Foto: History Facts
Redacción ML Noticias
En los siglos XVIII y XIX, el miedo a ser enterrado vivo estaba muy extendido. Periódicos y panfletos, por no hablar de novelas góticas y «penny dreadfuls», reportaban casos de muertes por error, e incluso personajes famosos tomaban precauciones para evitar ser enterrados prematuramente.
Se dice que el compositor Frédéric Chopin pidió que le abrieran el cuerpo para asegurarse de que estaba realmente muerto, mientras que George Washington hizo que lo velaran durante dos días completos antes del entierro.
La preocupación no era del todo infundada. La muerte es un proceso gradual, y un pulso débil, una respiración superficial o enfermedades que imitan la muerte podían engañar fácilmente al observador inexperto. Los primeros métodos para confirmar la vida incluían colocar una pluma cerca de la boca o usar un espejo para detectar la respiración. Más tarde, surgieron técnicas más ingeniosas, como pintar mensajes invisibles de nitrato de plata sobre el vidrio encima de los ataúdes; Los gases de descomposición revelarían las palabras «Estoy muerto».
El miedo a un entierro prematuro también inspiró una ola de innovaciones en materia de «seguridad». La más famosa fue el ataúd de seguridad de 1897 del conde ruso Michel de Karnice-Karnicki, conocido como Le Karnice. Una bola con resorte descansaba sobre el pecho y cualquier movimiento liberaba aire y luz en el ataúd, que hacía sonar una campana e izaba una bandera en la superficie. Un tubo permitía a un ocupante consciente pedir ayuda.
Miles de ciudadanos franceses solicitaron Le Karnice en sus testamentos, y se presentó en Nueva York, aunque las falsas alarmas causadas por los movimientos corporales post mortem impidieron su uso generalizado. También se patentaron y presentaron otros ataúdes de seguridad, incluyendo uno en Nueva Jersey que incluía un receptáculo para refrigerios.
Si bien no hay evidencia de que los ataúdes de seguridad hayan salvado a alguien, revelan una fascinante mezcla de ingenio y ansiedad. Son un recordatorio de que, durante siglos, la gente buscó formas prácticas de ejercer control sobre una de las incertidumbres más inquietantes de la vida: la línea entre la vida y la muerte.
Editado por Ramón Jiménez
