparando un determinado personaje es como si el personaje hiciera de sí mismo. Así que cuando alguien me dice ‘Estuviste genial en tal actuación’, yo siento que tendrían que decírselo al otro, al personaje y no a mí. Es por eso que cada vez que termino una actuación me invade la incertidumbre de la pérdida de identidad. Entonces no sé quién soy ni qué hacer. Si alguna vez hubo alguien detrás de mis gestos y mi cuerpo, creo que, para bien o mal, hace rato que yo me borré.”

Ergo. Así habló Pedro Pablo Pei en una entrevista levantada del programa de TV, “Vidas Secundarias”, conducido por Roger Miranda —un neobiógrafo poco ortodoxo— emitido originalmente en 1994 por ‘Victoria TV’, un canal de bajo presupuesto pero con alto coturno. Años después Roger Miranda editó la entrevista en un libro de más de 610 páginas para contar la vida de un Pedro Pablo Pei abundante en detalles, que fue demasiados hombres (y, en ocasiones, mujeres con bigotes) y al final no tenía la remota idea de quién era él.

El libro/glosario/entrevista se convirtió en una pasión editorial que —de ser ficción— podrían haber sido firmado, o por «Gonzalo» García Márquez o Carlos Rulfo. Leyéndolo, eso sí, se entiende porque la carrera de Pei es una larga y fortuita carrera: un hombre corriendo a lo largo de series, haciendo de malo en telenovelas, y de loco de atar en películas geniales o malísimas, que no se atreve a detenerse porque no tiene del todo claro si el éxito le persigue o si es perseguido por el exceso y el éxito. Un diletante o improvisador sociópata genial —no olvidar que fue el único a quien los directores le permitían hacer lo que quisiera; pero que también advertían que “Pedro Pablo Pei no existía”— y que era un improvisador excelso. Un clown más loco que una cabra, algo triste y sensible. Una fuerza de la naturaleza, pero con fuertes tormentas. Un tipo con mala salud (tuvo cinco infartos al corazón antes del último, y bueno, no fue más), con buen físico para la comedia física, gustador del chinchorreo, la cumbia, la salsa y el Cha Cha Chá. Un latín lover que primero fue una voz en la radio, luego una voz en el teléfono, y después un escándalete a los gritos en un Crucero por Marsella a las cinco de la tarde.

Foto cortesía.

Ojos en streaming. Recordar y fijar la carrera de Pedro Pablo Pei es más o menos así: El lindo del barrio (1975), El Ratón Gonzalo (1976), La Fiesta del gordo Williams (1978), La Magia es lo de menos (1980), Estamos aquí y allá (1986). Una lista somera, pues no están las telenovelas ni las participaciones en programas de humor, y fotonovela. Y por eso le debemos añadir unos toques chaplinezcos, y fragmentos de escenas sueltas de todas sus participaciones, así como sus bizarros y cínicos comerciales para Jamones y Cecinas Goi porque, claro, estaba corto de representante y billetes. Porque Pedro Pablo Pei fue pobre y rico. Fue gordo y flaco. Fue amigo de Los Quilapayún, y de Leonardo Favio. Le gustaban las mujeres, un montón, también los hoteles y los jabones turcos, los viajes a ninguna parte, las terapias de grupo, las drogas, el buen vino, un buen mañanero, y ser siempre el otro. Porque sabemos que “nació actuando” para ser otro, el tío Pedro Pablo. A ver: llegó a este mundo en enero, día 2, del año 1965, para suplantar a un tío muerto un par de años antes bautizado también como Pedro Pablo. Un bebé cargado de muerto. Y como por estos días se cumplen 35 años de su último ¡acción!, antes de su ingente final, se asegura que Pedro Pablo Pei se había vuelto loco, pero esta vez de verdad. O tal vez siempre lo estuvo. Y como Sócrates, el filósofo, en vez de preguntarse Solo sé que no sé nada”, Pedro Pablo Pei —siempre definitivo— se preguntaba: ¿“Será que sé demasiado?”.

Clones imaginarios. Muchos actores lo admiraron: Efrem Zimbalist Jr., David Carradine, Vic Morrow, Juan Segura, Dusty Fleming (el Latin Lover), el Andy García de Los Hermanos Coraje, o el José Luis Rodríguez que ganó una Gaviota de Oro haciendo de Pedro Pablo Pei en una de las telenovelas, o el primer Stephen Tobolowski, y el último Peter Coyote, y otros que ahora se me olvidan. Algunos fueron muy buenos co-protagonistas, otros más o menos. La atendible diferencia es que ninguno de ellos podría ser todos los Pedro Pablo Pei que él fue, y en cambio Pedro Pablo Pei podría ser todos ellos, de una.

Foto cortesía.

Egoistic Love. “A veces me aburro, a veces me da miedo el cielo azul tirando a negro. La mayoría de las veces me asombra que mucha gente piense que yo soy importante. Pienso que cuando la gente me extraña en realidad no me extrañan a mi, sino se refugian en melancolía conmigo, porque les hago compañía. Esto me desconcierta, y estoy seguro de que estoy re loco”, dijo en un sincericidio Pedro Pablo Pei. Después se miró al espejo, y se preguntó qué hace allí ese tipo.

Confesión matinal. La televisión es perfecta, (hoy los smartphone) diría Raymond Chandler. “Uno agarra el control remoto, se recuesta y libera su mente. No se tiene que concentrar, no tienes que reaccionar, no tienes que recordar, no extrañas a tu cerebro porque no lo necesitas. El corazón, el hígado y los pulmones continúan funcionando normalmente. Aparte de eso, todo es paz y silencio”. El nirvana del hombre televisivo, decía Chandler. O uno a veces está en otra, hubiese dicho Pedro Pablo Pei.

Pedro Pablo Pei actuó poco al final de su carrera, y prefiere pasar su tiempo pintando vecinas desnudas y jugando al futbolín con sus amigos. Porque fue un intérprete que actuaba sin actuar, y cada uno de sus personajes están dotados de sutilezas y rasgos distintivos (“Lo que importan son los detalles”, decía Pei) por más que no todos tengan su cuerpo y su voz inconfundible. Y con todo esto Pedro Pablo Pei consigue el retrato de un actor verosímil —con ráfagas de su egocentrismo, de su manipulación de segundos y terceros como si se trataran de sus personajes— y no es culpa de él. 

Réquiem. Lo cierto es que cuando al hombre la vida le resulta intolerable, y solo permanece en la superficie, es natural que se sienta satisfecho obteniendo profundidad en contra de todos los pronósticos. Pedro Pablo Pei, al final de sus días dio cuenta que tenía que responder a pocas demandas y no necesitaba comprometerse. Su existencia quedó confinada a un espacio estrecho, forzado a mostrarse a través de la actuación de forma constante y, por consiguiente, obligado a mirar hacia otro lado, y examinar las profundidades de su propio reflejo. Por eso cuando se abría el telón o se encendía la cámara, nunca tuvo problemas “de ser” porque siempre huyó hacia adelante, lo cual le evitó incómodas confrontaciones con él, con los demás, y todos sus personajes.

Eso fue.

 

 

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