Alfonso Villalva P.
El reloj despertador timbró puntual a las cinco treinta de la mañana. El hábito le hizo brincar de las sábanas, húmedas de la sudoración nocturna provocada por las crecientes pesadillas que experimentaba sin remedio. Extendió la mano derecha y alcanzó con precisión los anteojos que ocupaban una esquina de la mesita de noche, y con la izquierda tomó de un zarpazo la vieja dentadura de sabor rancio que utilizaba más como prótesis de estética facial, que como herramienta para triturar alimento.
Se acercó con paso lento al lavabo y dio un sorbo grande al Listerine sabor menta. Con cierto ritmo entrecortado, hizo buches hasta que sintió el picor en la garganta y escupió con fuerza –últimamente era una de las pocas acciones que su senil cuerpo podía hacer con energía-. Tomó una camisa de lana y se la puso encima de la camiseta que correspondía a la semana en turno, y los pantalones los colocó sobre el eterno pijamas café tabaco a rayas.
Todo listo, sonrió frente al espejo y se pasó una mano por el mentón sin afeitar que todavía daba alguna sensación de aspereza, aunque rala y blancuzca, pero a él le hacia sentirse duro aún, vaya, viril. Se dirigió como todos los días a la ventana de su apartamento, y en tres meticulosos y mecánicos movimientos, se apostó pecho a tierra, tomó los binoculares marinos que aún conservaba en perfecto estado y funcionamiento, y comenzó su rutina de servicios de inteligencia privados –lo de voyerista y espión le parecía verdaderamente insultante, prefería el glamour de argot militar.
Y es que él era así, metiche por vocación. Y con el brete de que había servido algún tiempo en el ejercito, pues bueno, siempre estaba tejiendo teorías de conspiración y, desde luego, metiendo las narices donde no le llamaban. En verdad él creía que realizaba en el vecindario, labores de inteligencia del tipo Pentágono y tal, como en película de Steven Sigal, aún cuando su paso por el ejército hubiera sido más bien fugaz, y al mando de una gloriosa máquina de escribir. Sin embargo, el trataba siempre de proyectarse como algo especial, de alguna manera provocar en los demás la sospecha de que había pertenecido a fuerzas especiales –Boina Verde, Seal, Ranger, o algo por el estilo-.
Quizá si alguien del verdadero ejército –no del que él había construido en su imaginación a base de mentiras autoindulgentes y exculpatorias-, supiera la materia sobre la que versaban sus labores de espionaje cotidiano, se hubiera partido de la risa. Por todos los demonios, llevar una bitácora de actividades de la vieja del primer piso que compraba un jitomate al día, nada más para tener un pretexto para salir, o del número de veces que le había visitado a George su nuera con todo y críos del matrimonio corriente y del anterior.
Pero bueno, a él no le interesaban las comedias americanas que entretenían a todos los que, como él, ya no tenían nada que hacer más que repetirse al espejo lo bueno que fue aquel tiempo en el que alguien dependió de él, en el que realizó las supuestas hazañas que de tanto repetirlas ya parecían verdad probada. Y era al espejo porque ya no tenía a nadie que se interesase por escuchar la repetición número mil de la misma cantaleta, mucho menos cuando se mezclaba con sus acostumbrados comentarios respecto de la vida personal de los demás.
Además, era lo único que le ocupaba, eso, y cobrar su pensión una vez al mes para aprovisionarse y seguir desarrollando su obsesión sicótico por la vida de los demás. Larry, su hijo varón, le había retirado el habla desde que él trato de imponerle sus ideas de la guerra por oposición a una brillante carrera en la informática, y una estable familia en Carolina del Norte. Su hija había preferido quedarse junto a la madre en Texas cuando el divorcio, y nunca más recibió noticias de ella, quizá por el distanciamiento, o quizá también, porque las pocas veces que la vio se limitó a describir sus defectos y errores, muy en frío, muy a la ligera y, sobre todo, muy aventurado en la visa de alguien de quien nunca se ocupo, menos ahora que se escondía en California en un agujero de ochenta metros cuadrados.
No habían pasado ni tres minutos de inspección militarizada esa mañana, cuando ya sintió el primer ataque de cólera que le acentuaba el sabor fétido en el paladar. -La sombrilla azul, otra vez- despepitó en voz alta, y escupió al piso -la maldita sombrilla azul-. Por qué si todos los moradores del edificio habían adquirido sombrilla exterior de color blanco, esos extranjeros del piso cuarto se empeñaban en mantener su miserable sombrilla azul. Escribiría una carta más, eso, otra vez la letanía de que a su juicio el azul era un color que denotaba destierro, falta de armonía, ausencia total de aquiescencia con sus propios gustos y su peculiar sentido de la estética. Quizá serán comunistas, pensó por enésima vez, y la sombrilla es una marca para que cuando haya invasión por aire, detecten la posición de los espías. Una carta más, pues, aunque me respondan todos solicitándome nunca dirigirles un documento más de los que les había atiborrado.
Además, escribiría esa carta con copia a todos los condóminos y vecinos posibles para expresar su malestar derivado de los insufribles ruidos que provocaban las infernales risas de los niños que visitaban ese cuarto piso de vez en vez, y la repulsión que les provocaba verles jugar divertidos en el jardín al béisbol, a las carreras, al fútbol, o a lo que fuera, que daba igual, pues ese era un lugar elegido por él para descansar, y solamente para eso, aunque él nunca lo hubiera hecho a cabalidad por estar simplemente, observando con sus prismáticos, como transcurría la vida de cualquiera que, a diferencia de él, tenía un pasado comprobable y, al menos, con quien conversar.
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