Las manos sobre la Lápida

Alfonso Villalva P.

Quizá le tenemos entre nosotros todavía; quizá nos lo arrebató el cáncer linfático, el enfisema, una trombosis o un maldito infarto. Puede ser que, al recordarlo, en nuestra mente aparezca un rostro suave, con sonrisa comprensiva a flor de labios, o una cara enjuta, de bigotes y barbas blancas, con dificultades para comer.

Puede ser que ande por ahí rozagante y lleno de vida, o que no recuerde qué desayunó, aún cuando pueda describir al detalle aquel desfile militar que presenció de niño, allá por los años veinte. Puede ser que la putrefacción del orden, echando mano de la violencia generalizada, lo haya dejado listo de papeles sobre una banqueta, desangrándose, con tres tiros en el costado como precio por su reloj Omega antiguo y su billetera en la que guardaba con celo la credencial del INAPAM, que no le sirvió de nada al post moderno jinete del Apocalipsis que, drogado hasta los higadillos, decidió que muerto opondría menos resistencia.

A muchos, la realidad brutal les ha quitado al padre. A otros, la brutalidad del padre es la que lo quitó de su camino para siempre. En ambos casos, la distancia es una estupidez, pero nadie le quitará -al hijo- esa vinculación profunda con lo que es o fue su padre, porque la relación de causalidad y dependencia emocional es una marca de fuego que mantenemos hasta la muerte.

Hay quienes han sufrido al padre, más que haberlo amado. Hay quienes en nombre de sus peores pesadillas paternales, o como reflejo de las mismas, tiran su vida a la basura y se vuelven así, sin más, unos gilipollas profesionales. Hay otros que justifican las palizas a sus hijos o a sus esposas, o los abusos mentales y sexuales a los más débiles, en un coraje interno contra lo que recibieron de su propio padre, en una revancha irracional sin límites que no les permite dilucidar más allá de la venganza imbécil contra los más inocentes.

Algunos conocimos, o conocemos, a nuestro padre; otros ni siquiera le vieron el rostro. Otros más, quisieran nunca haberle conocido. Pero finalmente, aún cuando Dumas está muerto y Paz está impedido permanentemente para tocarnos el alma una vez más, el padre tiene la obligación de cumplir con su misión natural para que se le respete, para que se le ame, para que se le recuerde. Sin ello, no habrá más que adicciones a la tarjeta de crédito y a las ofertas de temporada; no habrá más que un pijama, un par de pantuflas, o una corbata de mal gusto.

Pero también, la tarea reivindicatoria es del hijo, porque en la mayoría de los casos, el padre es un hombre que, con todas las limitaciones que le impone el anacronismo hacia la actualidad de sus hijos, junto con la madre, se parte el lomo en dos y a diario, para alimentarles, darles algo de valor y entereza para enfrentar la vida, para entender que a hierro no se ha de morir, al menos sin haber desenvainado la espada del honor y haberse batido con las mejores ideas y los mayores esfuerzos, a fin de tener algo más que la rutina de cincuenta años de trabajo, la obligación de pagar las cuentas sin aliciente, un placer prohibido para un trabajador por destino y sin tiempo de ver crecer a sus hijos, con la amargura en el pecho de conocer sus privaciones sin poder cambiar las cosas.

Un padre que por razones circunstanciales, quizá no tuvo la valentía de manifestar sus sentimientos, porque el trabajo lo hizo duro, y seco, y parco. Un padre limitado a sus intervenciones, al castigo, al regaño, a la ausencia.

Un padre que insistió en cargar ab initio a sus hijos con sus lastres, sus manías y obsesiones, porque de buena fe, con su experiencia, pensaba que servían para algo. Un padre al que de viejo sus hijos le espetan en la cara con reproches sonoros y groseros, los perjuicios de sus imposiciones, como si haber creído en algo para el bienestar de los críos hubiese sido un delito.

Un padre al que se comprende demasiado tarde; al que regularmente se le subestima en su entereza, en su amor incomunicado, en su llanto sordo que nunca quiere salir de esos ojos duros. Un padre que a la postre, es el viejo que estorba y se deposita en un asilo; el pedazo de trapo al que se le protege al gusto de cada hijo, pues se asusta, ya es muy blando; a quien se le dice que comer, donde orinar, de que morirá y la forma en que ha de hacerlo. Un padre con vocación de dar su vida por los hijos, y privarse de lo que sea, con vergüenza torera, para que ellos, eventualmente, se acerquen más a la felicidad.

Nada impedirá la relación íntima con el viejo o con la lápida del viejo, aunque por desgracia, casi siempre esperamos a llorar la intimidad con las manos sobre la lápida cada tercer domingo de junio.

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