Pasajero sin destino

Por Ricardo Juan Benítez

El andén estaba iluminado con luces azulinas de neón y semidesierto. Algunas personas deambulaban con caras somnolientas. Un par de borrachos dormían sobre uno de los bancos al costado de los molinetes. Una parejita, contra toda lógica, encontraba aquél lugar romántico y se besaban a morir.

Caminé hacia otro banco que estaba libre al otro extremo de las ventanillas de cobro. Estiré mi cuerpo con tres puntos de apoyo. Mi cuello en su respaldo, las nalgas sobre el borde y mis piernas con todo su peso sobre los talones de los pies. Sentía que el cansancio se escurría de mi cuerpo como la arena que la brisa arrebataba a los médanos.

Cada músculo se iba relajando. Cerré los párpados un instante. La arenisca caía en un pozo sin fin. El susurro de las olas se mezclaba con el siseo del torrente de arena. Casi había llenado el pozo cuando reconocí el sonido real. Era la apertura de las puertas neumáticas del tren. Alcancé a subir casi cuándo se cerraban de nuevo.

El vagón estaba casi vacío. No fue difícil encontrar un asiento decente. La mayoría estaban tajeados o con suciedad. Me desparramé una vez más para recuperar mi sueño de arena. Tenía unas pocas estaciones por delante para intentarlo. El primer servicio de la madrugada del tren suburbano era ideal para dormitar. Ningún vendedor ambulante pasaba a los gritos ofreciendo sus chucherías de: “se compró barato, se vende barato”. Tampoco los mendigos madrugaban tanto. Sólo algunos pocos elegidos gozábamos de este privilegio. Los que volvíamos de nuestros trabajos. O los iban al mismo rutinario destino.

Debido al vaivén del vagón el sueño no tardó en llegar. Contra toda probabilidad me volví a deslizar por el arenal. Otra vez las olas sonaban del otro lado de los médanos y el pozo estaba a medio llenar. El viento silbaba en los recodos. La arena susurraba con ecos de otros tiempos.

Despertar era, en el mejor de los casos, lo más parecido a una tortura. De todas maneras esa forma de dormitar no se disfruta del todo. El inconsciente esta alerta a cualquier cambio de situación. La disminución de la velocidad del tren o una persona que observa fijamente. El arribo a destino o un cambio de vías. Era raro que fallara. El cerebro recibía la orden: ¡Despierta!

Desperté inquieto. Con esa sensación indistinguible entre realidad e irrealidad. Me arrebujé en el asiento. Entonces escuché la discusión:

—¡Andate o te hago cagar!

Abrí aún más los ojos. El tipo que acababa de amenazar era alto y canoso. Su rostro tenía una tonalidad amarillenta típica de la gente que vive de noche. La nariz era ganchuda y los ojos oscuros y sin vida. Un gordito de pelo rubio estiró la mano casi hasta tocarle la mejilla.

—¡No pasa nada, papá! ¡Está todo bien!

El tipo el tipo alto vestía un sobretodo gris largo. En su mano izquierda tenía un detalle: un arma automática. En aquel momento la apuntaba hacía el piso. Esquivó la mano del otro y volvió a hablar.

—¡Te dije que te voy hacer cagar! ¡Rajá de acá!

—¡Pero, papá! No pasa una…

Insistió el pobre infeliz con su caricia trunca. Por lo general algunos tipos pesados, acostumbrados a los pleitos callejeros, amagan con una caricia en la mejilla y tomando al sujeto por la nuca le pegan un cabezazo. El sujeto alto no iba permitir ninguna maniobra artera.

—¡Te dije que te iba hacer cagar!

Levantó la mano con el arma y puso el cañón sobre la órbita del ojo derecho del gordito rubio. Cerré los ojos mientras gritaba:

—¡No!

El estampido ahogó mi alarido. No se escuchaba ni el traqueteo de las ruedas ni el rumor del resto del pasaje. Algo más de un minuto más tarde sentía el retumbar dentro de mi cabeza. No quería abrir los ojos. Apreté mis párpados con fuerza. Luego percibí el olor de la pólvora mezclado con otro aroma entre dulce y ferroso.

Un siglo más tarde, creo, dejé de gritar y abrí los ojos. En el asiento delante del que ocupaba estaba tirado el gordito rubio. Sólo veía una mano que se deslizaba sobre el respaldo de derecha a izquierda. Un gemido intraducible. La mano que se seguía oscilando pidiendo un auxilió que nadie quería ofrecer. Miré bajo el asiento. En el suelo, a mis pies, se estaba formando un charco de sangre. Me encogí lo más que pude pero el líquido casi me tocaba la suela de los zapatos. Tomé coraje y me levanté. Estaba tan confundido que primero avance en sentido del moribundo.

Yo no quería ir en su dirección, me quería alejar, no verlo nunca más. Pero por algún pensamiento mórbido lo miré. Estaba volteado casi boca abajo, de cúbito dorsal derecho y era su brazo izquierdo el que manoteaba pidiendo ayuda. Yo tampoco lo iba a socorrer. El resto del pasaje se había agolpado contra las puertas que comunicaban los vagones. Pero no se pasaban al siguiente, todos miraban fascinados el espectáculo del tipo que se moría.

