Por El Lector Americano
(Burke, 13 de agosto de 2024)
Lo observo desde una esquina del Bryant Park, a treinta metros de distancia. Su paso es cansino, como si estuviera evitando algún intento de conversación banal. Clemente Alvarado Castaño, 64 años, alto de estatura y delgado de espaldas, atraviesa un parque enclavado en el centro de un Nueva York vibrante y caluroso. Lleva puestos anteojos de sol con un audaz marco color habano que contrasta con su pelo semilargo y canoso. Su saco, del mismo tono, se complementa con pantalones pinzados blancos y zapatos mocasines de charol negro. En su solapa, un prendedor de un joven Ernesto Guevara, antes de ser “El Che”, lo que añade un toque cercano e imprevisible. Camina algo encorvado y evita cruzar miradas con los demás. Seguramente debe pensar que su práctica de yoga le da revancha, pero los años no pasan en kayak.
En las esquinas de la Gran Manzana se traman la vida de la gente. Esto me sirve para hacer un barrido en la vida de Clemente. A los dieciocho se escapó del altar gracias a un buen consejo; a los treinta fue de armas tomar de puro entusiasmo y sin seguro de vida; después vinieron sus estancias en Madrid, San Juan y Nueva York. Todas locaciones con faros y bengalas halógenas. Pero al final del día, siempre recordó Atocha, porque allí una vez fue feliz. A los cuarenta y diez chocó con un ictus, sin luces y mucha sombra, y cuando volvió solo a su casa, se preguntó, ¿qué fue de la Luisa Quiñones?… Después, a los 50 largos, puso a templar su corazón para que lo que opinarán los demás le importara poco o nada. Luego, cuando le dijeron que sí, cambió de ciudad, y apostó todas sus cartas al Tarot.
Entre el ir y el devenir se empató con una latina, quién le enseñó a besar bajo una tormenta. De eso hablaban las postales que llegaron desde San Juan, después del huracán que dejó, “al mejor país de los dos mundos”, en el suelo. Luego, un plan de vuelo y kilómetros de sábanas lo convirtieron en meditador transversal en busca de esa “entelequia” para no pensar en nada. Pero mucho antes, un ratito no más, estabilidad e hijos; matrimonio 1, 2, 3 y parejas varias. Después, instalado en Macondo, descubrió el misterioso equilibrio de la vida sencilla, y como Julio Cortázar, ‘dio la vuelta al día en ochenta mundos’ lejos de una primavera con una esquina rota.
Hoy, Clemente cruza el Bryant Park y sube al escenario. Hay muchas personas. El bullicio del parque, típico de un día de descanso, parece una postal de Woodstock versión 2024, pero en plan charla “metafísica” de lo físico que tiene la vida. Pero cuando Alvarado Castaño entra, se produce un silencio artístico. Se quita las gafas con cuidado y se pone los anteojos para ver. Durante todo ese proceso, no levanta la cabeza y saluda con un simple, “¿Todo bien?”, sin dirigir su mirada al público. Acto seguido, cuelga su saco y camina enérgico hacia un gran pizarrón magnético. Toma un marcador negro y escribe con letra cursiva y desproporcionada:
El Gran Pez (Big Fish) de Tim Burton.
Clemente se da vuelta y, por primera vez, podemos ver su mirada desde la pantalla gigante que lo magnifica. Le vemos sus ojos y rostro, donde él se fija en nosotros, y nosotros nos fijamos en él. Su mirada deja percibir cierta exigencia de que estemos a su altura. Somos un público raro y no sé si le interesa complacernos, pero sí cautivarnos.
“¿Y?” -pregunta.
Nadie responde.
Clemente, con voz resonante nos interpela.
“¿Cuál es el conflicto del personaje principal? ¿Por qué el protagonista necesita contar la verdad absoluta a su hijo antes de morir?”.
Silencio.
Un joven, dice: “La ausencia, la soledad, y las mentiras piadosas de un padre, que su hijo resiente. De vivir una vida siempre en fantasy”. “¿Qué más?”, le retruca.
Silencio otra vez. Luego escribe en el pizarron:
“Fantasía/mentiras/sueños.”
Eleva su mirada y empieza a hablar de Paul Auster, de cómo sus personajes tan “New Yorker” siempre comparten una angustia vital en determinado momento de sus vidas. De cómo esos personajes sufren pérdidas, viven la desolación, el desamor, e incluso el hambre. De cómo Nueva York deja de ser la locación de películas tipo “Home Alone con Macaulay Caulkin”, y pasa a ser una ciudad real, de vidas sin rumbo y sin grandes expectativas; donde la soledad no es un accidente sino una constante.
Otro silencio artístico.
Alvarado Castaño empieza a articular El Gran Pez y la obra de Auster. Dice que son grandes relatos porque exploran “el sueño del otro”. Como cajas chinas, desgranan historias de hombres sencillos con vidas intensas. De personajes que nunca se dejan atrapar, como El Gran Pez, que nunca claudica en sus sueños. Como los personajes de Auster, que tienen muchos sueños, de los cuales se puede decir cualquier cosa, menos que no son reales.
