Golpes de amor y después…

Foto cortesía

Por El Lector Americano

Desde Virginia, 23 de abril de 2024.- Seguramente hay películas más trascendentes y mejor filmadas que Rocky, pero es dable decir que la historia de Rocky Balboa, a fecha de hoy es considerada una gran película en el mundo de los cinéfilos.

Aún con sus trillados lugares comunes y actuaciones algo limitadas, esta es una película que habla de cómo sobrevivir y “romperse el tuje” para realizar un sueño y un deseo. Por más que no tenga un gran guión como El Padrino, por ejemplo, que también es un clásico, ahora sabemos que los clásicos en el cine no los determina la crítica, sino el público, ese que la vio a Rocky en 1976, y la seguirá viendo.

A Rocky la vi la primera vez en el Ideal Cinema, en un Santiago de Chile frío y en dictadura, en vacaciones de invierno, junto a unos amigos atorrantes que aún no distinguíamos entre nosotros la lucha de clases. Pues bien, a mí también me gustaba una chica, Marianela, que estaba de vacaciones en Santiago, y que tenía una de las caras más bellas que yo había visto. El caso es que me gustaba esa chica, y esa sensación de recuerdo también se vertebra con la película Rocky. En la calle de mi barrio se jugaba al fútbol, cuando pasaban menos camiones y transporte público, y aunque yo no era un gran deportista, tampoco era un blandengue. Mi ánimo deportivo me servía como para ir por las orillas, aunque era mejor con los deportes que se jugaban con las manos (ni hablar con pelear). Y también estaba esa chica, Marianela, que me gustaba un kilómetro, y que siempre se sentaba al lado de nuestro arco imaginario a mirar los partidos, y yo, por supuesto, no quería pasar desapercibido. Entonces me hacía el interesante y jugaba como un salvaje pues no quería quedarme atrás. Pero mi torpeza futbolística me hacía sentir verdaderamente angustiado a tal punto de no querer salir a la calle hasta que finalizaran las vacaciones.

Foto cortesía

Pues bien, en esos días de indecisiones y fuga, fui a ver Rocky al Ideal Cinema, pues en una sala de cine la vida era distinta. Con otros chicos en manada, realmente sentíamos que estábamos adentro de la película. Prácticamente acompañando a Sylvester Stallone en su duro entrenamiento en las frías calles de Filadelfia. Incluso, esto lo supe después, cuando la crítica de la época decía que no le daba mucha importancia a la historia, o sus escenarios, pero para mí era una gran historia, incluso más intenso de los pelotazos cuando reventábamos las ventanas de los vecinos. Por eso es que recuerdo con emoción la pelea final —porque esto era de vida o muerte— y la vimos de pie con mis amigos en el cine. Todos gritando cerca de la pantalla para no perdernos los diálogos, a pesar de que era una peli con subtítulos. Algunas familias que estaban en el cine, hartos de los gritos y de el revoleo de golpes de puños al aire, nos pedían a gritos que volviéramos a sentarnos en las butacas asignadas, y dejáramos de tapar con nuestras cabezas la pantalla del cine. Cuando terminó la película, disfónico y transpirado, tuve la sensación que había entendido un montón de cosas. Al día siguiente, mientras los demás jugaban fútbol, comencé a subir y bajar repetidas veces, y a toda velocidad, una calle empinada de mi barrio. Es verdad, no había Apollos Creed, ni párpados cortados, ni reses colgadas para usarlas como bolsa de box (la carne era un lujo en dictadura), pero ahí estaba yo tarareando, “El ojo de tigre”, el leitmotiv que me había quedado grabado en mi retina auditiva. Me la pasé dándole puñetazos “imaginarios” a todos los cabronazos de la otra esquina, que vestían mejor que nosotros, y yo, dale una y otra vez: “¡Tan tan tara tan tan tan!”. Intentando no morderme la lengua en cada subida, y no tropezarme en las bajadas de la calle. Y claro, al lado del poste de la “calle del futbito” estaba Marianela, que se me acercó sonriendo y me preguntó qué estaba haciendo. Y yo, reventado por el esfuerzo y la vergüenza, le contesté “nada”, y comencé a hacer chistes tontos, inspirado en Rocky Balboa pretendiendo conquistar a Adrian en la tienda de mascotas, y Marianela también me los empezó a festejar. Ahí me di cuenta que el buen humor también es aliado del amor.

