La muerte de Pepe Mujica

Foto cortesía

› Por El Lector Americano

(Burke, 13 de mayo de 2025)

Cuando se dice Pepe, muy seguido, cuando se le invoca, cuando se le rinde tributo o apela a su memoria reciente, dirigentes políticos, y opositores, saben de quién se habla. Y esa es la grandeza del relato de la vida de José Mujica, el presidente uruguayo. Y se habla de un hombre digno que fue presidente. Y ese relato se extiende, indefectiblemente, a la democracia latinoamericana y mundial. Un luchador contra una “dictadura fascista” de la que hay que, como él decía, había que “liberarse”, aun sabiendo que su lucha lo llevó, lisa y llanamente a pasar más de doce años preso.

En la vida real, más allá del estilo, si gustó o no gustó, si se acomodó no a las cosas tal como se las suele caracterizar en el poder real, sino que acomodó el poder real a millones de personas que lo percibieron en el Uruguay, y en el mundo. Algo muy algo muy opuesto a la especulación del poder que ahora vivimos en el mundo. Desde el relato del poder político del Pepe, pasó por tantos por el pulso del respeto colectivo de un político distinto.

El amor colectivo de grandes sectores de nuestro continente sintieron por José Mujica es el que alumbra este tiempo, y como el amor puede ser recíproco. El Pepe restituyó el sentido de pertenencia a algo más grande que cualquier proyecto político partidista.

Seguramente deceso hablarán los politólogos del futuro indefectiblemente. De cómo se hace política de abajo hacia arriba: hoy parece todo lo contrario, sobretodo en los países centrales.

Ahora mismo, mientras nombro al Pepe Mujica, me da tristeza, y quienes lo lloran, saben que su figura es reivindicada por la historia de un político que llegó a ser Presidente muy alejado a su interés personal. A profesar el amor colectivo, siempre retaceado, siempre ausente de las lecturas de la política como servicio al otro, o como anhelo de poder para lucimiento personal. Un poder simbólico infabricable e inherente del universo Mujica que también instaló él.

Claro, el Pepe Mujica tampoco era un político inocente, pues él supo milimétricamente la correlación de fuerzas cuando fue presidente. Era un constructor de poder transversal sin arriesgarse al descrédito consecutivo por una institucionalidad algo deshecha. Y cuando leyó su discurso inaugural y dijo que no dejaría sus convicciones en la puertas del palacio de gobierno, también habló del “cambio” en nombre del futuro. De que lo que tenía por delante era un trabajo increíblemente titánico: porque la única estrategia con posibilidad de éxito era hacer. Lo que otros desvían hacia el marketing o la imagen, él lo depositó en sus políticas sociales.

Por eso ahora, hace un rato, cuando nos enteremos de la muerte del Pepe, podemos dimensionar porque hay personas que lo lloran. Algo que solo lo podemos entender que hay una razón de identidad política que sólo puede llevar el apellido de Mujica.

El medio joven Pepe Mujica. Foto cortesía.

Se podría hablar de la reestructuración de la deuda interna, o de la política de derechos humanos, o de la creación de cientos de puestos de trabajo, o la iniciativa de crear un espacio político inclusivo en el que no sólo tenían cabida los Frentistas. Se podría decir que él le devolvió a la política su versión trascendente, que él se animó a conducir políticamente la economía cuando eso no lo hacía casi nadie en el mundo. La lista podría seguir, pero no es con un solo hemisferio cerebral el que abraza una causa política: se hace con todo el cerebro y con el corazón.

Además de todas sus políticas, que le devolvieron la estabilidad y la capacidad de proyección no sólo al país sino también a los ciudadanos uruguayos en particular, el Pepe fue el presidente de la democracia que más veces habló de amor. Si se repasan sus discursos, fue insistente. Era un llamado a la sintonía. A lo superador. Porque no hay nada que podamos sentir, como individuos y como pueblo, que sea más superador que el amor. Pero Mujica no hablaba ni del amor romántico, ni del amor de San Valentín, ni del amor religioso, ni del amor de la new age. El hablaba del amor político. O, dicho de otra manera, de un tipo de política que fuera capaz de enraizarse en lo profundo de cada quien, guiada por el motor de las convicciones. De lo que uno cree que hay que hacer. De lo que uno cree que es justo. De lo que uno cree que es un derecho. Un amor basado en la afirmación y no en la negación. Una política inspirada en el amor y no en el odio. El amor afirma y el odio niega.

Han pasado dos horas de la muerte del Pepe Mujica, y nada ha dejado de moverse, de latir. Y los que mejor escucharon el llamado del Pepe fueron los jóvenes, porque fue a ellos que el mensaje estuvo dirigido desde el comienzo. En un país donde la población no crece, donde los jóvenes se auto exilian, el sueño del Pepe habló que sólo era viable un mundo mejor con nuevas generaciones que tomaran la batuta sin compromisos y barros preexistentes.

Se nos fue José Mujica pidiendo mil flores y han crecido muchas más, para las que el Pepe —como para muchos otros— hoy representa un símbolo íntimo y colectivo, una bandera que, antes que de ninguna otra, hoy después de su muerte nos sigue hablando de amor y cambiar la forma de hacer política.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Artículos Relacionados