Clemente se interrumpe y empieza a contar una escena de El Gran Pez: la de la bañera. Albert Finney se mete en la bañera con ropa y le dice a su esposa que necesitaba agua porque se “está secando”. Y ella, sin decir nada, toda vestida, se mete en la bañera con él. Alvarado Castaño comenta que esta es una escena de amor muy profundo, de esos amores ‘de uno que comprende al otro’. De cómo un matrimonio maduro, sumergido en el agua, pasa a ser la perfecta imagen de un amor inclaudicable. De cómo el personaje de Jessica Lange, una mujer tierna y bella, ama con toda su alma a su esposo mitómano. Porque ella le acepta con todos sus sueños, de un modo simple y despojado, aún cuando ella es distinta a él. Un amor así es hermoso, remarca Alvarado Castaño, y como haciendo una introspección, agrega que eso de dejarse querer, sin que el otro sublime sus sueños, puede ser, siempre.
Clemente nos confiesa que a él se le mueve el tinglado esta historia. Porque también sale a la luz la incomprensión entre padres e hijos. De hijos que sueñan de día y padres que no les entienden. De padres que un día le dicen: “¿Cómo sigue esto?”, y el hijo no sabe qué responder y para no angustiarlos les jura que un día será ingeniero o sastre. Y así el joven empieza su despedida del mundo de la imaginación, demostrando su amor a través de la aceptación. Este es el origen de una vida bifurcada. Ese joven, ahora adulto, vive para pasar desapercibido entre la “gente seria”, cierra Alvarado Castaño.
Pero después da vuelta ese mandato. Que ese mismo joven termine estudiando humanidades o periodismo, y que más tarde se hará narrador de historias que hablan de sí mismo. Cómo El Gran Pez, es un muchacho incorregible, un eterno narrador de fábulas (infladas en cada nueva versión), y con mucho candor logra conquistar a otros, y termina viviendo un mundo lúdico donde caben aviones que no van a ningún lado. O una vez ese joven perdido en París, y termina en el Cementerio de Montparnasse, en la tumba de Julio Cortázar, o en Madrid y recordar cuando esa novia latina lo mandó al “re contra carajo” rayando las paredes de su departamento recién pintado. O mucho más tarde, en Bogotá, estableciéndose como hotelero “Sui generis” y desarrollando una extraña relación con un misterioso poeta triste que solo le responde a través del tarot. Todo vuelve a él, como cuando conoció a una puta que se creía La Maga de Cortázar, y le confesó que le espantaban los desnudos en las pinturas.
Todo lo anterior, dice Clemente, podría ser una extraña nueva versión del sueño americano, pero con final alucinado a medida de quién lo escucha.
De cómo él mismo se reinventó dando clases de yoga, y empezó a abordar la vida a través de relato de una vida alterna. O quizás no. A lo mejor todo siempre fue su desarraigo, y lo alterno estuvo siempre allí. Como en esta charla en Bryant Park de Nueva York, que nos da cuenta que desde un costado del camino, la vida siempre es atávica. Que las personas deben seguir saltando etapas en la vida -y en la de los otros- para ser más persona que personaje. Y citando a E. M. Forster, en cuanto a «lo incalculable de la vida», darle siempre importancia a lo imponderable de la vida. Que el final de tantas idas y vueltas, recuerdos y epifanías, diálogos hilarantes y profundos, días de sol, noches frías y días calientes, lo inevitable será siempre visitar el mar, como El Gran Pez.
Cuando terminó la charla tuve una sensación diferente de Nueva York. Porque es verdad: esta ciudad hace que hasta un rico se sienta insignificante. Digo, es una ciudad maravillosa, pero también fría, reluciente y maligna. Sin embargo en el parque Bryant Park los edificios ya no dominaban. Esa especie de frenesí de la actividad de esta ciudad, su furioso ritmo, ese que empequeñece el espíritu, se diluyó cuando escuché a Clemente hablar sobre El Gran Pez, como si la vida dispar de los que aquí viven todavía están en un tubo de ensayo. Nadie podría decir adónde se fue la energía de la charla. Esa tarde en Bryant Park todo era estupendo. También un poco grotesco y desconcertante. Como si un tremendo impulso reactivo, un cero individualismo -incluso- te dejara escuchar el auxilio de las sirenas para apagar un fuego. ¡Nueva York! Sus parques blancos, sus veredas hormigueantes de gente yendo y viniendo, sus pobres (inmigrantes que hoy hacen fila para recibir comida gratis), sus tiendas Zara construidas como palacios, sus judíos, sus negros, sus ladrones seriales en Wall Street y, sobre todo, el hombre de la calle con la monotonía en su cara, y los rascacielos, los carteles que ofrecen empleos, los crímenes y los amores pago… Una ciudad erigida en el hoyo de la vida moderna, como nueva Roma Imperial. Muy atractiva para los ricos de verdad. ¡Porque es cara con cojones! ¡Y la 5ta avenida! La calle de la fortuna, la llaman. ¿Tiene fondo la codicia? Aquí puedes caminar como Cristo, con la cruz, y recibirás más latigazos. Porque los pobres, ricos y la clase media, caminan por sus calles con la cabeza echada hacia atrás, y se les tuerce el cogote de mirar hacia arriba, al último piso de los rascacielos donde viven los verdaderos elegidos. Abajo, todos caminan buscando un símbolo de paz, entre las luces de neón que te indican que la salida está cerca, allí en Bryant Park. Donde comenzó la charla de Clemente Alvarado Castaño.