¿Por qué defender derechos humanos de personas privadas de libertad?

Por Celia Medrano*
La finalidad de una prisión debe ser el de la generación de condiciones orientadas a la rehabilitación de la persona que ha cometido un delito.

En el contexto actual de nuestro país, uno de los más violentos del mundo, hablar de derechos humanos de privados de libertad es casi un delito. Son comunes las olas de críticas y señalamientos de los que se llaman buenos ciudadanos, de los que abanderan y claman los derechos de las personas honradas y trabajadoras que sufren cotidianamente el flagelo de la delincuencia, violencia pandilleril y crimen organizado, es decir, de la violencia directa.
Para Shadd Maruna, profesor de Criminología en la Universidad de la Reina de Belfast (Irlanda del Norte), en un mundo blanco y negro, “… el de los buenos y los malos, uno es una buena persona que comete algunos errores perdonables o un criminal común que no merece ninguna simpatía”. Tal parece que violentar los derechos humanos de los otros, de justificar, avalar o desentenderse de esta violación, es parte de la garantía de que las “buenas personas” puedan vivir en paz.
Hablar de derechos humanos de personas privadas de libertad es mandatorio. Pocos resultados sostenibles a mediano y largo plazo pueden ofrecernos medidas que ejercen violencia contra la misma violencia. Aunque se escuchen cajas de resonancia de los que invocan acciones de mano dura como única solución, debemos entender que el hacinamiento en los centros de detención, sin distinguir incluso quienes cumplen una condena con quienes son procesados por la comisión de un delito, así como el aislamiento prolongado o indefinido en las prisiones niegan la finalidad misma del ejercicio de “meter en jaulas a quienes delinquen”, como ironizaba el maestro en derecho penal Alberto Binder.
La finalidad de una prisión debe ser el de la generación de condiciones orientadas a la rehabilitación de la persona que ha cometido un delito. Conforme el artículo 27 de la Constitución de la República, el objeto de un centro penitenciario es el de educar, formar hábitos de trabajo y procurar la readaptación social. El proceso de readaptación no inicia cuando se sale de la cárcel. La readaptación implica el deber del Estado de organizar el sistema penitenciario para el logro de esa finalidad desde que la persona es privada de su libertad.
El someter a personas privadas de libertad al aislamiento, desvincularlas indefinidamente de sus lazos familiares ejerciendo esta práctica como castigo aleja a la persona cada vez más del objetivo último de readaptarse socialmente. Es la familia el canal principal del deseo de la persona privada de libertad de reintegrarse, de su voluntad para no volver a cometer un delito.
La readaptación no es una responsabilidad exclusiva de instancias estatales. Es responsabilidad de la sociedad y de nosotros como parte de ella, la generación de ambientes familiares y comunitarios respetuosos a los derechos humanos de las personas privadas de libertad. Dependiendo de la existencia de estas condiciones, rompiendo estigmas discriminatorios y abordando este tema desde un enfoque de seguridad humana, es que realmente puede prevenirse el delito y la reincidencia.
Depende de nosotros mismos que la violencia no sea parte de nuestra cotidianidad.
Valdría tener presente siempre las palabras de uno de los presos más famosos del mundo que llegó a la Presidencia de su país, después de casi 30 años de prisión: “… no se conoce un país realmente hasta que se está en sus cárceles”.
Ese preso fue Nelson Mandela, premio Nóbel de la Paz, cuyo ejemplo inspiró las “Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos”, las Reglas Mandela, guía bajo la cual el Estado salvadoreño debería orientar sus acciones en materia de sistema penitenciario en El Salvador.
*Celia Medrano / Periodista especializada en Derechos Humanos y educación para la Paz

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