La comunidad y el attaché cultural de Los Ángeles

Por Mario A. Escobar*

Los Ángeles.- Nunca olvidaré el día en que vino a visitarnos el señor Carlos Velis. Lo trajo una amiga después de un evento. Mi esposa y yo le brindamos toda la atención. Desde buena comida, vino y hasta el buen oído para escucharlo leer su libro sobre el teatro salvadoreño. Dicha visita representaba para mi algo así como un encuentro único que no se da todo el tiempo, pero que, aprovechando el momento de la gran visita, nos deleitaba con buen gusto. Los que me conocen y han pasado por mi casa saben muy bien que me gusta impresionar a mis invitados con la mejor hospitalidad posible. Es una costumbre que viene desde mi infancia por parte de mi padre y abuelo. Esa noche convivimos en un espacio pequeño, conversando todo desde nuestro pasado hasta los futuros planes que el tal invitado tenía para el teatro salvadoreño. Él estaba en disposición de hacer alarde de todos sus planes y yo estaba en disposición de creérmelo todo.

 

Los años pasaron y yo me quedé con el simple recuerdo de aquella visita. Y cómo lo iba olvidar si el gran dramaturgo me había dejado sus escritos. Libro que hasta la fecha conservo. Con los años mi desdichada vida tomó un giro. Había dejado de ser un simple agente de seguridad y había pasado a ser un maestro de las letras en un colegio local. Gracias a mi nueva carrera tuve la oportunidad de conocer a Giovanni Landaverde, un poeta ambulante y amante a la libertad absoluta. Menciono este amigo porque fue él quien me aconsejó que debería de darle una copia de mi novela recién pública al agregado cultural del consulado salvadoreño en la ciudad de Los Ángeles. Acepté la invitación de mi amigo a pesar de que siempre le he tenido una desconfianza a los salvadoreños en especial aquellos que tienen que ver con la política. Mis razones tengo señores.

 

Cuando iniciamos nuestro camino hacia la casa del agregado cultural, el sol brillaba intensamente sobre Los Ángeles y el aire estaba repleto de alegría. Y claro, cómo no lo iba a estar, pues iba con la ilusión de conocer al gran agregado cultural. En el justo momento en que íbamos a partir, Giovanni me dijo que el agregado cultural era nada menos que un dramaturgo salvadoreño a quienes todos conocen por Carlos Velis. ¡Válgame, Dios! –emití la expresión con emoción y un tono ridículo de adolescente. Giovanni sacó su celular, un celular de esos pre-pagados, sencillo instrumento que hasta parecía ser de esos celulares desechables. Divisó la hora y contempló, con los ojos casi cerrados y un pequeño e impaciente gesto de manos, el camino. Seguro que nos recibe y de paso hasta nos invita unas cervezas —me dijo con la misma seguridad con la que reanudó su paso. Lo seguí con el mismo ánimo y alegría con la que hace un par de años había recibido a Carlos Velis en mi casa. Llegamos al edificio, el patio era totalmente anodino pero a su vez invitador. Arriesgándome a molestar, le dije a Giovanni que se detuviera y, cuando lo hizo, le expliqué que no estaba preparado para encontrarme con el gran dramaturgo y, ahora, attaché cultural. Me dio toda clase de rapapolvos, y se consagró como conocido del dramaturgo. Esto, de alguna forma, excitó mi alegría, así que le dije que no perdiéramos paso.

 

Tocamos la puerta con fe de Testigos de Jehová y antes que pudiéramos saludarlo el dramaturgo y agregado cultural sólo tomó el libro y se libró de cualquier preámbulo de golpe y cerró la puerta mientras decía: —Perdón muchachos pero no tengo tiempo. Tengo una importante llamada. La alegría se me estrelló en el piso de ladrillo y la vergüenza se encendió raudamente. Mi cabeza no tenía tiempo para escuchar a mi amigo el poeta ambulante. Cruzamos la calle, nos subimos a mi carro y en el camino sólo hablábamos lo indispensable mientras soltamos una carcajada. Lo sucedido había agotado las esperanzas de tener una conversación con el attaché. Meses después volví a ver al dramaturgo. Le pregunté que si me recordaba y me dijo que sí. No hubo disculpas y al preguntarle sobre mi libro me dijo que le parecía un negro intento y que él sólo llevaba a cabo programas con ciertos sectores de la comunidad, con las universidades, los museos y otras organizaciones culturales que sirven a la comunidad. El señor agregado cultural se dio la vuelta y no dijo nada más. Hasta la fecha, la comunidad no sabe qué hace el señor agregado cultural. Eso no puede continuar —le dije un día a Giovanni. Tendremos que hacer algo y pronto —me contestó.  ¿Pero qué podemos hacer?

*Académico residente en Los Ángeles.

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