Caminé hacía una de las puertas del vagón. Luego me tomé con fuerza de una de las anillas. Los nudillos se me pusieron blancos. Entonces me encontré cara a cara con el asesino. Estaba frente a la puerta que yo había elegido, a mitad del vagón, con la mano izquierda dentro del sobretodo. Su mirada parecía absorta en el paisaje, pero estaba atento a todo lo que lo rodeaba. Se observaba su intensa pasividad como un predador al acecho. Di dos pasos hacía un costado. No quería mirarlo, sabía que si él lo notaba lo podía molestar.

Pero no podía con mi propia fascinación. Lo miré como había mirado al gordito moribundo, sin proponérmelo. Una estúpida idea me asaltó de repente: no podía permitir que el tipo se saliera con la suya. Tenía que hacer algo o se iba a escapar. Por un instante dio vuelta la cara y me miró fijo. ¿Su instinto le había advertido de mis intenciones? Desvié la vista a la ventanilla más próxima. Simulé que estaba calculando cuando faltaba para llegar a la estación de Merlo.

¿Es que nadie iba a hacer algo? ¡Se iba a escapar!

Me moví con cautela, hacía un costado, tratando de ponerme lejos del ángulo de su visual. Tal vez pudiera encontrar un punto ciego. Si lo hacía con suficiente rapidez podría sorprenderlo. Avance un par de pasos más y no se dio cuenta. Entonces reparé en el otro sujeto. Era el único que estaba en la puerta dónde estaba el asesino unos pasos más atrás. También tenía un sobretodo oscuro. Me quedé quieto. De seguro que era un cómplice. El resto del pasaje estaba como congelado en los extremos del vagón. Los únicos que parecían tranquilos y en control de la situación eran ellos dos.

El tipo alto movió su mano izquierda dentro del abrigo. Puede ver la culata de la automática. El que estaba atrás le tocó la espalda mientras miraba en derredor sin mostrar signos de impaciencia.

Una disminución de la velocidad, un brusco tirón en el cambia vías era la advertencia de la proximidad a la estación de Merlo. El segundo sujeto se acercó al primero. Ahora ambos miraron en todas direcciones para corroborar que nadie iba a intentar hacerse el héroe.

Miré al tipo tirado en el asiento. La mano había dejado de moverse. El cuerpo estaba rígido. No se veía que respirara

El tren se detuvo, se abrieron las puertas y todo el mundo salió en tropel. Aquel vagón quedó vacío. A excepción de un pasajero tendido en uno de sus asientos.

El tipo del abrigo, caminado sin apuro, bajó por las escaleras al pasaje subterráneo que comunicaban los cuatro andenes. El resto del pasaje, como una manada a antílopes que huye de los leones por una sabana africana, nos refugiamos en el andén.

El tren cerró sus puertas y partió con su carga póstuma.

Intentamos separarnos los unos de los otros. Nadie tenía demasiados deseos hablar. Tal vez fuera vergüenza por la falta de coraje. Quizá el cansancio por la tensión.

En la salida hacía la plaza de Merlo, en el andén más bajo, se paseaba un gendarme. Fumaba displicente. No parecía tener demasiadas preocupaciones aquella madrugada.

Tal vez no fuera tarde. Me corrí hacía la boca de salida del túnel del pasadizo subterráneo y esperé. Con un sólo grito podía advertirlo de la situación.

En ese preciso instante venían dos muchachotes pateando los cubos de basura del andén.

—¡Lo mató! —gritó uno— ¡El hijo de puta lo mató!

—¿Cómo, loco? ¿Cómo?

—¡No sé, loco! —aulló el muchacho— ¡Lo vi pasar en el vagón todo lleno de sangre! ¡El hijo de puta mató a mi hermanito! ¡Carajo!

—¡Vení! —gritó el otro— ¡Lo vamos hacer cagar!

Los dos corrieron hacía las escaleras del pasaje subterráneo. Los muchachitos iban armados.

Volví mi atención al gendarme. Por la boca de salida de las escaleras no salía nadie. Tal vez cuando me distraje con los muchachotes el tipo había aprovechado para fugar. Quizá ahora estuviera en algún bar tomando un café leyendo el diario con las noticias de la mañana. Donde faltaría la primicia de un cadáver encontrado en la formación del primer servicio del tren suburbano del oeste.

Los muchachos tampoco aparecieron.

Espere. Un minuto. Dos. Tres. Una eternidad.

De seguro habían salido por el otro extremo que comunicaba a la terminal de ómnibus que llevaban a Paso del Rey y Moreno.

—“Moreno” —pensé.

En aquellos momentos el tren estaría llegando a la terminal de Moreno. ¿Quién descubriría el cadáver? ¿El guarda? ¿Uno de los conductores? ¿El personal de limpieza?

Se como fuere representaba un engorro. Más allá de la impresión por el hallazgo. Había que llamar a la policía. Responder preguntas. Esperar que llegara el fiscal de turno. Luego vendría la morguera y retiraría el cuerpo. Al tiempo los testigos serían requeridos por el juez de la causa para corroborar las declaraciones. La policía investigaría, casi siempre sin ningún resultado concreto. Caso cerrado.

Caminé unos pasos hasta un banco de hormigón que estaba libre y me desplomé. Acomodé mi cuello sobre el respaldo redondeado, mis nalgas al borde y mis piernas descansando sobre los talones.

Cerré los ojos y esperé el sueño arenoso. El viento con olor a sal. El sonido del mar. El aleteo de las gaviotas. El pozo que se llenaba con caracolas. Los médanos danzando de playa en playa. Un sendero de conchas que se perdía entre la espuma.

Casi lo había logrado.

Un estampido me despertó.

Ricardo Juan Benítez escribe desde Buenos Aires, Argentina.

 

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