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› Por El Lector Americano
(Burke, 23 de abril de 2025)
No hay muchas leyes en las minas del Rey Salomón. De eso me di cuenta cuando escuché eso de… «aún no te quiero querer”. Fue por esa época cuando adopté el seudónimo de Lobo y empecé mis pequeños robos. El instinto criminal que había en mí había salido ganador. Mientras que hasta entonces había sido sólo un alma buena y errante, una especie de Gato Félix pero sin pandilla. Pero después en adelante me convertí en un sigiloso tramposo entrado en años de experiencia. Había adoptado el nombre que me gustaba y bastaba con que actuara instintivamente para que todo fuera bien. En Lima, por ejemplo, hice mi aparición como vendedor de cartas de Tarot. Llevaba un monedero de cuero lleno de soles del ‘78 y visitaba religiosamente a todos los peruanos chinos que necesitaban completan sus yerre, y mejorar en algo el español. En las fondas de comida llamaba para pedir la atención de los chinos como si se tratara de un pisco sour. Por las mañanas estudiaba gestos chinos para preparar mi viaje a la Lima profunda en barrio chino cerca de Barranco. Ya hablaba español con fluidez, y gestos chinos también. Podía contar hasta dos columnas de números a la vez. Era tan fácil estafar a los chinos, que volví a Rio de Janeiro hastiado. Allí me hice cargo de una señora de billetes largos y le enseñé el arte de leer libros sin parpadear cinco minutos. Todo el beneficio provenía de el control del parpadeo, lo cual era suficiente para permitirme una vida lujosa, caipiriñas de por medio mientras duró.
Con los chinos de Lima aprendí a controlar el aliento, que era un truco que consistía en lo mismo que la respiración. De esa manera vivía las cosas no como algo simplemente doble, sino muy múltiples. Me había convertido en una especie de caja de mago con muchos espejos que reflejaban el vacío de los otros. Pero, una vez postulado el vacío del otro, ahí mismo yo me encontraba en mi elemento y todo lo que representaba una creación artística consistía en llenar agujeros, los míos y los del otro. Estos desvaríos me llevaban cómodamente de un lugar a otro y en cada pequeño “momentum” de mi gran vacío propio y ajeno, se dejaba caer como una tonelada de relatos para borrar toda la idea de anulación que de mí se tenía. Al final siempre tenía infinitas perspectivas. Empecé a vivir en las esquinas de la vida, en un ida y vuelta de historias, como esos capítulos eternos, y microscópico, de La Pantera Rosa, magnificado a través de un telescopio tipo web. Por eso no tenía noches de descanso. Funcionaba mi cabeza casi como una extensa y perpetua luz cósmica en la superficie desierta de un planeta muerto. Claro, de vez en cuando un lago frío como el hielo polar se me metía en la sangre, y me hacía irme a caminar por allí, entre brillantes rayos de luz que se dejaban caer de a tardecita. Pero yo no les hacía caso. Oye, ten bajas colgaban las estrellas y tan deslumbrante era la luz que emitían, que parecía como si el universo estuviera simplemente a punto de nacer. Lo que hacía que mi impresión fuera más fuerte, y me diera cuenta que yo estaba solo que el uno; porque no sólo no había animales, ni árboles, ni otros seres, sino que, además, ni siquiera había un cachito de hierba, ni siquiera una raíz muerta. En aquella luz violenta e incandescente sin el menor rastro de sombra siquiera, mi propio movimiento parecía ausente. Era como una llamarada de pura conciencia y el pensamiento lúdico hecho Dios. Y Dios por primera vez, que yo supiera, estaba perfectamente afeitado. Ni barba ni pelo largo ni Vaticano cerca. Yo también estaba perfectamente afeitado, impecable, extraordinariamente limpio. Por eso cuando vi mi imagen en los lagos de mármol negro, de repente me di cuenta que estaba adornado de estrellas. Estrellas, estrellas… y más estrellas… y como en un golpe entre mis ojos y todos los recuerdos esfumados al instante, me cagué de la risa. Convertido en un verdadero Samson y también Lautaro, me empezaba a morir como un ser en el éxtasis de la conciencia plena. Y nada era sagrado ni sobre mojado nada era sagrado, solo por incordiar.

