Por El Lector Americano
(Burke, Virginia, 11 de julio de 2024)
Hace muchos años, más de los que pueda imaginarme, tenía la sana costumbre de ver cine extranjero, o del Este, como se le llamaba antes de los años ‘90. Así fue como vi “El Espejo”(Zérkalo), de Andrei Tarkovsky, en 1982, quizás el más personal y discutido cineasta soviético en de su tiempo. Sus digresiones narrativas y sus escenas oníricas, le bastaron para obtener la etiqueta de ser un «formalista audaz o hacedor del cine poesía».
Pero hoy, desde la distancia de los años cuesta creer que la crítica la trató muy mal. Lo mismo hicieron los censores de la cultura soviética que, incluso, bloquearon su exhibición en el Festival de Cannes. Y en la misma Unión Soviética la película solo fue proyectada durante algún tiempo en algunos cines de barrio moscovitas, o sea sin pena ni gloria. Eran otros tiempos, otros calores, y la perspectiva en muchos casos idealizada, podía con todo. Había una admiración reverencial y el desconcierto por lo que pasaba en el mundo del socialismo real. Quizás por eso, El Espejo, resulta por mucho una rareza, que de última generaba introspección en un mundo que profesaba “el socialismo a rajatabla” a esta película a modo de ensayo que se dedica, en parte, a inyectar humor a ese extraño glamour soviético, como a encontrar lo cómico en el resquicio que queda entre nosotros y en el objeto de nuestros deseos.
Como dije arriba, la vi por primera vez a principios de 1982, en un ciclo de cine soviético que se proyectaba en el Instituto Francés de Cultura de Santiago de Chile. Después la volví a ver en 1993, en el Cine Cosmos de Buenos Aires.
Al año siguiente, mi padre se empezaba a despedir de este mundo. Debilitado por el cáncer, fue languideciendo, perdiendo las ganas de hablar de todo, de poesía y los poetas. A pesar de su debilidad física, cuando murió, en julio de 1994, luego de una operación desesperada, me habló de los poetas rusos: Yevgueni Yevtushenko, por ejemplo. Y me dijo que los poetas son los locos que ponen al mundo en su eje. Yo vivía en Buenos Aires y trabajaba en Radio, y durante su agonía lo visité todo lo que pude, intentando comunicarme con ese hombre con quien tuve una relación sumamente vivificante, pero después que me fui de Chile.
Durante un día de otoño de 1998, afuera del Cementerio de la Chacarita, vi elevarse una delgada columna de humo, de una fogata pequeña de hojas secas. Al volver a mi casa por la tarde, arriba del micro anoté lo que sería el inicio de una serie de ideas de unos textos inspirados en mi viejo. Las imágenes de El espejo me visitaban en esos días, el más personal y tal vez más universal de los films de Tarkovsky, que a partir de sus propios recuerdos logró que el espectador se conectara con los suyos. Así debería empezar todo estos recuerdos porque de esto es de lo que quiero escribir aquí. A través de una frase corta, un hecho incontestable, un tema, una dirección segura: “El Espejo” de Andrei Tarkovsky.
¿Habrá una manera mejor de comenzar a asociar cine y poesía? Me temo y me alegra descubrir que no. Por eso Andrei Tarkovsky era único.
¿Qué podía tener, yo, en común, con una casa de campo rusa, una madre rubia que espera el retorno de su marido, un cobertizo que se incendia? ¿Qué conexión pude establecer con los recuerdos de la Gran Guerra Patria, con los exiliados chilenos durante el fascismo en Chile, con las rencillas fronterizas entre Rusia y China, con la inmensa presión del stalinismo, y la incertidumbre de un hombre que habla con su ex mujer sobre la educación del hijo de ambos?
Pues bien, la respuesta sólo está en los climas que propone la película, el rescate de una memoria personal transfigurada en una poética, y atravesada por los versos en off de Arseni Tarkovski, justamente padre del cineasta.
“Y corren las gotas por las ramas heladas /que ni las palabras podrían frenar, /ni secar siquiera un pañuelo.”
En El Espejo, sólo hay un modo de lograr que alguien –yo mismo, y todos los demás– se apropia de una historia lejana: dejando trabajar al mundo de los afectos, despojarlo de cualquier tentación sentimental y melosa. Una impronta fáctica entre la imagen por sobre la metáfora. “Como esculpir en el tiempo”, como lo definió Andrei Tarkovski, y El espejo es su ejemplo más preciso. Y lo cierto es que Tarkovsky chocó contra su época, a ambos lados del mundo de la guerra fría. A veces la superficie de la tierra, me parece, tiembla un poco para recibir los fotogramas poéticos de Benjamín Tarkovsky.
Hoy, después de muchos años, me cuesta creer que los críticos de aquellos años, tanto soviéticos como occidentales, no le pudieran encontrar sentido a la película. Hasta que un día fui a una charla de cine/debate, y la única persona que dio en el clavo fue un joven, obrero de la construcción, que por su cuenta se metió en la charla donde se debatía el film.
«Yo creo que es simple. Un hombre se enferma y siente miedo de morir. De pronto recuerda todo el mal que pudo haberle hecho a los otros; quiere expiar sus culpas, quiere pedir perdón».
Esta opinión me hizo pensar en que a veces la vida, como la buena poesía, puede ser más fácil. Que Andrei Tarkovsky, como perseguido y censurado, hacia su obra para todos, no solo para los intelectuales que buscan más el ícono y su misma trascendencia, que abrir caminos para el otro.
En cuanto a mí, también pedía perdón, por no haber sido todo lo buen hijo que mis padres hubiesen deseado. Por no haber podido, o sabido o querido, manejar las circunstancias de las decisiones que uno toma con la vida, y nos separaba. A Andrei Tarkovsky le gustaba, de tanto en tanto, dejar caer una imagen corta más parecida a un mandamiento que a una instrucción. Un caballo de Troya de ángulos y secuencias ocultando un tumulto de palabras en sus panza de madera. Como uno de esos muñecos que saltan con una carcajada al abrirse la caja y provocan un ataque cardíaco al incauto convirtiéndolo en una historia digna de ser contada; porque una muerte dolorosa, en ocasiones, es lo único que acaba justificando una vida en tránsito.
La poesía, una vez más, vino en mi auxilio en 1994, como ocurrió siempre cuando la vida me dejó a un lado del camino, sin respuestas ni palabra alguna. Sin un padre como referente de un mundo mejor. Como la poesía y El Espejo de Andrei Tarkovsky.