Otra Vez

Antonio Zambrano Montes.
Antonio Zambrano Montes.

Por Teresa Gurza
Cuando finalmente sea entregado a su madre el cuerpo de Antonio Zambrano Montes, asesinado por tres policías en Pasco poblado del estado de Washington, nuevamente llegará un cadáver a una comunidad michoacana; ahora a La Parotita del precioso y paupérrimo municipio serrano de Aquila.
De acuerdo con los datos proporcionados a El Universal por Reina Torres, directora de Protección a Mexicanos en el Exterior, en los ocho últimos años han sido asesinados por la policía gringa 74 mexicanos; y solo en nueve casos, se “compensó” económicamente a los familiares.
Y la Secretaría del Migrante de Michoacán indica que el año pasado 227 michoacanos fallecieron en EU, ocho de ellos violentamente; y que este 2015, han muerto en esa forma dos más.
Como corresponsal de La Jornada en Michoacán durante 14 años, presencié la impotencia de las familias al saber, en ocasiones meses después, que habían fallecido sus hijos, padres y esposos; y de su “humillación”, cuando los restos enviados por el gobierno estadounidense llegaban en féretros de cartón.
El año de 1996, fue particularmente doloroso; porque en menos de tres meses, los familiares recibieron los cuerpos de catorce asesinados en EU; y las cenizas de veintisiete hombres y cuatro mujeres que dejaron decenas de huérfanos y de ocho niños y niñas menores de once años, muertos allá en forma violenta.
Escribí entonces en la revista Nexos, que pese a tanta tristeza sus deudos fueron afortunados; porque muchos otros no se enteraron de dónde o cuándo murieron sus seres queridos, no supieron hacer los trámites o no tuvieron para los gastos de traslado, y los restos tuvieron que quedarse en esas lejanas ciudades, de las que apenas podían pronunciar los nombres.
En muchas ocasiones en los pueblos se sabe que un emigrado murió, hasta que algún amigo del “difuntito” avisa a las alcaldías; iniciándose así, el primer contacto de habitantes de comunidades marginadas, con Largas Distancias y aeropuertos.
“Mis muchachos sólo querían trabajar y me los regresan desnuditos en féretros de cartón y tapados con bolsas de plástico” me dijo en julio de ese año María Elena Muñoz; que lloraba sentaba en una piedra bajo el cielo azul marino de Cherán, frente al pobrísimo cuarto donde se velaban sus tres hijos: Benjamín, Jaime y Salvador Chávez Muñoz, muertos cuando la camioneta del pollero volcó por la persecución de la migra estadunidense.
Pese a los sollozos que la sacudían, María Elena estaba pendiente que el viento no fuera a apagar los fogones de palos donde se cocían lascorundas de la arantepakua, como se llama la comida indígena de duelo.
Ese mismo año llegaron también al aeropuerto de Morelia, ocho cajitas de cartón con las cenizas de Francisca Chávez Aguilar de 19 años y su hijita Selena de tres meses, y de Jeremías Aguilar y Virginia Trejo y sus pequeños Agustín, Jaqueline, Karen y Patricia; muertos en un incendio provocado por el norteamericano Ray Martín, de once años, cuando quemaba ranas con gasolina en las escaleras de un edificio de Oregon, ocupado casi exclusivamente por mexicanos indocumentados.
Diecisiete michoacanos más, resultaron ahí gravemente heridos; porque como las escaleras de los bomberos no alcanzaban la altura del tercer piso, se aventaron por las ventanas.
Ocho días después llegó de Santa Rosa, California, el cuerpo de Martín Mandujano de 33 años; pero el empaque no fue de cartón, porque su padre Heriberto Bran Mandujano, de 66 años, colectó entre paisanos que trabajaban talando árboles en un rancho, dos mil 386 dólares que alcanzaron para caja de madera y envío aéreo; pero él tuvo que regresar en autobús.
Lo único que el viejo leñador analfabeta recordaba de ese día, era haber despertado en el Ukiah Valley Medical Center cuando un policía le gritaba que su hijo había muerto, “por el gas del campamento”.
Aturdido regresó al lugar “a sacar mis garras” y tomar el camión a Michoacán para esperar en Morelia el cuerpo de Martín, padre de cinco niños menores de nueve años.
“No sabía qué hacer para tráirmelo. Dinero no tenía, porque hacía poco que víamos llegado. Nos fuimos de mojados, pero lo pude regresar en avión…” repetía con orgullo mientras aguardaba llorando al hijo facturado como carga.
Ese mismo julio murió en Durham, Carolina del Norte, Roberto Gómez Castrejón también originario de Tacámbaro y el décimo emigrado michoacano muerto en dos semanas; había salido de Tecario, un año antes de ser asesinado por negros que lo robaron y apuñalaron.

Artículos Relacionados

  • Uvalde, un año después de la tragedia

  • Operadores de estafa aceptan ser permanentemente excluidos de la industria

  • Dejen de empeorar la reconciliación