La risa floja

Por Alfonso Villalva P.

La risa floja. Así le dicen en España. Si, como lo oyen, aunque les pese, soy mujer de mundo, sofisticación y gusto refinado. Que lástima que no lo sepan apreciar. Esa risa, decía, que aunque uno apriete las tripas y las ingles, sale a relucir sin razón ni sentido, involuntaria, a flor de labios precisamente cuando las situaciones son indefinidas, inciertas, apremiantes. Cuando los nervios actúan por cuenta propia y se apoderan de la región maxilofacial de un rostro impecable como el mío.

Y cuando hablo de nervios, aclaro, no me refiero a que esta situación de reclusión en la que me colocaron de improviso en los albores del sexenio, me ablande las corvas o me haga palidecer. No, queridos amiguitos, eso a mi me hace lo que el viento a Juárez. No me refiero, ni por asomo, a que los barrotes de la rejilla de prácticas me amedrenten, ni que la cara del señor de la fiscalía me arredre. La cárcel no me asusta. Las compañeras internas, hasta ahora, incluso me sacan la vuelta.

¡Carajo! Como si no hubiese estado al menos siete veces siete en el meritito infierno, el de verdad, el que los muchachitos aperjumados y pulcramente afeitados de hoy, ni siquiera imaginan que existe. Ese infierno donde la gente que lo habita y sus situaciones endémicas, ni siquiera se pueden contar, ese que regresa en la madrugada para aniquilar el sueño. ¿O qué creen, que la vida de media cuchara o chalán de Jongitud fue facilita? ¿Cómo creen que llegué a ser su preferida?

¿Creen de verdad que los votos sindicales se ganan con simpatía, ideas progresistas, sentido gregario, amor a la Patria? No saben ni lo que dicen. Hay que bucear en la mierda y sin escafandra para controlar a toda esta bola de oportunistas que hoy amasan pequeñas o grandes fortunas bajo la coartada de un título de maestro y que, sin mi guía, mi madrinazgo, no serian más de lo que fueron en la porra del bachillerato. A todos los miles de maestros del país que con su ignorancia promovida por nosotros son el caldo de cultivo para incidir en la agenda nacional a favor de nuestros intereses. Ni ellos saben lo que quieren. Ni los que son maestros de verdad, a quienes aplastamos con la suela de nuestros zapatos importados aprovechando su lastimera necesidad de llenar la panza con su sueldo miserable.

No. Cuando yo hablo de nervios me refiero más a una especie de ansiedad. A la certeza intempestiva de que ahora sí, ya todo valió madre. Estas horas de madrugada en el encierro de pronto me han hecho traicionar mi proverbial dureza. No se si serán los años –los mismos que me motivan para burlarme aún más de la justicia pues estoy a punto de tener derecho de purgar mi pena en la comodidad de una de mis mansiones-. No sé si la naturaleza humana es tan traicionera que un día nos confronta con los valores que debieron ser. No se si es que al final me duele tanto el resentimiento de haber sido yo misma utilizada y socavada en mi dignidad para convertirme en un ser aberrante y nocivo para la sociedad.

En esas madrugadas, decía, de pronto empiezo a creer que me pasé de audaz, creo que mis debilidades acabaron siendo mi verdugo. Por que esa es otra, ni crean que les voy a reconocer que me derrotaron, si hay un responsable de mi claudicación, soy yo misma, es mi vanidad, mis ganas incontrolables por aspirar a la belleza paradigmática que he visto siempre en las películas y que la naturaleza, o Dios mismo, me negaron; mi ambición desmedida por demostrarles a esas señoras de sociedad, a esas ejecutivas educadas en el extranjero, que mis atuendos y mis peinados y mis cirugías, y mi silicona que navega por todo mi metabolismo, son mejores que las de ellas. No se enteran, porque los manicures en mis delicadas manos y los pedicures, ya nadie me los quita.

¡Que paradoja! Lo que ahora –y antes- dicen de mí allá afuera. ¡Si yo hacía gobernadores y diputados y partidos políticos! Era la invitada de honor en eventos y tertulias. Me entrevistaban televisoras y mi voz, aguda y chillante, retumbaba las cienes de oliva de esta Nación tan malagradecida, y hacía palidecer a los céfiros de nuestra mitología vernácula. Ahora resulta que ya no impongo respeto más allá de las internas que, o me rodean para obtener dádivas, o me sacan la vuelta resentidas.

Si no estuviese presa, ya verían lo que es ese infierno del que les contaba. Esos brotes de oposición a las reformas educativas ya se hubiesen vuelto un auténtico jaque mate. En cada plaza, en cada pueblo. Defender nuestras fuentes de poder y dinero que con tanto sacrificio construimos por lustros. No estamos dispuestos a aceptar que por un prurito ciudadano, unas ganas de liderar el cambio y un nutrido consenso, el gobierno ahora decida que es tiempo de la educación a costa de nuestras canonjías. El progreso de la Nación con gente bien educada y oportunidad para todos… ¡Bah, pamplinas! como se nota que las generaciones de hoy no entienden del placer que se encuentra al saborear un vino de precios exorbitantes en un yate financiado con la explotación del pueblo de México.

Nadie se da cuenta de la manera en que me lastiman. Me han dicho de todo. ¡Soy una mujer, carajo! ¡Soy madre! Tengo sentimientos. Me han traicionado. Ya obtendré mis amparos, ya regresaré por mis fueros, ya les restregare en la cara mi impunidad comprada a todos esos promotores de la educación de calidad.

La risa floja… Esa risa que surgió hace algunas noches cuando una interna sin nombre propio, con sutileza, feminidad, pero mucha contundencia, me miro a los ojos y dijo que el crimen que yo cometí, no esta descrito en ningún tipo penal. No. Es un crimen que, junto con quienes lo solaparon, ha desgraciado la vida y el destino de millones de niños a quienes impedí tener porvenir digno. Un crimen que muchos como yo han cometido en América Latina y tantos países más: cegar el progreso social a cambio de mi enriquecimiento desmedido, que solo me sirvió para tratar de encubrir, con plastas de maquillaje, la rabia de nunca haber sido una mujer de bien.

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