Y ahora aquí estoy, navegando río abajo en mi pequeña barquito de papel. Todo lo que desees que haga yo lo haré… y de gratis.
Hoy vivimos en el país de la borrachera sin sentido pero con miedo. En donde no hay animales, ni árboles, ni estrellas, ni problemas, ni menos letanías. Aquí el delirio y la calentura es el dueño y señor. Nada está determinado de antemano, y el futuro es absolutamente incierto, y el pasado es inexistente. En donde por cada millón de niños latinos que nacen están condenados a ser inmigrantes ilegales, y a no volver a nacer jamás. Pero el que mete un gol tiene asegurada la vida eterna. La vida comprimida en una semilla transgénicas, sin alma ni historia. Pero todo tiene alma, me digo. Incluidos los minerales, las plantas, los ríos, las montañas, las rocas. Que todo lo sensible, incluso en la etapa más baja de la conciencia, te la va a devolver.
Una vez que se entiende ese hecho, no puede seguir habiendo desesperación. Y la base misma para medir esta escala, se nota cuando nos besamos tan despacio, y fuimos a las tanguearías, Buenos Aires 2013… y nuestro departamento era un palacio, donde nunca falta espacio para un sólo corazón… el mismo año de bienaventuranzas cuando llegó a la cima Francisco, el Papa Pan Pan Americano.
Así fue como me terminé por convertirme en un absoluto extranjero en medio de mis compatriotas. Todos me parecían locos, con sus caras recién lavadas y sus pantalones chupines, y zapatillas perfectas. Después supe que mis colegas habían estado bañándose como yo en agua bendita, porque era un esparcimiento agradable y saludable. Y como como yo, estaban llenos de esperanza y comida, agobiados por el cansancio de vivir encerrados. Sé -por lo que contaron- que a muchos se les empachó la soledad, y cierto cansancio por eso de las noches completamente aislados del mundo. Por eso despiertan sobresaltados. Esto me dejó electrizado, que no me atreví ni a preguntarles. Porque pronto comprendí que todo aquello se debía a que yo era realmente el hermano menor de Fiódor Dostoyevski, y que quizás yo era el único hombre en «El hombre teme la muerte porque ama la vida”, que supo escribir sus reflexiones del hombre cero.
No sólo eso, sino que, además, sentir la necesidad, de mi yo interior, que en todos los textos que un día escribiría, se me reventarán dentro del cuerpo. Y como hasta entonces no había escrito otra cosa que crónicas endiabladamente largas sobre todo y nada, me resultaba difícil darme cuenta de que llegaría un momento en que empezaría la primera palabra. ¡Y ese momento había llegado! O eso creo.

Hace un momento nombré a Francisco, el Papa -Pan -Pan Americano-, que supo abrir el horizonte de expectativas en la vida emocional y espiritual de la gente. Desde el 2013, el Papa Francisco vino haciendo y haciendo, apurado por su reloj biológico, yendo por el mundo y mediando y uniendo y proponiendo diálogos de paz. Creo que fue mucho Papa para una Iglesia que tiene más para avergonzarse que para ganar almas. Pero él estuvo allí, con su cuerpo cansado y su voluntad intacta. Un hombre que dio una gran pelea, contra los poderes más fuertes del mundo, desconcertando, siendo amado, encarnando sus palabras a favor de los inmigrantes, que en cualquier latitud y circunstancia huyen sin patria, sin propiedades, sin expectativas y sin revancha. Huyen porque su destino parece ser huir, y no lo es: alguien se ha quedado con lo que era de ellos.
Cuesta encontrar en los últimos años una personalidad así. Tuvo que haber un hueco en el mundo, en el orden de la dimensión del mundo abismal, para darnos cuenta que hay un fin del mundo a la vuelta de nuestra casa, y supimos tener un Papa Francisco. Un hombre de antes y del futuro, venido del antiguo mundo ancestral, que lo hace eternamente joven, nuevo y fecundante. Y aquí estuvo él. Y a partir de ahora, ese hombre será transparentemente y palpitante a la luz del recuerdo, un ser ilimitado e indefinible, como lo es nuestro mundo. Con el tiempo del mundo humano, Francisco será un débil recuerdo de ese hombre nuevo, que todo lo abarcó, que todo lo procreó y se dio a luz a sí mismo.
Por supuesto de esa dimensión no soy yo…