Foto cortesía Yanko Farias.

El último día de la quincena de vacaciones amaneció ventoso, el típico viento del sur que te pela, insoportable, desconsiderado, y más duro que el mismo Apollo Creed. A pesar del clima, les supliqué a mis padres para salir a la calle, porque también sabía que ese día Marianela se iba a ir a su ciudad, y yo tenía esperanza de verla una vez más. Salí a la calle, y me puse a entrenar más intensamente: revoleaba puños, hacía acrobacias, saltaba como un campeón, pero ella no se asomaba. Me fui a la parte más alta de la calle, me senté entrecerrando los ojos entre mis rodillas para que no se notaran unas lágrimas, soportando los latigazos del viento. Y entonces sí, una mano tocó mi espalda. No se había ido todavía. Y nos pusimos a hablar cosas importante, esos diálogos que uno tiene a los 11 o 12 años, que ahora no recuerdo, y al final me dijo que se iba esa tarde. Entonces yo le pregunté si podíamos ser novios; ella me dijo que sí, y ahí mismo intenté darle un beso, pero se corrió, me sonrío, y nunca más la vi.

Ese invierno entendí un montón de cosas como dije arriba. Entre ellas, que Rocky, más allá de las derrotas o las victorias en el ring, no era una simple película de boxeo, sino una historia de amor. Una película sencilla, que va creciendo en la medida en que se le hace entrañable a quien la ve. Una película que crece por la resonancia que tiene la historia en la vida de las personas. La amistad, el amor y la lucha por buscar un destino, como la de un jovencito de 11 o 12 años. La relación con sus iguales, los lazos de solidaridad, y el áspero entorno natural, en mi caso un gobierno fascista, para Rocky, una ciudad dura como lo era Filadelfia en la década de los ‘70. Cuestiones que siempre son consecuencia directa de una a la otra. Un sueño americano a contrapelo, donde el esfuerzo de Rocky (y de los demás, y yo mismo) no necesariamente significa dinero. Y ése es un subtema que plantea la película: el escaso protagonismo que tiene el vil metal en el film, que hace honor al sacrificio y los desvelos de los personajes para salir adelante. Por eso cuando  Rocky sale a buscar “su mollo” (su eje en toda la historia), el dinero no es ni el objetivo ni el combustible, cuestión que no pasa lo mismo con el orgullo y el amor.

Quizás mi visión sea una idealización “forzada” de la historia, o una manera de obviar el infierno que viene aparejado con la gente común de Estados Unidos a mediados de los ‘70. Pero la película elige siempre otro camino: seguir la astucia que tienen los hombres débiles que salen adelante pese a la flagrante injusticia que suele regir en el “mundo de los nadie”. De aquellos que deciden su destino, y que van en busca de eso. El desarrollo de un pequeño relato en lugar del gran relato; de la dignidad en lugar del triunfo fatuo; de lo que vale la pena en lugar de lo que cuesta, ese algo que subyace en el argumento de Rocky.

Pasaron varios inviernos oxidados, y este recuerdo en el fondo de la memoria cinematográfica se revive, como pasa con todas las películas que me gustan me de mis gestos otoñales. Aún cuando el Río Mapocho, en todos estos años de vida, rodee cerca el Ideal Cinema, y de alguna forma siga retocando las caras hurañas del Santiago de los años ‘70. Darme cuenta que a través de una película que supo emocionarme y hacerme vibrar, en su momento se sirvió hacerme entender que los sueños se hacen a pulmón, con buena cintura, puños cerrados, y esperando que termine el round para seguir hasta el final.

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