Nada tan viejo como el futuro de ayer

 Por El Lector Americano
(Virginia, 12 de septiembre de 2023)

Los sudamericanos usamos un término cargado de sentido mítico o semi religioso; la salvación, de qué te salvaste cuando tienes éxito económico. Si para los niños el éxito es llegar con buen pie, sin pisar las rayas de las aceras, y sin caerse, cuando saltan en un pie jugando al a la cuerda, para los grandes llegar al éxito es obtener mucho dinero rápidamente y con poco esfuerzo: así, por fin y para siempre, seremos suertudos y salvados. Los nuevos ricos o millonetes…

Desde el punto de vista emocional e idiota-singracia (idiosincrasia), es bastante limitante pensar que en nuestro mundo el éxito se parece al paraíso dorado y brillante, y el infierno al fracaso del día a día, a la vida ordinaria del 90 % de los humanos de la tierra que viven en países relativamente normales. Pues bien, después de darle la vuelta al tema, hoy podría decir que nuestro pensamiento se nutre de dos vertientes esenciales: el inconsciente colectivo, y el bolero y la balada. Desde el psicoanálisis, recordemos lo que nos dice el responsable del análisis de uno mismo, Freud: los que fracasan al triunfar siempre son más”. Y, claro, se demuestra que el éxito puede ser para el inconsciente uno más de los castigos infernales, una deuda que ni siquiera es tuya, sino de tus ancestros escondido tras el velo del falso éxito. Desde el bolero y la balada, nos encontramos con el exacto reverso: los que triunfan al fracasar hoy son parte de la derrama de la llamada resiliencia. Como le hace decir a un personaje de cierta canción mexicana alguien que nos conoce mucho, el autor le hace decir: ¡Es tan lindo contarse los fracasos, porque lo bueno aburre!

A fecha de hoy, en este mundo recalentado, tembloroso, huracanado y con guerras de mediana intensidad ofrece mil variantes de las formas del infierno en la tierra. Y si eres del latín hemisferio sur, de todos aquellos que no hayan logrado salvarse de eso y más, bueno esto que digo tiene trascendencia.

Pero hagamos a un lado por esta vez los tormentos crueles y reales de la pobreza para concentrarnos en los modestos infiernos de la clase media. Porque no hay mucho que decir sobre el paraíso: oye, la felicidad no es narrativa, y entonces para qué tropezar con el mismo escollo que puso enfermo la perfección el Libro del Buen Amor. Porque del ensueño de la clase media latinoamericana, entonces, limitémonos a informar que a fecha de hoy tiene dos sedes muy delimitadas: una en Punta Cana y otra en Miami Beach.

Pero ya que estoy vertebrando la decadencia, es dable hablar o insinuar que La Divina Comedia del Dante ayuda mucho a entender esto que escribo. Y solo por eso antes de entrar en el infierno, pasemos por el purgatorio. Para el cristiano, allí es donde van aquellos inocentes que por algún motivo algo veleidoso no pueden tener acceso al Paraíso. Pues bien, nuestro purgatorio en este mundo no es la felicidad, pero es, un poquito mucho, la absoluta ausencia de dolor. También ayuda un buen juego de estrategias, pues anula toda la pena, la vuelve intrascendente a la sensación de fracaso. Mientras intentamos poner en línea cinco estrategias para lograr un mismo fin, la realidad se desvanece a nuestro alrededor y alcanzamos el mismísimo Nirvana u orgasmo intelectual, sin preocuparnos de verdad a la persecución de algún acto indiferente, como lo propone ciertos filósofos o santos indios (de la India, el país), ese que se llama Baghavad Ghita, que nos indica que sin meditación trascendental, sin la obsesiva repetición de mantras, puedes manotear algo de felicidad.  Pero ojo, aún en el Purgatorio, el infierno duro y cruel acecha: seguirán con los ojos sin humedad, epidemia de tristeza en la ciudad, nos escucharás los latidos del corazón de melón, de tanto trabajo sin hacer y facturas pendientes…

