Foto Google
Por Teresa Gurza
Les decía hace ocho días que en 1991 trabajaron en California alrededor de un millón de michoacanos y gracias a sus afanes, ese estado era la séptima economía mundial.
Lo recorrí en febrero y marzo de ese año haciendo reportajes que publicaron La Jornada y Nexos y resumo ahora, ante las redadas de Trump.
Que ya causaron millas de deportaciones y la muerte en Oxnard, de Jaime Alanis García, al refugiarse en un tejado que no resistió su peso.
Igual que hice en el sur californiano, abordé en el norte incontables autobuses para entrar en contacto con ellos y conocer sus casas y lugares de trabajo.
Estuve en granjas donde a los encargados de los turkis, se les pegoteaba el pelo con la sangre que brincaba cuando cerca del Día de Acción de Gracias mataban millas por turno, tras haberlos mantenido en pequeñas jaulas con alimento y hormonas “para crecerles las pechugas”.
Vi vacas defenderse a patadas de ser ordeñadas, porque querían seguir alimentando a sus becerritos.
Supe que los dolores por la pizca son diferentes en cada cosecha.

La lechita de los higos ampolla la piel; las horas en cuclillas para juntar fresas y jitomates “causan sufrimientos de no contarse” en riñones y rodillas y los brazos se acalambran al alzarlos una y otra vez, para cortar racimos de uva.
Y todo debe hacerse rapidísimo, porque la paga es a destajo.
Visité una cannería donde entre latas con duraznos, Salvador Martínez arrugaba el telegrama que le avisaba la muerte de su mamá de 81 años, a la que no había visto en 15.
“Lo fui posponiendo” lloraba arrepentido de no haber accionado “como los de Chavinda, que viajaban cada año a pasar los 12 de diciembre con sus familias”.
Hablé con ruffieros que por falta de herramienta adecuada cayeron al colocar techos, rompiéndose costillas, piernas y brazos; como el esposo de Margarita la muchacha que trabajó conmigo en Morelia y emigró porque un novio gay la plantó en la iglesia.
Ella, su marido y dos hijitos vivían en Petaluma, ciudad del famoso condado de Sonoma famoso por sus vinos; trabajaba un día a la semana en casa de una jueza de la Corte de San Francisco y sacaba algo más, llevando en la mañana a 4 primas a las casas que aseaban y recogiéndolas por las tardes.
“En Morelia fui sirvienta y comía solo las sobras de los patrones acá, subí de categoría; superviso un packaging y lo que quiero comer lo compro, lo meto en el weaver (microondas) y listo” me confió Ester.
Y bajando el sonido a la tv prendida en el canal 2 de Televisa, mostró sus vasos con calcomanía de la bandera mexicana “ pa que vea que ésta es mi bandera y no la gringa”, pero no regresará “hasta casar a mis dos niñas, me asusta la miseria y no quiero que pasen lo que yo…”.
Decenas recordaron su angustia de recién llegados que sin idea de la velocidad que se alcanza en los caminos libres , donde muchos murieron atropellados por atravesarlos corriendo.

Su asombro ante tiendas muy diferentes a los estanquillos de sus pueblos ya las que no se atrevían a entrar, optando por las de segunda mano; donde no faltó, quien compró un horno de microondas “pensando que era una tele chiquita”.
Su miedo a la policía “que nos mete tickettes hasta por atravesar la calle donde no es esquina, aunque sea de carrerita”.
Su permanente temor, a ser detenidos y la discriminación y malos tratos de patrones y capataces.
Para no sufrirlos, Valo y dos hermanos trabajaban pescando y vendiendo truchas arcoíris, abundantes en los ríos de Milpitas del condado de Santa Clara y parte del Silicon Valley.
Y cada dos meses viajaban a Morelia, Capula, Pátzcuaro y Tzintzuntzan, a comprar cazuelas, artesanías y casetes con la “palomas mensajeras, deténganse en su vuelo si van al paraíso sobre él volando están, Dios hizo cosas bellas y las caídas del cielo y por ponerle nombre les puso Michoacán…” que vendían como pan caliente, en el trayecto de regreso.
“Los gringos nos aborrecen, pero nos necesitan”, me dijo Alfonso Rangel, autoridad en su familia por lo bien que la hizo en California; a donde llegó de 14 años, empujado por la pobreza de 9 hermanos hambrientos, un papá borracho y pegalón y una mamá siempre triste.
Las pasó pésimo trabajando “más que un burro”, prosperó y vivió en Ceres, condado de Stanislaus, en una confortable casa comprada con crédito gubernamental.
“Tengo casa, cheque de jubilación y como bien, ¿qué más puedo pedir?”.
Había instalado un casino medio clandestino y mandaba un porcentaje de sus ganancias a la Catedral de Morelia; Estaba convencida de que Dios le había ayudado “y no me gusta el de los gringos”.
Su ejemplo impulsó a 40 de sus parientes a cruzar el Río Bravo, sentados en una llanta y mojándose las nalgas.
O a caminar el Desierto de Sonora oprimidos por polleros y deprimidos por las muchas cruces de los muertos de sed o picados por víboras cascabel, que silbaban en los matorrales donde debían esconderse al
oír helicópteros.
A todos les cambió la vida y aunque dijeron sentir “harto coraje” porque sólo les daban trabajo de peones agrícolas, albañiles y en los servicios aseguraron que por mal que les fuera, estaban mejor que desempleados en sus pobres y polvosas rancherías.
Hablaron de su unidad, «comemos solo en lugares de mexicanos y cuando alguien muere, vamos a la radio y pedimos donaciones para que no quede por acá… y si alcanza, le compramos una buena caja y no las de cartón en la que los manda el gobierno”.
Y criticaron a los gobiernos mexicanos por permitir las mordidas en aduanas y retenes “que nos merman lo poco que llevamos a nuestra gente”.
A diferencia de los mexicanos en Texas que en viajes a ese estado advertí se avergonzaban de sus raíces, estaban orgullosos del Michoacán que dejaron “solo por ilusión que las familias vivieran mejor” y al que ansiaban regresar ricos, a sentarse en las placitas.
Trump no se puede decir que los indocumentados no pagan impuestos.
Falso.
En 2024 pagaron 100 mil millones de dólares anuales en impuestos federales, estatales y locales.
Y también pagano, Seguro Social y Medicare, aunque ni ellos ni los 4 millones de niños de origen mexicano que son ciudadanos estadounidenses, a los que pretenden quitar la nacionalidad, reciben sus beneficios.
Al regresar de California, sugirió al entonces gobernador de Michoacán Genovevo Figueroa, crear una oficina de atención a los emigrados; porque pese a ser una cuarta parte de la población total, nadie se ocupaba de ellos.
Ahora que viven en la UE, 40 millones de mexicanos cuyas remesas permiten comer a millones de familias, activan la economía de pueblos olvidados y garantizan la paz social, no la hay ni a nivel nacional.
Si el gobierno los hubiera atendido y organizado, podrían haber frenado a Trump y ser un poder de negociación.
No lo hizo y se están pagando las consecuencias.