Entonces, ¿no deberíamos dejar los juegos de estrategia para siempre? ¿Lo mismo el celular iPhone 13 que tanto me tira? Pero igual persiste la incomodidad y el dolor, ese dolor con aroma a cemento fresco: entonces, me preguntó a los gritos, ¿por qué la tecnología no ayuda al ingreso fácil al Paraíso y sin embargo no tenerla hoy se parece al infierno? (Eso me dije yo, mi mujer, cuando varias horas armando muebles de Ikea nos mirábamos con tristeza las ampollas que nos dejaba en las manos el destornillador manual, ¡que lo re parió!).

Si, vivir sin Internet un par de días nos resulta más duro que una crisis de abstinencia de cigarrillos, cerveza belga Leffe, comer pan del bueno y no esa bazofia de pan en bolsa. Claro, esto no ayuda al círculo del infierno dedicado por el Dante a los obesos (gula), un duque llamado Ugolino se come el cráneo de sus propios hijos, y un tal Tántalo está condenado al suplicio eterno por una comida que se le ofrece y también se le niega. Porque si nos venimos a este presente -y a Latinoamérica es campeona- donde hay un alto porcentaje de la población sufre hambre, estamos llegando a una situación paradójica y perversa -según cifras de la Organización Mundial de la Salud (OMS)- que dice que casi la mitad de la población sufre obesidad. Entonces el infierno burgués, si los hay, o se especulaba que existía, el de la tentación alimentaria y sus mil recursos para controlarla, evitarla, eludirla, o ceder a ella en impulsos bulímicos, ya está aquí. Como lo dijo Santos Discépolo, la vida es una herida absurda.

Y así avanzamos al abrigo de las fabulas y cuentos fantásticos. Donde se nos dice que el Paraíso no es posible en este mundo. Y para eso me valgo de un famoso cuento de Hans Christian Andersen, Los zapatos de la suerte”, quien relata de quién los lleve puestos tiene la desgracia de que se cumplan todos sus deseos. Y cuando un personaje pide la felicidad, se le otorga la muerte, no porque la magia haya fallado, sino al contrario, porque no es posible la vida sin deseos y si existe un deseo, uno solo, la felicidad ya no es perfecta. Entre las desdichas de los personajes, las peores las sufre un pobre estudiante que desea viajar (no a Punta Cana ni a Miami, seguro). Y se encuentra de pronto en un incómodo carro de caballos que lo arrastra por un camino polvoriento, con las piernas dormidas por el peso de su maleta, apretujado entre dos compañeros de viaje, incómodo, agotado, aburrido y hambriento. Es decir, viajando.

A fecha de hoy, quien haya viajado en avión en clase turista, sobre todo en líneas norteamericanas, sabe que las cosas no cambiaron tanto desde la época de Andersen. Cuando se te incrusta la mesita para comer en la mitad del pecho, las piernas apretujadas comienzan a dormirse, cuando después de un rato de fila se llega a un baño sucio y tapado, la comida es intragable, el hambre aprieta a la madrugada, hace demasiado frío o demasiado calor o las dos cosas, hay baja presión y el avión se bambolea, uno comienza a preguntarse si en realidad está viajando o todo ha terminado mientras dormía y se encuentra ahora en el círculo del infierno dedicado a los Turistas. (Esos Angelitos colorados y gorditos y con sonrisas bobas, te llevan a la corrupción y al pecado del turismo masivo por el mundo). Y Justo cuando cierras los ojos, y pibes esa música en línea para relajarte, se escucha por el hilo de los altoparlantes la risotada cruel del piloto y las azafatas que dejan ver sus neurosis hormonales: y allí sabes que tú viaje es un ensayo infernal que un día será eterno. Y allí sabrás que ir al fin del mundo y todas las ciudades, al final serán pocas a tus ojos. Y los números rojos te anunciarán que la
Salvación” es una quimera de otro cuento. Y no era este. Porque hay una epidemia de tristeza que está rondando por allí.

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